Corrían
los violentos años 20 cuando un hombre que había sido detective en la célebre
agencia Pinkerton cambió la pistola por la máquina de escribir. Cuando
Dashiell Hammett hizo aparición en las páginas de la revista pulp Black Mask o dio a luz novelas como Cosecha roja estaba otorgando carta de oficialidad a la por entonces
balbuciente novela negra. Y es que en los Estados Unidos de la Ley Seca no había
mayordomos en las casas y ni los hombres más adinerados poseían inmensas
bibliotecas con estanterías de caoba. Los editores de Black Mask
tenían las ideas muy claras: querían que sus autores se pateasen las calles y
contasen lo que vieran, estando más presentes las confrontaciones entre
sindicatos y patronales o las extorsiones de los clanes mafiosos a la policía
que los asesinatos a resolver fumando en pipa.
Hammett
resultó ser uno de los literatos que mejor comprendió el lenguaje de la calle,
legándonos novelas canónicas, que casi siempre giran en torno a la misma idea
central: la corrupción llega a la magistratura. De esta manera dotó de una
vertiente populista y revolucionaria a sus novelas, que cuestionan el poder
establecido. El detective de ficción tiene su propio código ético, pero éste
puede contravenir las leyes. Lo mismo da; el tough type trabaja de por libre y sólo se rinde cuentas a sí
mismo.
En
1931 nació en Minnesota Joe Gores, que también trabajó como detective privado
durante once años. Y es de suponer que en su mente evocara a Hammett como un
gran histórico del mundo de la investigación. A lo largo de los setenta, Gores
publicó unas cuantas novelas hoy no demasiado conocidas, pero mejor suerte
corrió su Hammett, de 1975. En ésta,
el autor rememora la vida del autor de La
maldición de los Dain, si acaso con una única traición a los hechos: en
la novela, el Hammett detective es a la vez escritor, cuando realmente el
personaje histórico nunca mezcló ambas etapas (esta retro-ficción fue llevada
al cine en 1982 como El hombre de
Chinatown a manos del gran Wim Wenders, bajo producción de Coppola).
Hemos
de interpretar Hammett dentro de un
entorno de revival. En unos años
setenta de canibalización de la cultura, aún quedaban numerosos artistas que
echaban la vista atrás para redefinir y reivindicar las raíces. Así, en la
novela negra, autores como Andrew Bergman, Stuart Kaminsky o algo después James
Ellroy se aferran al pasado con una mirada que bascula entre la nostalgia y la
reinterpretación crítica. Camino similar seguirían Lucas y Spielberg en el
cine fantástico, delatando de continuo su amor por el serial aventurero y el
cine de pipas. Así, la novela Hammett
gana total vigencia como evocación de otros tiempos: los combates de boxeo, las
apuestas clandestinas, las peleas en el Barrio Chino, los tugurios de jazz
y, sobre todo, esa actitud ruda de los detectives, que hoy damos por olvidada,
escupiendo de continuo frases lapidarias del tipo: "Miré lo alto que era para
calcular el tamaño del ataúd".
Como
es costumbre, el detective es hombre de una pieza, y la aventura comienza cuando
muere un amigo, Vic Atkinson, antiguo compañero de trabajo en la Pinkerton. Lo
que parecía ser una muerte aislada se convierte en la punta del iceberg, donde
el submundo delictivo y los sótanos del poder se confunden, tejiendo una trama
ágil y fibrosa, que el propio Dashiell Hammett hubiese firmado gustoso como
propia. Y así queda Hammett, la
novela, como un regalo para los amantes de la literatura, como un collage
donde se confunden recuerdos de viejas lecturas con vivencias personales. En
suma, como un pasado reconstruido que, si bien sabemos que es falso,
preferiremos mantener en la memoria acaso unas horas como totalmente cierto.
Como
se dice en un momento de la novela: "Si quieres saber quién es el responsable
de la corrupción policial en San Francisco, echa una mirada más allá de los
Tribunales, hacia Kearny".
Archivo de Cosecha Roja
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