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Alberto CairoMartillo de clásicos
Más mediocre
de lo que pensáis

Alberto Cairo


Robert A. Heinlein
Tropas del espacio

Good Morning, Klendathu

Esto no es una crítica. Tampoco es una reflexión ponderada. Es la evidencia de mi perplejidad. Existen muchas razones por las que a alguien le puede apetecer invertir unas valiosas horas de su tiempo en la lectura de una novela militarista, reaccionaria, exaltadora de los valores más deplorables que ha engendrado la civilización occidental y negadora de las pocas virtudes que ésta ha aportado al desarrollo de la Humanidad (y no me refiero al marxismo). Por mi parte, lo que le pido a una novela militarista es que me haga olvidar un rato los problemas cotidianos, me absorba y me haga partícipe de la sobredosis de testosterona que presumiblemente sus protagonistas van a sufrir, que me transporte a un futuro donde todo personaje es un héroe, toda peripecia es una hazaña y toda visita a un planeta, una cacería de bichos. Por eso me importa muy poco la ideología de Tropas del espacio, porque cuando comencé a leerla sabía ya con lo que me iba a encontrar, y a Heinlein todos los que conocen un poco el género le tienen bien cogido el punto. Así que no abundaré demasiado en lo repugnante de las ideas -tan insoportables para muchos- que destila esta cosa. Mi enfado viene por otro lado.

Tropas del espacio

Porque, ustedes perdonarán, lo que de verdad no admito de una novela de consumo masivo es que sea aburrida, estúpidamente solemne, que esté plagada de situaciones tópicas (por mucho que los japos y nazis hayan sido sustituidos por organismos de diez patas, caparazones quitinosos y mala baba ácida en el papel de enemigos supremos del imaginario colectivo yankee en el futuro) y que no consiga en ningún momento nada más que una molesta sensación de precipitar unas horas el inevitable curso hacia el vacío que a todos nos acecha, en vez de potenciar una suspensión de la incredulidad placentera. Tropas del espacio reproduce mecánicamente el esquema de la novela de iniciación, con un personaje que en primera persona nos cuenta sus experiencias en un campo de entrenamiento tan parecido a los que nos describía Kubrick en La chaqueta metálica que a uno a veces le da la impresión de estar asistiendo al desfloramiento de una horda de reclutas bisoños antes de ser enviados al desguace en los arrozales de Vietnam, en vez de a la formación de unos arrojados cadetes espaciales quienes, enlatados en sus ergonómicas armaduras de irrompible metal, librarán a los de nuestra especie de las horribles amenazas que acechan en la inmensidad del espacio. Los reclutas corren y hacen flexiones, son amonestados por malolientes oficiales de cuadrangulares mandíbulas que escupen barbaridades mientras salpican de saliva el rostro de sus subordinados, duermen en catres y hablan (cadetes y oficiales, aclaro) como seres de los años setenta llevados al futuro por no se sabe bien qué proceso de transgresión de las leyes del espacio-tiempo. Esto no es demasiado molesto en sí; no olvidemos que una gran parte de este amado género nuestro no profundiza en la lógica de los mundos que sus autores idean, sino que suele limitarse a presentar unos cuantos gadgets más o menos afortunados y/o ingeniosos y a hacer que los manejen personas que se guían por los mismos anhelos y odios que nuestro vecino del cuarto. Decía un poco más arriba que incluso esto es disculpable: se lo disculpamos a Jack Williamson en La legión del espacio por su encantadora ingenuidad, o a Niven y Pournelle en La paja en el ojo de Dios, más que nada porque ambas novelas son divertimentos dignísimos, cada una para sus respectivas épocas.

Tropas del espacio no.

Tropas del espacio es un coñazo.

¿Qué es lo que pretendía Heinlein al escribirla? Si su intención era fabricar un entretenimiento puro, su fracaso es manifiesto. Los mecanismos que utiliza para enganchar al lector son más que torpes, abundan las escenas que se prentenden pintorescas o divertidas y que provocan sonrojo con la única condición de que se tenga conectado el chip detector de basura (mis preferidas son las de castigo de cadetes, con esas conversaciones entre serias y maliciosas de los oficiales: "Ah, James, este recluta no se ha limpiado bien las botas..." "Creo que someter al muchacho a un consejo de guerra es algo precipitado, Roger, démosle unos cuantos latigazos y que aprenda"). La opción entretenimiento también puede ser eliminada de nuestra lista de posibilidades por el hecho terrible de que las escenas de batalla (no olvidemos que ésta es una novela bélica) están contadas con una desgana inigualable, sin tensión, sin crear ambiente, con una absoluta falta de respeto por la inteligencia del que se gasta los dineros en el producto y espera una recompensa en forma de vísceras y sanguinolencias varias. ¿Qué son esas escaramuzas anticlimáticas en las que armaduras saltarinas triscan cual alegres cabras por los edificios de las ciudades alienígenas? ¿Qué son esos entrenamientos monóooootonos, esos estentóreos (digámoslo con el habilísimo neologismo de Jesús Gil: ostentóreos) discursitos patrioteros de la unión de la raza frente al enemigo común? ¿Qué? Mejores batallas hemos visto en muchos otros libros de cf. Mejores aventuras, mayor diversión. Aquí hay un lento y agónico avanzar hasta la página doscientas cuarenta y dos, cuya última línea reza "fin" para alivio de cerebros malhadados.

Descartado el Objetivo Entretenimiento... ¿Pretendería acaso Heinlein adoctrinar a escolares y adolescentes indefensos en las virtudes de la vida castrense, la obediencia a la autoridad competente (más bien incompetente) y la indudable -ejem- superioridad del sufragio censitario sobre el universal? ¿Lo pretendía? Miren, lo dudo. Heinlen era un pésimo escritor, pero con toda seguridad, no un idiota. Los personajes que adoptan el papel de "maestros de doctrina política" hablan como un manual de conducta del buen ultra, no como personas que realmente creen lo que están explicando (ay, ese profesor manco y gruñón, qué entrañable), son tan grotescos que nadie con un mínimo de formación los puede tomar en serio, por lo que en algunas páginas da la impresión de que Paul Verhoeven sí respetó las reglas cuando decidió que la adaptación al cine de esta novela fuera una parodia de lo que describía. Es esta la razón de que la crítica ideológica no sea válida aplicada a Tropas del espacio. Como alegato ideológico es demasiado inocua, demasiado evidente, como una película tipo Rambo de la oscurantista época del binomio Reagan-Thatcher. Su mensaje no cala porque está presentado de forma estúpida. Nadie se rapará la cabeza por su culpa, afortunadamente para todos.

¿Por qué goza de tanta fama, entonces? Es un misterio para mí. Espero que algún día haya alguien que me lo explique.


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