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Alberto Cairo Paciencia en la ciencia-ficción
Cairopaisaje
Alberto Cairo


Lipofísica y mecánica de glúcidofluidos en la intertextualidad microleptónica de Sabor a hiel

Los análisis más precipitados de la multifacetada y pluridisciplinar obra de la insigne divulgadora y afamada prosista Ana Rosa Quintana suelen concluir en gotosas flebotomías de indisimulado cinismo en las que el crítico de turno intenta desmontar, uno por uno, los sólidos flejes que ciñen los travesaños de la alambicada narrativa de una de las más claras exponentes de la literatura femenina en nuestro país. No es de extrañar, empero, por culpa de ciertas acusaciones de plagio tan ruidosas como faltas de fundamento, aunque ampliamente difundidas por el vulgo, ciego a los recónditos secretos del cerebro humano.

No es de extrañar, digo. Imagínense ustedes que a uno, por un casual, se le ocurre principiar una novela de corte Kronen con unas líneas como éstas: “En el barrio de Vallecas, de cuya estampa no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un macarra de los de faca en afilando, zamarra vieja, perfil flaco y buga corredor”. Parece escrito por José Ángel Mañas, cierto, pero también evoca algunos de los pasajes más famosos de la literatura. Y recalco lo de evoca. Lejos de tratarse de un plagio, lo que tales líneas demuestran es que la intertextualidad es un fenómeno que puede darse desde un nivel de asociación de ítems mentales inconsciente, automático, nacido de los haces de neuronas más profundos del hipotálamo. Tomemos un ejemplo de ese fino retrato de personajes que es Sabor a hiel y comparémoslo con el originario de Daniel Steel:

Álbum de familia: "Ward vio una sombra de tristeza en el rostro de su mujer mientras se inclinaba para besarla antes de apagar la luz. Justo en aquel momento, Faye lanzó un agudo grito"

Sabor a hiel: "Francisco vio una sombra de tristeza en el rostro de su mujer mientras se inclinaba para besarla antes de apagar la luz. Justo en aquel momento, Adriana lanzó un agudo grito".

¿Parecidos? Ciertamente, pero eso no demuestra nada. Como ya afirmaron los bardos, “parecido no es lo mismo... caballero”. Desde Penrose y su cuidadoso estudio del funcionamiento cuántico de los neurotransmisores de las sinapsis, sabemos que las posibilidades de prever el comportamiento humano son casi nulas, porque las reglas por las que se rige son las de la fundamental indeterminación del nanomundo. Sin embargo, merced a las caprichosas leyes de la probabilidad, también sabemos que es posible que un millón de chimpancés aporreando sendos teclados durante un millón de años acaben por programar Windows Millenium (bueno, tal vez menos chimpancés y en menos tiempo, teniendo en cuenta el programa que se cita, pero el ejemplo es válido). Lo que ha ocurrido con el affaire Quintana es una fatal combinación de comportamientos físicos bien definidos: el recuerdo inconsciente y arbitrario de pasajes leídos tiempo atrás por el ayudante de la autora, por culpa de un colapso de la función de onda en un conjunto masivo de sinapsis concreto, que se da una vez entre diez mil millones, pero que puede darse. Las neuronas son células, por lo que su comportamiento es el de cualquier sólido macroscópico, pero las moléculas de los neurotransmisores que se liberan en las vesículas sinápticas se rigen por las leyes de la mecánica cuántica. He ahí el quid de la cuestión. La Quintana ha sido víctima de un gato encerrado en una caja. El ayudante pudo no haber escrito la novela con tantas pequeñas coincidencias con otros libros, pero el caso es que sí lo hizo, y sin poder evitarlo. Cosas veredes...

La hipótesis más plausible que se me ocurre para explicar esta impresionante coincidencia cuántica, lejos de acercarse a la grosera y precipitada interpretación de periodistas del sensacionalismo imperante, es que el atribulado escriba de Quintana (su cuñado), haciendo gala de su acervo cultural, optara por el método conocido como “escritora automática”, que consiste en colocar la propia mente en un estado de no-control voluntario, en el que la parte creativa de nuestro cerebro actúa  con independencia del raciocinio, situado en las capas más externas del córtex. Esta técnica ha dado frutos extraordinarios. Recordemos, por poner sólo unos ejemplos, las frescas disquisiciones de Robert A. Heinlein dando rienda suelta a su subconsciente en Amos de títeres (novela repleta de pequeños retratos costumbristas de la convivencia entre marido y mujer, como aquélla en la que el protagonista amenaza amorosamente a su compañera con propinarle unos azotes si no se comporta como una persona adulta), o los desconcertantes escarceos con el autismo ontológico del siempre incomprensible Greg Egan en El instante Aleph (libro cuyo título, por cierto, ha sido mal traducido al castellano; un traductor más fiel a la tradición de raigambre en este país lo habría llamado Quéstress). Es posible que los estudios futuros sobre este acontecimiento extraordinario desmientan esta hipótesis, pero creo que en estos momentos es la que más se adecua a los hechos.


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