Los
análisis más precipitados de la multifacetada y pluridisciplinar obra de la insigne
divulgadora y afamada prosista Ana Rosa Quintana suelen concluir en gotosas
flebotomías de indisimulado cinismo en las que el crítico de turno intenta
desmontar, uno por uno, los sólidos flejes que ciñen los travesaños de la
alambicada narrativa de una de las más claras exponentes de la literatura
femenina en nuestro país. No es de extrañar, empero, por culpa de ciertas
acusaciones de plagio tan ruidosas como faltas de fundamento, aunque
ampliamente difundidas por el vulgo, ciego a los recónditos secretos del
cerebro humano.
No es
de extrañar, digo. Imagínense ustedes que a uno, por un casual, se le ocurre
principiar una novela de corte Kronen con unas líneas como éstas: “En el
barrio de Vallecas, de cuya estampa no quiero acordarme, no ha mucho que vivía
un macarra de los de faca en afilando, zamarra vieja, perfil flaco y buga
corredor”. Parece escrito por José Ángel Mañas, cierto, pero también evoca
algunos de los pasajes más famosos de la literatura. Y recalco lo de evoca.
Lejos de tratarse de un plagio, lo que tales líneas demuestran es que la
intertextualidad es un fenómeno que puede darse desde un nivel de asociación de
ítems mentales inconsciente, automático, nacido de los haces de neuronas más
profundos del hipotálamo. Tomemos un ejemplo de ese fino retrato de personajes
que es Sabor a hiel y comparémoslo con el originario de Daniel Steel:
Álbum
de familia:
"Ward vio una sombra de tristeza en el rostro de su mujer mientras se
inclinaba para besarla antes de apagar la luz. Justo en aquel momento, Faye
lanzó un agudo grito"
Sabor
a hiel:
"Francisco vio una sombra de tristeza en el rostro de su mujer mientras se
inclinaba para besarla antes de apagar la luz. Justo en aquel momento, Adriana
lanzó un agudo grito".
¿Parecidos?
Ciertamente, pero eso no demuestra nada. Como ya afirmaron los bardos,
“parecido no es lo mismo... caballero”. Desde Penrose y su cuidadoso estudio
del funcionamiento cuántico de los neurotransmisores de las sinapsis, sabemos
que las posibilidades de prever el comportamiento humano son casi nulas, porque
las reglas por las que se rige son las de la fundamental indeterminación del
nanomundo. Sin embargo, merced a las caprichosas leyes de la probabilidad,
también sabemos que es posible que un millón de chimpancés aporreando sendos
teclados durante un millón de años acaben por programar Windows Millenium
(bueno, tal vez menos chimpancés y en menos tiempo, teniendo en cuenta el
programa que se cita, pero el ejemplo es válido). Lo que ha ocurrido con el affaire
Quintana es una fatal combinación de comportamientos físicos bien definidos: el
recuerdo inconsciente y arbitrario de pasajes leídos tiempo atrás por el
ayudante de la autora, por culpa de un colapso de la función de onda en un
conjunto masivo de sinapsis concreto, que se da una vez entre diez mil
millones, pero que puede darse. Las neuronas son células, por lo que su
comportamiento es el de cualquier sólido macroscópico, pero las moléculas de
los neurotransmisores que se liberan en las vesículas sinápticas se rigen por
las leyes de la mecánica cuántica. He ahí el quid de la cuestión. La Quintana
ha sido víctima de un gato encerrado en una caja. El ayudante pudo no haber
escrito la novela con tantas pequeñas coincidencias con otros libros, pero el
caso es que sí lo hizo, y sin poder evitarlo. Cosas veredes...
La
hipótesis más plausible que se me ocurre para explicar esta impresionante
coincidencia cuántica, lejos de acercarse a la grosera y precipitada
interpretación de periodistas del sensacionalismo imperante, es que el atribulado
escriba de Quintana (su cuñado), haciendo gala de su acervo cultural, optara
por el método conocido como “escritora automática”, que consiste en colocar la
propia mente en un estado de no-control voluntario, en el que la parte creativa
de nuestro cerebro actúa con
independencia del raciocinio, situado en las capas más externas del córtex.
Esta técnica ha dado frutos extraordinarios. Recordemos, por poner sólo unos
ejemplos, las frescas disquisiciones de Robert A. Heinlein dando rienda suelta
a su subconsciente en Amos de títeres (novela repleta de pequeños
retratos costumbristas de la convivencia entre marido y mujer, como aquélla en
la que el protagonista amenaza amorosamente a su compañera con propinarle unos
azotes si no se comporta como una persona adulta), o los desconcertantes
escarceos con el autismo ontológico del siempre incomprensible Greg Egan en El
instante Aleph (libro cuyo título, por cierto, ha sido mal traducido al
castellano; un traductor más fiel a la tradición de raigambre en este país lo
habría llamado Quéstress). Es posible que los estudios futuros sobre
este acontecimiento extraordinario desmientan esta hipótesis, pero creo que en
estos momentos es la que más se adecua a los hechos.
Archivo de Cairopaisaje
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