Concluir la lectura de una serie, sobre todo si esta es larga, es una experiencia que suele ir acompañada de dos sentimientos netamente contradictorios. La sensación liberadora de cerrar por fin una historia inconclusa choca con esa cierta tristeza sentida por los universos y personajes a los que, con el lento transcurrir del tiempo, se ha acabado cogiendo cariño, pero a los que no se ha de retornar jamás. La novela que nos ocupa, encargada de finalizar el monumental Ciclo del Centro Galáctico de Gregory Benford, es una demostración palpable de esta paradoja emocional.
Benford unifica las dos líneas principales que han dado sustento a la serie durante casi veinte años, y crea una obra coral en la que los principales protagonistas de ambas -la familia Bishop y el extemporáneo astronauta Nigel Walmsley- se reúnen para saldar cuentas con los terribles mecs y de paso otear el lejano futuro del universo. Este último volumen del ciclo transcurre por entero en esa anomalía espacio-temporal conocida como esti que ya fuera presentada en la innecesaria Abismo frenético. Aquí puede apreciarse con mayor claridad, mucho mejor que en la mencionada quinta parte, esa especie de mundo río en continuo conflicto consigo mismo en el que Killeen y Toby, padre e hijo, lucharán con todas sus fuerzas por volver a reunirse, y el anciano Walmsley logrará atisbar al fin los hilos que mueven los destinos del cosmos y conocer a los supremos titiriteros que los manejan.
En esta nueva muestra de la ciencia-ficción más flagrantemente hard, el autor especula con la existencia de inteligencias fuera de escala y utiliza, como muchos otros autores del género en la década de los noventa (ciberpunks incluidos), las teorías dawkinianas de los memes, situando a éstos ya no sólo como entidades superiores, sino también como un elemento más de la cadena alimenticia cósmica. El destino final de las luchas entre orgánicos y mecánicos se manifiesta como un simple movimiento casual en el inescrutable juego de los dioses.
Como es habitual en toda la serie, la inquebrantable imaginación de Benford y su capacidad para concebir ideas de nivel superior conviven, en lo que ya supone una larga simbiosis, con las manías argumentales y de estilo a las que el autor nos tiene acostumbrados. Episodios como el de la búsqueda de Toby río arriba, que despierta reminiscencias del viejo Mississippi en el que Mark Twain colocara a sus más eternos personajes, o el del viaje de la familia Walmsley -auténtica familia de Robinsones, aunque no suizos- aportan muchos puntos para que la impresión final del lector sea desigual; aún más si consideramos que tampoco permanece ausente el habitual gusto del escritor por repetir ideas previamente utilizadas en algunas de sus obras, como es el caso esta vez de la aparición de cierto mapache que ya fuera protagonista en Tras la caída de la noche, continuación del maravilloso clásico de Arthur C. Clarke.
En todo caso, el ingenioso final con que Benford entona el adiós a su obra más larga merece con creces la lectura de la novela. Los que esperaran, debido a la abusiva repetición de este recurso en las últimas obras del género, la aparición del consabido virus informático para acabar con los alienígenas mecánicos se encontrarán con algo sutilmente distinto; algo que demuestra por otra parte que el escritor norteamericano tenía las cosas en la cabeza desde hace bastante tiempo.
Navegante de la luminosa eternidad no es, sin duda, el mejor volumen del Ciclo del Centro Galáctico, pero tampoco es el peor, lo que es mucho decir en una serie cuya calidad media es notable.
Santiago L. Moreno
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