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Cristóbal Pérez-CastejónMartillo de elfos
Más mediocre
de lo que pensáis

Cristóbal Pérez-Castejón


J.R.R. Tolkien
El señor de los anillos

Tres ladrillos por el precio de uno

El señor de los anillos

Si tuviéramos que escoger un libro como la obra maestra por excelencia del genero de fantasía, sin duda muchos elegirían El señor de los anillos, de Tolkien. Con el correr de los años, cientos de miles de lectores de todos los países han devorado sus páginas embelesados ante tamaña maravilla. Sesudos especialistas han pasado interminables horas analizando los arcanos de las lenguas inexistentes que pueblan su universo, o continuan debatiendo en encendidas disputas oscuros aspectos de la consistencia de la obra. En ciertos círculos, afirmar que no te gusta El señor de los anillos es considerado prácticamente como una prueba irrefutable de debilidad mental. Y muchos lectores, abrumados ante el sentimiento de culpa producido por su incapacidad para disfrutar de tan brillante obra de arte, recaen una y otra vez en una relectura estéril de sus páginas esperando que, con la repetición, se produzca la iluminacion que les conduzca al nirvana que prometen los admiradores del objeto de sus pesadillas.

¿Es verdaderamente El señor de los anillos tan maravilloso como lo pintan? De entrada, el lector que se aproxima por primera vez a la obra descubrira sorprendido que no hablamos de un libro, sino de tres. Y de tres volúmenes de regulares dimensiones, por cierto. De hecho en más de una ocasión he llegado a preguntarme si una de las razones del éxito de la novela no procederá precisamente de la sensación de alivio que genera el culminar, con las facultades mentales intactas, la magna hazaña de leerla de un tirón. Porque no nos engañemos: El señor de los anillos es una obra a la que le sobran páginas. La prosa que Tolkien utiliza es perfecta y muy rica. Pero no es menos cierto que el arte a la hora de poner ladrillos no le quita ni un gramo de peso a una interminable pared de los mismos.

Buena parte de la culpa de ese enorme número de páginas procede de la desbordante riqueza del universo que describe. En efecto, este es uno de los puntos que suelen esgrimirse con mayor frecuencia a la hora de cantar las bondades del libro. El autor asume en El señor de los anillos el reto de recrear un mundo entero, con su historia, su botánica, su gastronomía e incluso la gramática de los idiomas en los que se expresan sus habitantes. Pero como Borges señaló en alguno de sus relatos, la labor de construir un universo infinitamente detallado resulta en sí misma una tarea infinita. En muchos pasajes de El señor de los anillos uno se ve abrumado por fugaces visiones de esa infinitud: los personajes, sus pasados, sus relaciones familiares hasta la décima generación y la profusión de oscuros detalles de reinos desaparecidos miles de años antes de los acontecimientos que se narran pueden producir a veces una profunda sensación de hastío en el lector. Aparte, por supuesto, de sobrecargar peligrosamente su capacidad de retentiva y su memoria.

Otro punto a tener en cuenta es el estilo de la narración. Tolkien era profesor de literatura medieval, y ciertamente eso es algo que se aprecia entre las páginas del libro. El señor de los anillos tiene una estructura muy semejante a la de muchas sagas clásicas. El problema es que para muchos lectores modernos, el meterse un chute de Beowulf directamente en vena suele resultar mortal. Especialmente sangrante resulta el tema de las canciones: da la impresión de que cada x número de páginas era preciso introducir por sistema un poema o una canción para animar el cotarro y mantener el ambientillo medieval. Quiero creer que es un efecto colateral del proceso de traducción, pero lo cierto es que al menos en mi caso las malditas canciones acabaron por producirme urticaria. El truco, bien conocido por muchos de los que se han acercado a esta obra, consiste en saltar disimuladamente y sin demasiado rubor las páginas implicadas, pero una obra maestra de la que te saltas páginas sistemáticamente tampoco parece demasiado seria.

La caracterización de los personajes también resulta curiosa. Los hobbits se describen con una minuciosidad tal que lo único que se echa en falta es una disección sistematica de su anatomía interna (preferiblemente con laminas) y una descripción algo más detallada de su vida sexual. Capítulos enteros parecen un manual de como comen, bailan, hablan, juegan, se divierten, que número de pie y de sombrero calzan normalmente, etc. En cambio, otras razas simplemente parece que pasaban por allí. De los elfos prácticamente la única información que se ofrece es que son increíblemente hermosos, que les gusta pasear de noche y que brillan en la oscuridad como el gusanito Gusiluz. Los enanos en cambio tienen querencia por las cavernas, son bajitos, fuertes y de humor tendiendo a bronco. Las razas de los hombres no merecen casi ni esa descripción, porque el autor asume, con buen criterio, que todo el mundo sabe cómo es un hombre y no hay que gastar demasiada saliva al respecto. El resultado es que a veces uno tiene más la impresión de estar asistiendo a un reportaje del National Geographic sobre antropología hobbit que leyendo una novela de fantasía.

Otro punto interesante es el modo en que este libro ha acabado ocupando uno de los lugares preferentes en las listas de lecturas recomendadas de determinados grupos neonazis. Ni el mas ferviente defensor de la obra puede silenciar el hecho de que los buenos suelen ser altos, rubios y norteños mientras que los malos son negros, bajitos y del sur. En una novela que al parecer exalta los valores de la amistad y el compañerismo, los elfos, los más guapos entre los guapos, mantienen una relación con sus coetáneos que oscila entre el asco y el desprecio por orcos y enanos a la conmiseración y la pena teñida de un fuerte sentimiento de superioridad paternalista ante el destino de los hombres. Los enanos no pueden ver a los elfos. Los orcos y los hombres no pueden ver a nadie. Pero por si esto fuera poco, aparte de una guía exhaustiva de las bondades del white power la obra también resulta en ocasiones excesivamente maniquea. Los buenos son buenísimos, y los malos malísimos. Pero, además de malos, son tontos, como manda el canon. Tomemos como ejemplo a los terribles Nazgûl, los jinetes negros (como no podía ser de otro modo). Son malvados, son perversos, su sola presencia despierta el más abyecto de los temores (y se nos repite hasta el hastío, para que no se nos olvide). Sin embargo, en toda la novela (y como comenté más arriba son un buen montón de páginas) estos presuntos seres terroríficos no se comen un rosco. En su primer encuentro les quitan de en medio con una vulgar riada y durante el resto del libro no consiguen liquidar más que a un personaje secundario que, por otra parte, llevaba escrito en la frente que iba a morir casi desde el momento de su aparición.

Este maniqueísmo se trasluce también en el supuesto carácter épico de determinadas escenas, otro argumento que repiten empalagosamente muchos de los admiradores del libro. Lo curioso es que a nada que se analizan con cierta profundidad las diferentes batallas en busca de la tan codiciada épica, se descubre que se libran sistemáticamente de acuerdo con un esquema completamente repetitivo: una cuadrilla de defensores del bien (en inferioridad numérica) se enfrentan a una horda abominable de malos malosos que los superan ampliamente en número. Entonces, y justo cuando están a punto de ser pasados a cuchillo, tiene lugar una intervención milagrosa que salva la jornada y pone a los malos en desbandada. Dicen que la valía de un guerrero se mide por la bravura de sus enemigos, pero de aplicar esta regla a El señor de los anillos el resultado final sería que ninguno de los supuestos héroes acabaría valiendo gran cosa.

No quiero dilatar por más tiempo el catálogo de despropósitos de este libro. Podríamos hablar del fastuoso papel de la mujer, limitado a tres caracteres secundarios bastante irrelevantes. Podríamos discutir alguno de los interesantes errores de consistencia, como el elfo muerto que Tolkien resucita para hacer un papelito secundario porque tiene un nombre bonito o el Balrog que despliega unas alas que al parecer no existen para dar más miedo (a pesar de lo cual, por supuesto, lo liquidan). Podríamos hablar también de su carácter antiecológico, debido al cual especies enteras son conducidas a la extinción simplemente por no encontrarse con el bando adecuado a la hora de escoger lealtades. No merece la pena. A tenor de lo dicho hasta ahora, que cada cual saque sus propias conclusiones. Simplemente decir a todos aquellos que en su día no pudieron con esta obra que no tienen nada de lo que avergonzarse. Antes al contrario, cuentan sin dudarlo con toda mi simpatía.


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