Aunque sin alcanzar
las cotas del increíble nº 2, y tras el interesantísimo nº 3 (recuerden,
aquellos apócrifos -culminación en clave gore de la mítica serie
de Dune- encontrados por Brian Herbert en el frigorífico del chalet de
su padre), la ya nada humilde Ediciones Torcal vuelve a descolocar al mundo
editorial español con la publicación en nuestro país de la última novela de
Orson Scott Card, obra que, además de suponer el cierre definitivo a la
universal saga de Ender, viene precedida por la enorme consideración que ha
despertado entre críticos y lectores norteamericanos.
Ender el suicida se mueve sutilmente entre la tragedia y la
melancolía, entre el homenaje y el desvarío, buscando (y consiguiendo)
despertar en el lector un desajuste emocional que alcanza su clímax en la
última página. Card, maestro de maestros en el arte conductista, arrastra al
espectador de este salvaje ejercicio de voyeurismo masoquista por los
oscuros senderos de la ignorancia, ocultándole durante toda la novela el
verdadero objetivo (nunca sospechado) que se esconde en su incoherente trama.
Al final, todo encaja milagrosamente, y el lector se da cuenta, entre un mar de
lágrimas, de que ha sido -una vez más- un pobre juguete en las manos del
mormón. Pero esa conclusión última es tan grande, tan colosal en sus
implicaciones, que uno no puede más que rendirse al talento natural del
escritor y decirse a sí mismo "sí, Card, quiero ser tu pelele".
Más contento con su
última trilogía que con la tetralogía anterior, Card apuesta por el
continuismo, se lanza a tumba abierta y decide cargarse el mito que él mismo
engendró. Y por la vía dura. La novela utiliza con pericia jasmás vista la
técnica del flashback y nos muestra a un Ender anciano, prisionero en el
penal de un remoto mundo, revisando los distintos episodios de su vida para
tomar una trascendente decisión. Desde el principio, la visión descarnada de
las primeras páginas evidencia que las maldiciones que el escritor Rafael Marín
dijo haberle escuchado proferir hacia Ender en la entrevista que el gaditano le
hizo en su casa no eran una invención; el odio que el autor ha desarrollado con
el tiempo hacia su personaje más famoso se hace aquí patente.
Card, actuando como
un padre envidioso de su hijo, como moderno Abraham, procede a poner en
ridículo públicamente a su creación, desarrollando punto por punto los
escabrosos detalles de la infancia de Ender. La tardía edad a la que dejó de
mojar la cama, las vomitonas ante sus compañeras de colegio cuando se ponía
nervioso, su escaso amor al agua o las continuas agresiones psicológicas para
con sus hermanos van detallándose sin compasión, una por una, hasta llegar a la
época de la Escuela de Batalla. Bean, que se reivindica, al igual que en La
sombra de Ender, como una figura colosal, fue desplazado del destino que le
pertenecía por los sucios manejos de Ender, un ser envidioso y obsesivo al que
sus compañeros acabarían denominando "Ponzoña" Wiggin.
La segunda parte del
libro, en la que nos reencontramos con un Ender ya maduro y dado a la bebida,
es, si cabe, aún más oscura y fangosa. La acción se sitúa en los años perdidos,
en Lusitania. Escenas como aquella en la que retoza con los cerdis,
revolcándose en la cochinera, o esa otra en la que en plena curda comete la
atrocidad de comerse un filote de insector zángano, o la Coca Cola que derrama
aposta sobre el teclado de Jane son de una crudeza ineludible, de grado tal que
provoca en la mente de cualquier lector una insoportabilidad como no sufría
desde la lectura de las novelas de Heinlein.
En la tercera y
última parte del libro, sin embargo, saltamos sin explicación previa al Ender
más conocido, muy alejado del loser presentado en las dos anteriores
partes. Confeccionada como un crossover, algo poco habitual en el
género, esta parte coloca a nuestro protagonista frente a frente con el Miurón,
figura central de El fin de Hyperión, de Dan Simmons (Ediciones Torcal,
nº 1), en un inconfundible homenaje a la novela que más ha marcado a Card en
los últimos años, Richard Sharpe and the battle of Fuentes de Oñoro, del
británico Bernard Cornwell. La acción se desborda y el libro comienza a escupir
sangre ininterrumpidamente durante más de un tercio de su longitud. Cuando el
enfrentamiento final está a punto de entrar en su mejor capítulo, a falta de
dos páginas para la conclusión de la novela, esta tercera parte concluye
abruptamente. Ender logra jauntear hasta las espaldas del monstruo metálico,
incapacitado éste para entrar en fase, y, en lo que en principio parece ser un
error de imprenta, la última línea se interrumpe para no seguir.
Con el tufillo de
posible tomadura de pelo flotando en el ambiente, tras 1.255 desconcertantes
páginas, la apoteosis. Mientras uno llega a la conclusión de que no hay Dios
que case eso, y menos en página y media, el breve epílogo, de belleza
inenarrable, clava una puñalada traumatizante al lector de la que no logra
curarse en meses. Historia de la literatura desde el momento de salir al
mercado, nunca jamás se había visto tal condensación de emociones en tan pocas
líneas. No voy a desvelar qué medida toma el protagonista en última instancia,
utilizando una cuerda y una silla (ya saben que soy enemigo declarado de
adelantar nada de un libro), pero no sólo hace que todo cuadre, sino que además
lo logra con coherencia.
Sin duda, Card lo ha
conseguido de nuevo. Ender el suicida representa el primer mito
literario del siglo XXI.
James G. Brown
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