Título
original: CSI: Crime Scene Investigation
Productor ejecutivo: Anthony Zuiker y Jerry
Buckenheimer
Intérpretes: William
Petersen (Gil Grissom), Marge Helgenberger (Catherine Willows);
Gary Dourdan (Warrick Brown); George Eads (Nick Stokes); Jorja Fox (
Sara Sidle); Eric Szmanda (Greg Sanders); Robert David Hall (Al Robbins),
Paul Guilfoyle (Jim Brass).
Primera emisión EE.UU.: 2000
Emitida en España por AXN y Tele 5
Ahora
conocida como CSI: Las Vegas,
dados los dos spin-offs que ha engendrado con el paso del tiempo, la
serie creada por Anthony Zuiker y producida por el astuto Jerry Buckenheimer
se revela, por un lado, como la heredera más aventajada de esa película
seminal de nuestra época que es El silencio de los corderos (con cuya precuela Hunter comparte el actor principal y productor, William Petersen), y
por otro el título que ha impuesto una nueva manera de entender el género
policial tanto en la televisión como en el cine. A su sombra, aparte de las
dos series paralelas, casi clónicas y algo sobrantes (CSI: Miami y CSI: Nueva York), no podemos olvidar la deuda que con
ella han contraído otras series como Mentes
Criminales, Crossing Jordan, Sin rastro, Bones, Navy: Investigación
Criminal, Caso abierto, la mismísima House
o la española Génesis: en la mente del asesino.
Ciencia-ficción en la acepción más literal del término
(la serie muestra los muy
improbables casos de un grupo de investigación científica en la ciudad de
Las Vegas), no tiene ningún reparo en abordar filias y fobias que nos habrían
escandalizado hace apenas diez años ni en ahondar con la cámara en los
recovecos por donde pasan balas, cuchillos, punzones o cualquiera que sea el
arma homicida de cada uno de los casos que los esforzados forenses
(pluriempleados y lo mismo policías que honrados investigadores de
laboratorio) resuelven, o no, cada semana. Que la serie aguante ya desde
hace siete temporadas, a pesar de la competencia y la auto-competencia de
las series hermanas, dice mucho del rigor de sus argumentos y de lo cuidado
de su puesta en escena.
Y
de sus personajes. Porque si las primeras temporadas de CSI mostraban a unos
investigadores que apenas tenían vida privada ni características psicológicas, centrándose en el misterio
del caso y el malabarismo de la deducción científica para resolverlo, poco
a poco la personalidad (y supongo que el ego) de los actores se ha ido
imponiendo y las nuevas temporadas son capaces de conjugar lo policial con
lo puramente melodramático, y tan intrigantes son las pesquisas como los
avatares con los que estos se cruzan. En un escenario urbano donde se
conjugan lo más florido del glamour kitsch norteamericano con lo más rural
de los paisajes desérticos que rodean la gran urbe levantada a mayor gloria
de la mafia (que curiosamente no aparece en la serie, quizás porque sea
verdad que ha emigrado en busca de otros pastos), la serie no tiene tampoco
empacho en retratar un muestrario de casos al límite que fuerzan a veces la
credibilidad de las investigaciones y, sobre todo, un plantel de frikismos,
drogadicciones, taras psicosomáticas y retorcidas relaciones familiares que
contradicen las, en otro tiempo, visiones positivas que la televisión daba
del mundo en que vivimos.
Aunque
apartado en algunas de las últimas temporadas, y sin dejar de reconocer
nunca que nos hallamos ante una serie coral, es la figura de Gil Grissom
quien destaca, y es su personaje el más logrado de los líderes de los CSI
que en el mundo son, hasta el momento. Grissom, entomólogo aficionado, hijo
de sordos, intelectual y críptico, quizá con algún ramalazo autista en su
pasado, es uno de esos grandes personajes que nos regala la televisión de
los últimos tiempos. Despegado, sutil, trabajador, incorruptible, se le ve
fuera de juego en las relaciones humanas, como el Sherlock Holmes moderno
que encarna, aunque sin drogodependencias (ésas quedan para Gregory House).
La fascinación que Grissom siente hacia la dómina Lady Heather, nunca lo
suficientemente explorada, dice mucho de su personalidad: siempre al borde
de la vida y la muerte, pero evitando la primera y tratando de comprender
las causas de la segunda.
Los
demás secundarios, también, han ido ganándose el seguimiento de los
telespectadores, a medida que se han ido descubriendo fragmentos de su
pasado: la voluntariosa y sensual Catherine Willows, ex stripper, madre
sola, hija de uno de los jefes de casino y una call-girl; Warrick Brown, ludópata
en los comienzos de la serie; Nick Stokes, el guaperas a quien nada menos
que Quentin Tarantino enterró vivo durante un episodio memorable y que
todavía hoy no se ha recuperado del trauma y cambia de aspecto físico de
un episodio a otro; Sara Slide, apocada y con problemas con el alcohol y,
según parece, objeto de amores por parte de Grissom; Greg Sanders, el técnico
de laboratorio cuya simpática presencia en pantalla, sin duda, es lo que
hace que pase a formar parte del grupo de investigadores de campo; el jefe
forense Robbins, cojo y despegado en su trabajo, se agradece que no sea el
forense típico de las películas que come sándwiches repugnantes mientras
abre a sus objetos de estudio; y el capitán Jim Brass, bajito, cínico,
casi salido de una película de Martin Scorcese, el borrador en el que sin
duda se mira Horatio Caine de CSI: Las Vegas, cuyo terrible secreto es la
carga de saber que su hija no lo es biológicamente y que, además, se
dedica a la prostitución.
Se
agradece que, tal vez por su despegue frío y cientifista y el empeño en
explicar el modus operandi de cada caso, la valoración moral de muchos de
los asesinatos quede de parte del espectador: Grissom y los suyos pretenden,
sobre todo, comprender al ser humano, algo que no puede decirse, por
ejemplo, de la visión ultraconservadora de su homólogo neoyorquino, donde
Gary Sinise amenaza una y otra vez con la silla eléctrica a sus detenidos.
Quizá
es que, como bien dice el propio Grissom en uno de los episodios de la sexta
temporada (que ahora empieza a emitirse en abierto tras su paso por la
televisión satélite), hay demasiadas series de forenses en la tele de hoy.
 Archivo de La Bola de Cristal
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