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David G. Panadero Género negro
Cosecha Roja
David G. Panadero


A golpes de nostalgia.

"Niños de tiza", David Torres
Ed. Algaida

Hace no mucho, durante una presentación de la revista Prótesis, alguien desde el público me dirigió una pregunta que me desconcertó. Se interesó por mis motivaciones como lector; quería saber qué es lo que me empuja a leer novela negra, qué sentido tienen para mí estos libros.
Tengo que reconocer que en un primer momento, no supe qué responderle. Pero por suerte reaccioné rápido, y si bien no di una respuesta del todo satisfactoria, al menos me aproximé a hacerlo. Le dije que encontraba en la novela negra un testimonio vivo de los tiempos pasados, que gracias a estas novelas recuperaba otras épocas no tan lejanas, evitando que los recuerdos se perdiesen definitivamente.

Por otro lado, hago este ejercicio de memoria explorando esa curiosa ambivalencia de sentimientos que experimentamos con el pasado. Porque el pasado, por malo que sea, siempre nos ofrece aspectos positivos: podemos aprender de él. Y además, lo queramos o no, ya ha pasado, así, sin que nos demos cuenta. Y conforma nuestro propio legado; es nuestro, no de otros. Siempre nos va a acompañar.
Son estas razones las que me llevan a leer con tanto entusiasmo a David Torres, que con El gran silencio (finalista del Premio Nadal, 2003) y Niños de tiza (XXX Premio Tigre Juan, 2008), se permite hurgar en los recuerdos, en pequeñas historias cotidianas, grandes amores no del todo olvidados, viejos rencores que siempre se tienen presentes, convirtiendo en trascendentes esos detalles insignificantes que casi nadie recuerda, la vida en las calles. Emplearemos palabras del propio David: "la insobornable ética de barrio" es la que hace que el sentido del compromiso, de la camaradería, la amistad, siga siendo una verdad incuestionable para sus personajes.

Y hablamos de camaradería y amistad con toda la intención. Frente a tantas novelas del género que se centran en la dureza de comportamiento, en la maldad intrínseca a la gran ciudad, David Torres prefiere equilibrar la balanza con emociones positivas. No es que en sus novelas no haya violencia, traición, venganzas, que las hay, y además muchas veces las presenta con visceralidad, incluso con ensañamiento. Pero sus personajes siempre buscarán, aunque sea sin éxito, la redención, apelando a sus sentimientos, los sentimientos que los unen.
El gran silencio nos presentaba al boxeador retirado Roberto Esteban. Retirado después de un combate poco afortunado en México, que le dejó secuelas imborrables. Después de todo aquello, Esteban sólo se ha podido dedicar a lo único que sabe hacer bien: dar hostias. Gana dinero aquí y allá impartiendo lo que él considera justicia callejera, poniendo en alquiler su musculatura para propinar palizas por encargo.
Y ese es el mundo por el que se mueve el protagonista, un mundo sórdido y violento del que él se protege gracias a su mundo interior, su alma de poeta.
Si bien El gran silencio se presentaba como novela negra canónica, contundente y enérgica como una canción de rock, la continuación de las andanzas de Roberto Esteban, Niños de tiza, asemeja más bien una delicada sinfonía, que comienza con un prolongado preludio para después bifurcarse en pequeños caminos, hasta culminar, in crescendo, en un desenlace intenso, donde los personajes llegan muy lejos, quizás más lejos de lo que todos habían pensado.

En efecto, en Niños de tiza, David Torres hace uso de su sabiduría narrativa para retrotraernos a una época, los primeros años del postfranquismo, donde se desarrolla la infancia de Roberto Esteban. Donde empezó todo, cuando se fraguaron las amistades irrenunciables, nacieron los viejos amores, y también los viejos odios. La razón de esta vuelta al pasado se encuentra en el retorno del ex boxeador al barrio en que nació. Esteban regresa a San Blas por una temporada para cuidar de su anciana madre, recién operada de varices. Volver a sus calles le trae recuerdos; ya nada es como lo recordaba. En aquel oscuro pasadizo donde se encontraban las pintadas de la Mano Negra ahora hay graffitis modernos, rebosantes de color; los viejos comercios del barrio han sido reformados o reconvertidos en chinos, de esos donde se venden desde camisetas hasta golosinas. El gran acierto de este retorno al pasado es que recupera la perspectiva infantil; no pretende retratar los procesos políticos vividos en aquellos años de cambios; antes bien, David Torres prefiere mirar aquella época con los ojos de la infancia, de manera intuitiva e imaginativa, por momentos mágica.
Y después de tantos años, el pasado le sigue pisando los talones al antiguo púgil. No son sólo los recuerdos que afloran, también aquellas caras conocidas que reencuentra le empujan a revivir todo ese mundo que el tiempo ha sepultado. Será Lola, la tía buena del colegio, en cuya belleza el paso del tiempo se ha hecho notar, quien le invite a volver a las viejas historias. Sí, otra vez, pero en esta ocasión de manera definitiva.

Durante muchas páginas, David Torres nos hace sumergirnos en el pasado y volver al presente, con mano de prestidigitador, sin que nos demos cuenta de las sutiles transiciones entre uno y otro. Las evocaciones de los viejos tiempos se presentan con la serenidad con la que se rememoran los recuerdos, a veces agradables, otras, agridulces. Y regresan las inquietudes de la infancia, los pollitos de colores que comprábamos con tanta ilusión, que poco después, a veces tan solo unas horas después, se nos morían. Se quedaban dormidos, nos decían. La Mano Negra era entonces algo que nos asustaba, que aparecía en la pared cuando desaparecía un niño, cuando uno era asesinado…
Si bien en El gran silencio David Torres nos sumergía en los laberintos de la mitología grecolatina, convirtiendo las peleas en el ring en enfrentamientos entre gladiadores, estableciendo insinuantes metáforas sobre la vida en la ciudad, en Niños de tiza, el autor se decanta por un registro igualmente lírico, pero más centrado en la poesía de los momentos cotidianos, buscando una mayor sencillez. El momento culminante en este sentido, el más bello de la novela, llega cuando Roberto Esteban lleva a dar un paseo a Gema, la sirena, una hermosa niña paralítica a la que protege, de la que quizás esté secretamente enamorado, y la lleva para que pueda dejar la huella de sus pies en el cemento fresco. Ya en ese momento empieza la lucha contra el tiempo, el intento por inmortalizar los recuerdos, dejando esa huella con la esperanza de que siempre siga ahí.
Pasado el ecuador de la novela, Roberto Esteban acaba perdiendo la lucha contra sí mismo; sus fantasmas interiores rompen la tregua cuando vuelve a darse a la bebida. Entonces, la tensión latente que se mascaba en la novela estalla en episodios de violencia desatada, llegando a un punto de no retorno. Aquí reside el gran acierto de la novela: transformar muy poco a poco lo que parecía un plácido y misterioso libro de memorias en una novela negra descarnada y feroz.
No hay posibilidad de redención cuando hay tantas venganzas pendientes, que se resolverán de forma sanguinaria. El antiguo boxeador habrá de reconocer, resignado, que lo único para lo que sirve es dar hostias. Una vez más. Y quizás no sea la última.

Pero aún en medio de la más espantosa venganza queda un lugar para la amistad. Para reconocer la amistad que se ha fraguado durante años. Concluye Niños de tiza y Roberto Esteban conservará, como recordatorio, nuevas heridas, marcas de más peleas. Y las vivencias que ha acumulado en la novela le dejarán también heridas en el alma. Será un poco más viejo, pero no necesariamente más sabio. Y el lector cerrará el libro con la sensación de haber recuperado muchos momentos antiguos. Por eso, quedamos enormemente agradecidos a David Torres, por haber compartido con nosotros, yo diría que generosamente, esos momentos tan intensos, tan nuestros, del pasado.


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