Sucedió en los 80. John Byrne se acercaba desde la ortodoxia a la perfección estética, conjugando plasticidad e ideas nuevas; Alan Moore sentenciaba en perspectiva iconoclasta la corrección política y estrechez clásica argumental norteamericana; en el centro de todo, un guionista colosal llamado Frank Miller, exudando sinceridad, huía de esos dos extremos utilizando un método mil veces intentado, aunque nunca de forma veraz: empujar a los personajes de siempre hasta territorios extremos, allí donde jamás había llegado superhéroe alguno. Así, dotó de humanidad a un personaje tradicionalmente segundón, Daredevil, regalando a los lectores una de las mejores obras que jamás haya visto el medio -Born Again- para, posteriormente, relanzar a un mito cuyos matices oscuros, en estado latente desde su creación, nunca habían sido explotados a conciencia: Batman, el hombre murciélago.
En El regreso del Señor de la Noche, Miller despliega todo un abanico de personajes irrepetibles, acercándolos al lector mediante la continua exposición de sus pensamientos y diálogos. En su forma de entender el cómic, ellos siempre han sido lo más importante, vehículos de una sinceridad que sobrecoge, de una honestidad brutal. Desempeñan su papel con la dignidad propia de quien asiste a la muerte de un icono, de un ser casi mitológico.
El malvado Dos Caras nunca tuvo opciones. No importa el aspecto físico, pues Batman sabe (y con él todos) que la auténtica fealdad reside en el interior, que la belleza exterior no es más que un disfraz, una máscara tras la que esconderse. Joker, representación del mal, debe su razón de ser a la existencia del bien: si no hay Batman no hay Joker. Al contrario de lo clásicamente aceptado, si no hay héroe no hay villano: en este caso, la encarnación del Joker más perversa que se haya visto nunca, quizás por ser la última. Sabe que su única oportunidad de triunfo está en robar la "virginidad" de Batman ensuciando su nombre, de arrastrarlo definitivamente al otro lado, allí donde ya no podrá esconderse tras los valores éticos que mantienen su cordura.
El Batman crepuscular necesita a alguien que cargue con un peso que ya no es capaz de soportar; por eso busca, más que acepta, al nuevo Robin. Superman, su única competencia en todos estos años, epítome del bien, único ser a quien se podría considerar éticamente superior, sufre el rencor de Batman. Por obligarle a abandonar años atrás, y por lo que representa. Para él es un ser débil, sin matices, y por tanto incompleto, un dios que por su condición nunca podrá comprender a un hombre vulgar. Han pasado los años, y entre ellos ya no hay disfraces. Ellos son Clark y Bruce, dos personas, dos iguales. Del esperado enfrentamiento final entre ambos sólo puede morir el más debil, Bruce Wayne. La conclusión final es lógica y estuvo ahí siempre: sin personalidad secreta, Batman ya no tiene por qué ocultarse bajo el disfraz de Wayne. Si en Born Again, Miller asesinaba al superhéroe como medio para que el ser humano se encontrara a sí mismo, aquí procede a lo contrario. Matt Murdock se disfrazaba de Daredevil; Bruce Wayne siempre fue la máscara tras la que se protegía el ser real, Batman. Miller juega con lo que siempre le ha gustado, la dualidad y el sentido moral, demostrando con maestría que en sus terrenos reina el claroscuro.
Estéticamente, el dibujo sacrifica el preciosismo por la fluidez de la narración, y aunque en algunos momentos se muestra confuso, en otros compone viñetas de una brillantez apabullante, en las que la forma adquiere más valor que el detalle. Oportunidad única, pues, de recuperar en edición de lujo (que incluye como complemento el argumento original del último acto) una obra imprescindible del cómic de superhéroes y a uno de sus indiscutibles maestros. El precio no puede estar más acorde con una obra que, conceptualmente, es más rica que muchos libros juntos. Echen cuentas.
Santiago L. Moreno
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