Bernard Cornwell es un folletinista documentado. Un escritor popular con pretensiones, no tantas como para convertirlo en un peñazo, pero sí las suficientes para transformar meras novelas de a duro en entretenimientos dignos y con un punto de sofisticación. Cornwell es conocido en nuestro país por la serie del fusilero Richard Sharpe en las guerras napoleónicas, de la que lleva publicados una barbaridad de volúmenes y que no presenta sus mejores virtudes como escritor: demasiados tópicos, personajes poco apetecibles y una ambientación histórica que, si bien está apoyada en sólidas bases documentales, no resulta excesivamente atractiva.
Por el contrario, la trílogía Crónicas del señor de la guerra, en la que recrea los mitos artúricos desde una óptica "realista" (es decir: nada de brillantes armaduras y virtudes caballerescas, sino mesnadas de cafres enmelenados y rugientes machacando con hachas melladas los cráneos de otros cafres enmelenados), es una de las mejores piezas de eso que se ha dado en llamar novela histórica de aventuras, un conglomerado de peripecias, personajes amorales (o de moralidad errática), batallas sangrientas y giros inesperados de la trama absolutamente recomendable en estos tiempos tan zafios, romos y centrorreformistas.
Arqueros del rey (que pertenece al nuevo ciclo La búsqueda del Grial) se encuentra a medio camino entre la saga de Sharpe y la del Señor de la guerra. Por una parte, supone el regreso del Cornwell menos complaciente y más socarrón: su héroe, un arquero inglés, se pasa tres cuartos del libro eludiendo sus deberes para con la Iglesia y sus promesas a una dama de buen ver, y sólo al final, y más debido a la casualidad de encontrarse con su archienemigo en la batalla de Crécy (1346) que por sus ansias justicieras, cumple en parte su misión. No da cuartel al rival, tiende emboscadas traicioneras, se salta a la torera las reglas de la guerra (si es que en la Guerra de los Cien Años había alguna...) y sólo muestra un poco de humanidad cuando se encuentra entre camaradas o acompañado de su última conquista sentimental. No es un pícaro, no hay demasiado humor en Thomas de Hookton, sino un superviviente desesperado que dice sentirse movido por la venganza (su aldea fue arrasada por un pariente al que no conocía), pero al que motiva más ver un nuevo amanecer.
Sin embargo, la nueva saga de Cornwell está lejos de las Crónicas del señor de la guerra. En la citada trilogía artúrica, cada página te escupía sangre a la cara, y cada párrafo parecía acompañarse de una banda sonora profusa en clarines y tambores. Destilaba brutalidad primigenia, personajes humanísimos en sus miserias y en sus (escasas) virtudes. Poseía una fuerza narrativa que te forzaba a devorar libro tras libro y, en llegando a las últimas páginas del tercero, a desear que ese maldito inglés que pasó demasiados años dedicado al periodismo mercenario en vez de a la gozosa aventura se fuera al infierno por privarte de saber más y más de ese mundo fascinante y oscuro atiborrado de brujas gesticulantes y guerreros sin virtud. Arqueros del rey, por el contrario, se lee con agrado, pero con cierta indiferencia. Cornwell parece no haber puesto toda el alma en él, o tal vez se ha dejado llevar por el éxito o por el deseo de complacer al gran público cultivado que consume las novelas del fusilero Sharpe y ha moderado el fatalismo inmisericorde que enlosaba los destinos de los personajes de El rey del invierno, y que los condenaba a muertes dolorosas y terribles.
Una pena, porque la Guerra de los Cien Años es un conflicto muy atractivo para el género histórico, y merecía que se le sacara algo más de jugo. A pesar de todo, Cornwell no ha perdido nada de mano describiendo batallas con minuciosidad y precisión visual. Por ello, y por ese divertidísimo batiburrillo de referencias oscuras y ominosas que mezcla sin pudor a los cátaros con las virtudes taumatúrgicas del Grial en el argumento de la saga, sin dudarlo cederé en el futuro al filibusterismo de la editorial Edhasa (más de 20 euros por un libro...) y me compraré los siguientes volúmenes.
Alberto Cairo
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