Si
tuviéramos que escoger un libro como la obra maestra por excelencia del genero
de fantasía, sin duda muchos elegirían El señor de los anillos, de
Tolkien. Con el correr de los años, cientos de miles de lectores de todos los
países han devorado sus páginas embelesados ante tamaña maravilla. Sesudos
especialistas han pasado interminables horas analizando los arcanos de las
lenguas inexistentes que pueblan su universo, o continuan debatiendo en
encendidas disputas oscuros aspectos de la consistencia de la obra. En ciertos
círculos, afirmar que no te gusta El señor de los anillos es considerado
prácticamente como una prueba irrefutable de debilidad mental. Y muchos
lectores, abrumados ante el sentimiento de culpa producido por su incapacidad
para disfrutar de tan brillante obra de arte, recaen una y otra vez en una
relectura estéril de sus páginas esperando que, con la repetición, se produzca
la iluminacion que les conduzca al nirvana que prometen los admiradores del
objeto de sus pesadillas.
¿Es
verdaderamente El señor de los anillos tan maravilloso como lo pintan?
De entrada, el lector que se aproxima por primera vez a la obra descubrira
sorprendido que no hablamos de un libro, sino de tres. Y de tres volúmenes de
regulares dimensiones, por cierto. De hecho en más de una ocasión he llegado a
preguntarme si una de las razones del éxito de la novela no procederá
precisamente de la sensación de alivio que genera el culminar, con las
facultades mentales intactas, la magna hazaña de leerla de un tirón. Porque no
nos engañemos: El señor de los anillos es una obra a la que le sobran
páginas. La prosa que Tolkien utiliza es perfecta y muy rica. Pero no es menos
cierto que el arte a la hora de poner ladrillos no le quita ni un gramo de peso
a una interminable pared de los mismos.
Buena
parte de la culpa de ese enorme número de páginas procede de la desbordante
riqueza del universo que describe. En efecto, este es uno de los puntos que
suelen esgrimirse con mayor frecuencia a la hora de cantar las bondades del
libro. El autor asume en El señor de los anillos el reto de recrear un
mundo entero, con su historia, su botánica, su gastronomía e incluso la
gramática de los idiomas en los que se expresan sus habitantes. Pero como
Borges señaló en alguno de sus relatos, la labor de construir un universo
infinitamente detallado resulta en sí misma una tarea infinita. En muchos
pasajes de El señor de los anillos uno se ve abrumado por fugaces
visiones de esa infinitud: los personajes, sus pasados, sus relaciones
familiares hasta la décima generación y la profusión de oscuros detalles de
reinos desaparecidos miles de años antes de los acontecimientos que se narran
pueden producir a veces una profunda sensación de hastío en el lector. Aparte,
por supuesto, de sobrecargar peligrosamente su capacidad de retentiva y su
memoria.
Otro
punto a tener en cuenta es el estilo de la narración. Tolkien era profesor de
literatura medieval, y ciertamente eso es algo que se aprecia entre las páginas
del libro. El señor de los anillos tiene una estructura muy semejante a
la de muchas sagas clásicas. El problema es que para muchos lectores modernos,
el meterse un chute de Beowulf directamente en vena suele resultar
mortal. Especialmente sangrante resulta el tema de las canciones: da la
impresión de que cada x número de páginas era preciso introducir por sistema un
poema o una canción para animar el cotarro y mantener el ambientillo medieval.
Quiero creer que es un efecto colateral del proceso de traducción, pero lo
cierto es que al menos en mi caso las malditas canciones acabaron por
producirme urticaria. El truco, bien conocido por muchos de los que se han
acercado a esta obra, consiste en saltar disimuladamente y sin demasiado rubor
las páginas implicadas, pero una obra maestra de la que te saltas páginas
sistemáticamente tampoco parece demasiado seria.
La
caracterización de los personajes también resulta curiosa. Los hobbits se
describen con una minuciosidad tal que lo único que se echa en falta es una
disección sistematica de su anatomía interna (preferiblemente con laminas) y
una descripción algo más detallada de su vida sexual. Capítulos enteros parecen
un manual de como comen, bailan, hablan, juegan, se divierten, que número de
pie y de sombrero calzan normalmente, etc. En cambio, otras razas simplemente
parece que pasaban por allí. De los elfos prácticamente la única información
que se ofrece es que son increíblemente hermosos, que les gusta pasear de noche
y que brillan en la oscuridad como el gusanito Gusiluz. Los enanos en cambio
tienen querencia por las cavernas, son bajitos, fuertes y de humor tendiendo a
bronco. Las razas de los hombres no merecen casi ni esa descripción, porque el
autor asume, con buen criterio, que todo el mundo sabe cómo es un hombre y no
hay que gastar demasiada saliva al respecto. El resultado es que a veces uno
tiene más la impresión de estar asistiendo a un reportaje del National
Geographic sobre antropología hobbit que leyendo una novela de fantasía.
Otro
punto interesante es el modo en que este libro ha acabado ocupando uno de los
lugares preferentes en las listas de lecturas recomendadas de determinados
grupos neonazis. Ni el mas ferviente defensor de la obra puede silenciar el
hecho de que los buenos suelen ser altos, rubios y norteños mientras que los
malos son negros, bajitos y del sur. En una novela que al parecer exalta los
valores de la amistad y el compañerismo, los elfos, los más guapos entre los
guapos, mantienen una relación con sus coetáneos que oscila entre el asco y el
desprecio por orcos y enanos a la conmiseración y la pena teñida de un fuerte
sentimiento de superioridad paternalista ante el destino de los hombres. Los
enanos no pueden ver a los elfos. Los orcos y los hombres no pueden ver a
nadie. Pero por si esto fuera poco, aparte de una guía exhaustiva de las
bondades del white power la obra también resulta en ocasiones
excesivamente maniquea. Los buenos son buenísimos, y los malos malísimos. Pero,
además de malos, son tontos, como manda el canon. Tomemos como ejemplo a los
terribles Nazgûl, los jinetes negros (como no podía ser de otro modo). Son
malvados, son perversos, su sola presencia despierta el más abyecto de los
temores (y se nos repite hasta el hastío, para que no se nos olvide). Sin
embargo, en toda la novela (y como comenté más arriba son un buen montón de
páginas) estos presuntos seres terroríficos no se comen un rosco. En su primer
encuentro les quitan de en medio con una vulgar riada y durante el resto del
libro no consiguen liquidar más que a un personaje secundario que, por otra
parte, llevaba escrito en la frente que iba a morir casi desde el momento de su
aparición.
Este
maniqueísmo se trasluce también en el supuesto carácter épico de determinadas
escenas, otro argumento que repiten empalagosamente muchos de los admiradores
del libro. Lo curioso es que a nada que se analizan con cierta profundidad las
diferentes batallas en busca de la tan codiciada épica, se descubre que se
libran sistemáticamente de acuerdo con un esquema completamente repetitivo: una
cuadrilla de defensores del bien (en inferioridad numérica) se enfrentan a una
horda abominable de malos malosos que los superan ampliamente en número.
Entonces, y justo cuando están a punto de ser pasados a cuchillo, tiene lugar
una intervención milagrosa que salva la jornada y pone a los malos en
desbandada. Dicen que la valía de un guerrero se mide por la bravura de sus
enemigos, pero de aplicar esta regla a El señor de los anillos el
resultado final sería que ninguno de los supuestos héroes acabaría valiendo
gran cosa.
No
quiero dilatar por más tiempo el catálogo de despropósitos de este libro.
Podríamos hablar del fastuoso papel de la mujer, limitado a tres caracteres
secundarios bastante irrelevantes. Podríamos discutir alguno de los
interesantes errores de consistencia, como el elfo muerto que Tolkien resucita
para hacer un papelito secundario porque tiene un nombre bonito o el Balrog que
despliega unas alas que al parecer no existen para dar más miedo (a pesar de lo
cual, por supuesto, lo liquidan). Podríamos hablar también de su carácter
antiecológico, debido al cual especies enteras son conducidas a la extinción
simplemente por no encontrarse con el bando adecuado a la hora de escoger
lealtades. No merece la pena. A tenor de lo dicho hasta ahora, que cada cual
saque sus propias conclusiones. Simplemente decir a todos aquellos que en su
día no pudieron con esta obra que no tienen nada de lo que avergonzarse. Antes
al contrario, cuentan sin dudarlo con toda mi simpatía.
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