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Alberto CairoMartillo de clásicos
Más mediocre
de lo que pensáis

Alberto Cairo


Orson Scott Card
El juego de Ender

Ese repelente niño Vicente

La primera vez que me enfrenté con una de las encarnaciones del Repelente Niño Vicente, mis padres se vieron en la obligación de portar mi cuerpo convulso al hospital más cercano para someterme a una tomografía de emisión de positrones, que no sé muy bien lo que es, pero seguro que resulta de lo más beneficiosa contra los ataques de epilepsia aguda que el despreciable, asesinable y despedazable niño provoca. Allí, en la lóbrega sala de paredes de azulejo tachonado de motas de granate sanguinolento, vi la luz, percibí la gran corriente subterránea que socava todo el discurrir tranquilo de esa cosa tan intangible que es la Fantasía contemporánea. Y es que uno de los temas más queridos por los escritorzuelos de pluma presurosa, enjaretada, mercenaria y presta al garbanceo, es el de los niños con Destino -no olvidemos la mayúscula mayestática, pomposa y solemne-, obligados a cumplir los designios de su propia existencia futura, que los conducirá a liderar a toda la especie, a toda la Tierra, incluso a toda la Galaxia, en pos de un objetivo de paz, prosperidad y pensamiento unívoco.

Este tipo de fantasías totalitarias/masturbatorias son muy del gusto de la infraliteratura, ese fenómeno tan propio de la cf, que gozó de su primer momento de gloria gracias al pulp, las revistas baratas y las novelas de quiosco (bendito seas, Spinrad, por tu ineludible Emperador de Todas las Cosas). La clase de novelas a la que pertenece El juego de Ender busca alimentar fantasías de poder más o menos soterradas en lo profundo del inconsciente. Debajo el entretenimiento burdo se esconde un elemento perverso, ese virus del personaje mesiánico que ha aquejado tanto a escritores mediocres (Heinlein), como a bastantes de los grandes (Silverberg, aunque sus mesías, sobre todo los de su época dorada, disten mucho de ser seres todopoderosos), y que denota una visión ultraconservadora, cavernaria, que hace caer la responsabilidad de la evolución de la historia sobre los hombros de individuos escogidos por ese Destino del que hablábamos más arriba. Porque lo verdaderamente reaccionario no es la figura del héroe como ser que supera los más terribles obstáculos con su esfuerzo y perseverancia, virtuoso y entregado, sino la figura del héroe a priori, genéticamente dotado de una superioridad sobre sus semejantes o de un cociente intelectual inconmensurable, como es el caso. Y es reaccionario porque refleja una visión estática de la estructura social que niega a los normales su oportunidad de superar su normalidad por medio del sacrificio por los semejantes: los puestos de héroe están todos copados por los elegidos para la gloria; los demás personajes están destinados sólo a admirar, adorar o dar publicidad a las hazañas del ídolo o, a lo sumo, a ayudarle a desarrollar sus innatas habilidades (caso de Mazer y de los instructores militares en la novela). Recalquemos lo de innatas, por supuesto.

El juego de Ender

Esta visión, esta ideología, dice mucho de su autor, que debe de presuponer la entrega incondicional de un lector al que se exige un grado de infantilización brutal -infantilización, todo sea dicho, alimentada con otro tipo de productos del más bajo nivel-, un lector al que el escritor debe de imaginar ansioso de alimentos intelectuales que palien los efectos perniciosos de su aburrida, mediocre e insatisfactoria existencia. El notable éxito de este ladrillo de quinientas páginas repletas de nada no hace presagiar venturoso porvenir para la cf de calidad, teniendo en cuenta que las ventas indican que no sólo el sector cerril del fandom se ha acercado al producto, sino que éste ha sido consumido (que no leído) por un buen sector del público no habitual. El hecho de que El juego de Ender sea uno de los libros de cf más conocidos fuera del reducido mundillo de los aficionados coleccionistas no beneficia precisamente al futuro "serio" de nuestro tan divertido y enriquecedor pasatiempo, abroquelado tras la trinchera autocomplaciente de la "literatura de ideas" y el aventurerismo más adocenado desde los tiempos de la Nueva Ola y el relativo éxito mercantil. Porque, claro, intentar venderle a un adulto leído y sabido la historia de un superdotado insoportable que domina todo aparato que toca, que supera todas las pruebas que los duros instructores militares le ponen ante el hocico, que logra liderar primero su grupo de compañeros, luego toda la academia militar en la que estudia para, por último, conducir a la Humanidad a un futuro sin insectores (nota: alienígenas hostiles), chocará indefectiblemente contra una muralla de lógica incomprensión e irritante burla, sobre todo si ese insulso relato no se presenta envuelto por un despliegue técnico/literario de nivel, sino por una forma de escribir funcional y anodina.

Orson Scott Card es calificado por el poco informado contraportadista de escritor "intimista y poético". Debe de ser porque hay mucha gente que piensa que una novela es intimista cuando su personaje central piensa mucho, aunque piense mal y con pocas palabras mal escogidas (la responsabilidad de esto es del escritor que no es capaz de dotar a su creación de una riqueza dialéctica interior acorde con ese supuesto tono "intimista"). Ender piensa a lo bruto, estruja los axones de sus neuronas hasta que escupen neuropéptidos a los cuatro vientos, pero siempre piensa lo mismo durante todo el libro, lo que resulta increíblemente agotador para cualquiera. "No quiero parecerme a mi hermano Peter, no quiero parecerme a mi hermano Peter, qué bien se me dan los ejercicios, qué malo es ese compañero que me hace perrerías cuando me doy la vuelta, pero no debo agredirle porque entonces me parecería a Peter, y... y...", repite una y otra vez cada cuatro o cinco páginas, hecho que traumatiza hasta al más bienintencionado. El bueno de Ender se pasa el libro queriendo dar a entender que es un pedazo pacifista, que él no le quitaría un caramelo a un recluta bisoño y tal, pero sus actividades contradicen sus cargantes pensamientos: se prepara para la guerra, se entrena con simuladores ultraviolentos y (atención: SPOILER) acaba cometiendo más o menos involuntario genocidio usando un frenético videojuego como herramienta. El libro concluye con epílogo lacrimógeno que adelanta, supongo, el siguiente tomo de la serie, porque, evidentemente, el éxito de una novela de cf de un oportunista como el que nos ocupa conduce sin remedio a la prolongación de las desventuras de sus personajes, aunque sea recurriendo al risible recurso de dar voz a un secundario (estrategia de George Lucas, que ha encumbraado, nadie sabe cómo, a personajes oscurísimos de su saga, como Bobba Fett o Wedge Antilles). Ni siquiera por la presión de un buen amigo que me comenta que La voz de los muertos es mejor que el saco de vacío que es El juego de Ender sucumbiré al impulso de leer su continuación.

No sé cómo concluir esta crónica, de verdad. Los que alguna vez me instaron a perder varias horas de mi tiempo en esta cosa intragable no debieron de percatarse de que mi tiempo se agota con la facilidad con la que un glotón compulsivo deglute jamón ibérico, y que las escasas horas de asueto que mi voluntariamente prolongado curro diario me permite prefiero dedicarlas a actividades más productivas que enfadarme. Dicen que abscesos semejantes a este Juego de Ender ayudan a soñar, pero a mí, con toda franqueza, sólo me hizo soñar con el momento de arrojar sus infectas páginas a lo más profundo de las estanterías-almacén, las que están más cerca del techo, donde se apretujan, sin esperanza de remisión, las franquicias, los viejos cómics inconfesables y los recuerdos de un pasado más ingenuo y menos propenso a la tristeza.


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