Con Manolito Telar
siempre nos hacíamos unas risas. De nuestro grupo de niños de la edad del
desarrollo (como los de ahora en Cuéntame, pero sin gazapos históricos)
él fue siempre el más adelantado de todos. Leía colecciones completas de tebeos
en francés, porque su padre tenía un hermano emigrante que trabajaba de
conserje en la redacción de Pilote y le mandaba cajas y cajas enteras de
tebeos franchutes que vendíamos de soslayo en las tardes de verano, de suerte
que en toda mi ciudad, porque ya se conocían las aventuras de Blueberry y
Michel Tanguy y Astérix y Aquiles Talón, la distribuidora siempre tenía que
quedarse con paquetones enormes de Bravo, Gran Pulgarcito, DDT o Mortadelo,
porque no los compraba nadie. No es que nosotros entendiéramos francés, pero
los dibujitos los veíamos mejor que como luego se publicaban en España, así que
la culpa del fracaso de Editorial Bruguera hay que echársela, no al pobre Manolito
Telar, sino a su tío el conserje, que nos llenó la infancia de bandes
dessinnées y el espíritu de la grandeur para los restos.
Qué tiempos
aquellos. La influencia de Manolito Telar en mi vida ha sido siempre decisiva.
Me ganaba siempre al futbolín, a las canicas, al contra, al tula y al tres en
raya, pero yo corría más que él y podía dar la vuelta al patio y darle dos
cargotes en la espalda, seguir corriendo, dar otra vez la vuelta y darle otros
dos cargotes sin que el carajote se diera cuenta de que para darme una torta
nada más que tenía que darse media vuelta. Pero Manolito Telar era así, un alma
sencilla. Recuerdo que una vez Jose Mari Pou y yo le endiñamos una hostia
contra la portería del colegio, y el pobre Manolito se quedó pío pío en el suelo,
con los ojos en blanco y murmurando algo en arameo. Luego estuvo toda la tarde
diciendo cosas raras, sin entendernos lo que le decíamos ni nosotros entender
lo que nos decía él, hasta que al educador de turno (el jefe de estudios, de
quien hacíamos tiras de cómics donde lo vestíamos de superhéroe, el SuperChuli)
decidió que lo mejor era aplicar terapia de shock y volver a darle contra la
portería. No funcionó contra la de fútbol. Ni contra la de balonmano. Ni contra
la de voleibol. Pero sí con la de baloncesto, fíjese usted qué cosas. Al tercer
o cuarto cosqui, Manolito Telar ya volvió a hablar normal. Sólo dijo que le
dolía un poquito la cabeza.
Ah, Manolito Telar,
jamás he reconocido que aquella experiencia tuya con la amnesia y el idioma
raro fue el punto de arranque de donde se inspiró el que iba a ser mi primer
relato publicado y premiado, "Habrá un día en que todos", donde la
humanidad se despierta hablando una mañana el mismo idioma.
Pero es que Manolito
Telar siempre fue un precursor de su tiempo. Sus dos hermanas gemelas tan
rubias y tan macizas, con aquellos tangas amarillos donde se les trasparentaba
el totus tuus cada vez que salían de darse un chapuzón en la playa,
Maribel y Clara, fueron la inspiración no casual de mi primer relato erótico-cienciaficcionero,
"La luna pálida", o cómo hacer cochinerías de lesbianas clónicas
recordando cómo me atacaron las dos leonas aquel fin de año, mientras su
hermano daba campanadas subido a una silla (como Ortega Cano en Sudamérica,
oigan) y yo me lo comía todo por partida doble y las gemelas me hacían
cosquillitas la mar de divertidas en la habitación de al lado. Maribel, Clara,
todavía os echo de menos. Cuando queráis, hacemos la segunda parte de "La
luna pálida". Total, quien hace un clon hace ciento.
Cuando Manolito
Telar se marchó a la mili y volvió hecho un hombre (es un decir, porque a
partir de entonces quiso llamarse Eva Bibiana), después de una prometedora
carrera literaria donde incluso ganó alguna flor natural como poeta en el
concursito de algún pueblo, vi que aquel hombre (es un decir) era una mina. Me
contaba y no paraba de las novatadas que había sufrido en la mili, algo a lo
que no estaba preparado después de la tranquilidad relativa que había
experimentado en su año y pico de paso por el seminario (parece que le dio una
crisis de fe cuando se enteró de que sus hermanas gemelas se lo montaban con
todo el barrio, conmigo incluido), y cómo tenía un sargento bestia y un amigo
llamado Salva que le servía de consuelo en las noches de guardia. Manolito
Telar volvió de la mili algo trastocado, es verdad, y mientras me contaba y no
paraba yo iba tomando notas. Al final, cambiando dos o tres detalles, en vez de
Manolito Telar o Eva Bibiana (como insistía que lo llamara mientras se retocaba
el rimmel) se convirtió en Hamlet Evans, y gran parte de su vida me inspiró el
relato de Lágrimas de luz. La parte de Castigo del libro, sin duda la
más descarnada y conmovedora, me la inspiró asímismo mi buen amigo (¿amiga?)
que en plena transición, poco después de que los socialistas llegaran al poder,
se ganó la vida en la calle Plocia y el barrio del Pópulo alquilándose por
medias horas a los marineros con pase de pernocta que llegaban en buques
escuela argentinos, bolivi-anos, mexic-anos, colombi-anos, ecuatori-anos,
peru-anos, y hasta gadit-anos. Una obsesión culil, la de aquel muchacho. Alguna
anécdota suya (cuando encontró un cheque al portador mientras le hacía un
mamiblue a un calvo doble, por ejemplo) me inspiraron relatos como
"Cenicienta de asfalto" o "De entre la niebla".
Manolito Telar (o
Eva Bibiana, como ustedes prefieran) las pasó putas, y nunca mejor dicho,
durante un buen montón de años. Le empezaron a salir granitos y pústulas y
arrastraba los pies y le olían los sobacos, y de ahí me inspiré sin duda en el
personaje Weirdo Willy de otro de mis relatos de la época, "Último adiós
en Dulce Ofelia". Pero Manolito Telar de pronto se curó, y hasta achacaba
aquello a un improbable milagro: hizo promesa, salió en procesión el viernes
santo detrás del Santo Entierro, y en un momento de paroxismo, quizá intoxicado
por el humo del inciensario del acólito que llevaba delante, se encaramó a lo
alto del paso y empezó a pedir un milagro. Lo que consiguió fue que el hermano
varilla le diera con la varilla en todos los morros, resbalarse de lo alto del
catafalco y darse una piña enorme contra el suelo, donde un puñado de
penitentes, al verlo tan escuchimizado, y aprovechando que parecían del
Ku-Klux-Klan, le bailaron el kasachoff en las espaldas, aunque luego pusieran como
excusa que se estaban resbalando con la cera que pone perdido todo el asfalto.
El milagro se
produjo. O el trauma de los golpes, vayan ustedes a saber. Manolito se curó, y
hasta dejó de ser Eva Bibiana. De aquel momento sublime en la historia de mi amigo
surgió la historia del hallazgo del sarcófago de Cristo en otro planeta,
"Y sobre esta piedra". Quienes despotrican de la Semana Santa no
saben la cantidad de buenas ideas que puede proporcionar a los escritores de
ciencia-ficción y fantasía, como muy bien sabe Angel Torres Quesada y se
encarga de promulgar a los cuatro vientos en su interesante lista de correo.
También a Manolito
Telar se deben algunos otros momentos estelares de mi producción: el
limpiacoches de "Cuando el ámbar asomaba" (adivinen quién era), el
borrachín Dennis Bach de "Ragnarok en las playas de Itaca", parte del
Esnar Lodbrod de La leyenda del Navegante (sobre todo la nariz), las
dudas de personalidad del Jason de Mundo de dioses y, sobre todo, el
boxeador Torre que protagoniza mi última novela aún inédita. Manolito Telar,
redimido y convertido en cuidador de jardines del Excelentísmo Ayuntamiento de
la Muy Noble, Muy Leal y Muy Parada Ciudad de Cádiz, no tiene reparos cada vez
que me ve y no me da tiempo a esquivarlo en contarme historias hermosísimas de
lo que acontece en la rúa (en palabras de Machado), en especial las apariciones
y desapariciones de un niño fantasma con pantalones raros en el jardín de
Varela que él cuida cuando no está dándole al Don Simón. Sí, señores, lo reconozco.
La bella historia (según consenso unánime de todos ustedes) que bauticé
"Una canica en la palmera" y algún editor desaprensivo confundió con
"La canica en la palmera" (y que algún cronista acaparador de
direcciones de revistas ha conseguido acabar de confundir con "La canica y
la pantera") es un hecho verídico que para sí quisiera Paco Gandía, el de
los garbanzos. Pero no existe Lucía, la niña, sino Manolito Telar, cuyas dos
hermanas gemelas (Maribel convertida en Patricia y Clara transformada en madre
de la inexistente Lucía) todavía acosan mis madrugadas en soledad. Qué tiempos
aquellos. ¿Dónde tendré sus teléfonos?
La gran incógnita es
qué nuevos hallazgos, vitales e imaginativos, acabará por ofrecer la figura
capital de Manolito Telar a la historia de la ciencia-ficción española tal como
yo la voy formando. ¿Encontrará pruebas de que existe vida en otro planeta o al
menos en la tumba de Falla, en las entrañas de la catedral de Cádiz? ¿Abrirá un
portal entre mundos mientras trabaja en uno de sus jardines? ¿Revertirá una vez
más a su otra personalidad de travesti sandungero y propiciará, quizá por medio
de Elia Barceló, que lo conoció en la Hispacón del 95 mientras mendigaba por la
Calle Ancha, una segunda parte de la excelsa Consecuencias naturales cuyo
título sea Consecuencias naturales desnatadas o Consecuencias
Vitalínea? Y, ahora que lo pienso, puesto que Angel Torres Quesada también
conoce a Manolito Telar (o a Eva Bibiana) pues de vez en cuando entra a tomarse
unos petisuís en su pastelería... ¿qué le deberá el Orden Estelar a mi amigo?
¿Está basado en él Alice Cooper... que, como todo el mundo sabe, menos ATQ, es
el nombre de un cantante masculino? ¿Aparece siquiera de rondón en la trilogía
las Islas de las Torres? ¿Será uno de los moracos que aparecen en Los
vientos del olvido?
En cualquier caso,
la aportación de Manolito Telar a la ciencia-ficción española, si bien no como
creador directo, es capital. Desde aquí, propongo a la junta directiva de la
futura Asociación Cthulhu (por lo impronunciable), que tomará las riendas de la
actual y anquilosada AEFCF (o como se deletree), que empiece ya a pensarse en
otorgar el Ignotus a la labor de toda una vida a ese hombre, a ese
travesti, a ese sufrido ser humano, inspirador de genios, que es Manolito Telar.
Nobleza obliga.
Archivo de La Memoria Es Telar
|