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Alberto CairoMartillo de clásicos
Más mediocre
de lo que pensáis

Alberto Cairo

Michael Moorcock
Elric de Melniboné

Elric, Cymoril, Yyrkoon y otros libros del montón

Los libros malos no me molestan en exceso, contra lo que se pudiera pensar. La mala literatura cumple una función social tan importante como la buena, si tenemos en cuenta que uno no puede pasarse la vida leyendo pascuales duartes y que incluso de las peores novelas se puede llegar a sacar algo útil (aunque sólo sean unas horas de entretenimiento sin pretensiones). Ahora bien, lo que no aguanto es que un libro que tiene todo a su favor para convertirse en una maravilla acabe en lo más bajo del escalafón literario por culpa de la impericia de su autor, de su dejadez o, simplemente, de su mala fe.

Elric de Melniboné

Elric de Melniboné es uno de esos libros. Su argumento, su ambientación, sus personajes... Todo en él es seductor a priori. Cuando te cuentan de qué va -lo sé porque a mí me sucedió- te preguntas qué haces tú comiéndote el tarro con Ballard cuando podrías estar sentado en tu sofá acompañando al cruel emperador protagonista por esos mares del destino que los dioses del Caos y la Ley le obligan a surcar. Porque, vamos a ver, ¿a quién (siempre que sea aficionado a la fantasía, claro) no se le pondrían los dientes largos sabiendo que una novela narra la historia de un príncipe albino que necesita de las drogas para mantenerse en forma y que gobierna sobre una sociedad de degenerados y decadentes siervos de la lujuria, la crueldad y la magia negra? ¿A quién no se le caería la baba sabiendo que todavía existen libros de espada y brujería -éste tiene sus añitos, pero bueno- en los que hallar algo que se salga de los consabidos estereotipos de bárbaro, taparrabos, espadón y princesa educada en colegio de Benne Gesserits? ¿Quién sería capaz de resistirse a un libro que se dice ambientado en una tierra en la que dioses del Caos y del Orden no están automáticamente asociados al Mal y al Bien, respectivamente, sino que resultan ser todos ellos igualmente despreciables? ¿Quién, por favor, no se sentiría al menos tentado al saber que el gran amor del mentado príncipe es una prima suya y que compite por su atención con el hermano de ésta, en una especie de menage à trois incestuoso y morboso a partes iguales? ¿Cómo no dejarse arrastrar a la compra de un volumen en el que se pueden encontrar jinetes de dragones, mundos paralelos (no olvidemos que Elric es una de las encarnaciones del Campeón Eterno, que está destinado a no sé qué cosas en el Multiverso de Michael Moorcock, y bla, bla, bla...), arqueros parlanchines y espadas mágicas forjadas cuando el mundo aún era joven y que responden a nombres tan evocadores -por ese inconfundible y desprejuiciado toque lírico y épico/macarril al estilo de una canción de Blind Guardian- para los jugadores de rol como Stormbringer o Mournblade?

Pues bien, Moorcock desperdicia todos estos buenos elementos en uno de los mayores resbalones que yo recuerde en la literatura de género. Todo lo que nos habían contado es cierto: hay albinos, hay espadas, hay arqueros y princesas incestuosas, hay torturadores sonrientes y sádicos, batallas y realidades paralelas, hay dioses, demonios, espíritus elementales; hay, en fin, un batiburrillo inmenso, espeso como un lodazal y, a la postre, demasiado abultado, que Moorcock intenta desarrollar en sólo ciento setenta páginas. Los personajes saltan de un sitio a otro como quien trisca en la pradera en una tarde de verano: en la página siete, un garbeo por Melniboné; en la diez, nos marcamos un chotis con Arioco, que para algo es un señor del Caos garboso y saleroso; en la doce nos las piramos a conseguir espadas mágicas con vida propia y feas costumbres vampíricas, y en la quince, para reposar, nos metemos en una negociación con el rey de los mares, el húmedo Straasha, para que nos lleve el yate de recreo a buen puerto. Quiero decir que en tan poco espacio sólo los más grandes (y Moorcock no lo es) son capaces de crear una ambientación que pueda echar abajo la incredulidad del lector y sumirlo en un ansia enfebrecida por conocer hasta el último detalle de un mundo que no existe. Moorcock, por el contrario, parece haber escrito el primer libro de la saga de Elric -que, paradojas, se hace interminable en algunos fragmentos- con descuido y ánimo de satisfacer las pasiones del público acostumbrado al pulp deleznable y, al mismo tiempo, las de aquellos lectores más dados a las sofisticaciones estilísitcas o temáticas (el antihéroe melancólico, desarraigado y pensativo, el halo vagamente poético con el que intenta impregnar, sin éxito, muchas de sus páginas). Las dos aproximaciones posibles a la obra (la pulp y la exquisita), que pueden ser adoptadas por un mismo lector en según qué circunstancias, se ven frustradas por ese hecho: el libro está demasiado mal hilvanado como para resultar ágil para quien busque entretenimiento y, al mismo tiempo, su construcción es excesivamente burda para quien desee un poco de satisfacción artística. Hay que olvidar, por mucho que Moorcock haya intentado ponerle parches a la saga añadiéndole volúmenes y más volúmenes de interés decreciente, este libro, que podría haberse convertido en uno de los grandes clásicos de la fantasía mundial y ha acabado siendo un remedo de franquicia con visos de alta literatura. Pena, penita, pena.


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