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Las partículas elementales
Las partículas elementales
Michel Houellebecq
Título original: Les particules élementaires
Trad. Encarna Castejón
Círculo de Lectores, 1998

A veces tengo la impresión de que la ciencia-ficción está perdiendo sitio como género independiente absorbida por una corriente de la literatura general que ha abandonado la recreación del pasado, aunque sea inmediato, para ambientar sus ficciones en el mismo filo del futuro.

En este sentido, Las partículas elementales se sitúa en un tiempo indeterminado, en la Francia de hoy mismo y también de pasado mañana, para hacer un diagnóstico de las sociedades europeas de principios de siglo que más parece una autopsia. La tesis de Michel Houellebecq, que alcanza su conclusión lógica en el inesperado capítulo final, es que Fukuyama tenía razón: hemos alcanzado el fin de la historia, la civilización occidental está agotada y nada tiene que ofrecer salvo artículos de consumo, ni sus ciudadanos otra alternativa que suscribirse a canales televisivos de pago o peregrinar a las áreas comerciales para combatir el aburrimiento.

Houellebecq, que es junto con Daniel Pennac la nueva estrella de las letras francesas, posee la rara capacidad de condensar en una novela los temores, esperanzas y frustraciones de la generación a la que pertenece con una eficacia que docenas de textos de sociología combinados no poseen y sin caer en efectismos fáciles. La peripecia de los dos hermanastros protagonistas apenas presenta estridencias, sus vidas se deslizan hacia el fracaso desde el mismo principio y ninguno de los dos, a pesar de las diferentes maneras de comportarse, evita que la soledad absoluta y la falta de objetivos sean sus últimos compañeros. Mientras van envejeciendo y adoptando distintos estilos de vida, estos miembros de la clase media-alta francesa nos permitirán asistir al abatimiento de los supuestamente privilegiados, su vacío, la crisis de las relaciones personales e incluso, al tiempo que se evidencia el ocaso del pensamiento burgués, mostrar la ridiculez de los sistemas que se le han planteado y plantean todavía como alternativa.

Las partículas elementales dista de ser una lectura cómoda. Plantea su tesis y la defiende con una solvencia que a más de uno le hará revolverse en el asiento. Tampoco ofrece asideros para esquivar el naufragio. Izquierdas, derechas, utopías, es igual: hay palos para todos. La sensación de callejón sin salida que provoca el libro puede resultar agobiante y el único pero que le encuentro es la falta de un toque de humor que suavice el trago. Porque si bien el último capítulo supone un insospechado final feliz, la forma en que se presenta (y que hace que nos demos cuenta de que todo el libro es ciencia-ficción y encima hard. Tiembla, Benford) contribuye a incrementar su impacto.

Como sólo consiguen las grandes novelas, ésta cambia la perspectiva del mundo de quienes la leen. Algo extremadamente valioso, una especie de equivalente adulto del descubrimiento de que los Reyes Magos son los padres. Y no menos puñetero.

Ramón Muñoz

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