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Cristóbal Pérez-Castejón Ciencia en la ciencia-ficción
Cromopaisaje
Cristóbal Pérez-Castejón




Luz de otros días

Cinco son los sentidos que tenemos para enfrentarnos al mundo. El olfato para captar el olor de las cosas que nos rodean. El gusto, para paladear aquello que pasa por nuestra boca. El tacto, para sentir la aspereza y la suavidad de lo que entra en contacto con nuestra piel. Con el oído percibimos las armonías y las disonancias que se esconden en las ondas que se propagan en nuestra atmósfera. Pero en cierto modo, la vista es la reina de nuestra percepción. Vivimos en un mundo de luz. Tanto es así que desde épocas muy remotas la humanidad siempre ha tendido a asociar el bien, lo bueno y lo deseable a lo luminoso. Y la maldad y la inquina a la oscuridad. En la luz que llega en este momento hasta nuestros ojos se esconde el secreto del significado de las palabras que estamos leyendo. En la luz procedente de una puesta de sol se oculta la belleza intangible de unos colores que pueden tocar una fibra muy profunda en nuestra alma. Luz es la felicidad que percibimos en la sonrisa de un niño. Recuerdos de luz, las imágenes que atesoramos de aquellos que partieron para no volver y ahora solo moran en nuestro recuerdo. Detener la luz es, por tanto y en cierto modo, como congelar el ahora. Rememorar esa luz de otros días es como conseguir que el río del tiempo nos devuelva parte de la magia de unos instantes que pasaron para no volver jamas.

No es de extrañar que el hombre haya intentado desde la más remota antigüedad capturar la esencia de la luz. Primero fueron unos simples trazos en una pared de piedra. Después, cuadros y dibujos cada vez más elaborados. Posteriormente llegó la fotografía, pues, ¿qué es una foto sino un instante de la eternidad aprisionado en un trozo de papel? Con el celuloide y el cine la fotografía se hizo movimiento y se aproximo un paso más a eso que llamamos realidad. Por último, el advenimiento de las técnicas digitales transformó la luz en datos que podían ser reproducidos una y otra vez sin perder calidad en el proceso. Pero de un modo u otro nuestro ojo siempre es capaz de percibir la diferencia que existe entre una imagen real y una virtual. Ahora bien, ¿qué sucedería si fuésemos capaces de atrapar y reproducir a nuestro antojo la luz original que llega hasta nuestra retina, hasta el último fotón? Si tal cosa fuera posible, seriamos incapaces de distinguir la realidad de la ficción: podríamos estar contemplando una hermosa puesta de sol en un atolón tropical en medio del ártico. El problema, como siempre, está en el modo de conseguir semejante fenómeno.

Un interesante desarrollo sobre esa idea nos lo ofreció Bob Shaw con el concepto del "vidrio lento" que aparece en su novela Otros días, otros ojos. El "vidrio lento", o retardita, es un tipo particular de cristal desarrollado en principio como parabrisas ultraresistente que solamente deja pasar a través suyo la luz visible, rechazando cualquier otra frecuencia en la banda de los infrarrojos o los ultravioletas. Pero al mismo tiempo resultó tener un interesante efecto secundario: la luz se demoraba en su interior con un retraso perceptible. Bastaba entonces colocar el cristal en un determinado sitio para que absorbiera toda la luz que llegaba hasta él... y la liberara posteriormente por el otro lado, meses o años después. A lo largo de las diferentes narraciones ambientadas en torno a este descubrimiento, Shaw hace un repaso a las sorprendentes aplicaciones de un cristal de estas características, que van desde original elemento decorativo, almacén de energía, poderosa arma e incluso herramienta para resolver un crimen o cura contra determinadas formas de ceguera. Sin embargo, no todo iban a ser ventajas. En efecto, la posibilidad de acelerar voluntariamente el proceso de extraer la luz del vidrio lento dió lugar a otra serie de aplicaciones más siniestras: en un mundo literalmente sembrado de fragmentos microscópicos de cristal, la vida privada, el pasado y la intimidad simplemente dejaron de existir. Arthur C. Clarke y Stephen Baxter retomaron posteriormente esta idea en su novela Luz de otros días, aunque sustituyendo el vidrio lento por microagujeros cuánticos capaces de volver el mundo transparente y desvelar todos los secretos del presente... y del pasado.

Aunque el vidrio lento parece un típico artificio de ciencia-ficción, curiosamente se basa en un principio físico bien conocido. En efecto, intuitivamente cuando pensamos en la luz hablamos siempre de que su velocidad es de 300.000 Km/seg. Pero en realidad ése es sólo el valor que toma dicha velocidad en el vacío. En muchos materiales transparentes, la luz se mueve muchísimo más despacio. Cuando un rayo luminoso pasa de un medio a otro sufre una desviación en su trayectoria que se conoce como refracción. Ese fenómeno es bastante corriente y puede observarse si se toma un vaso con agua y se sumerge en él parcialmente un objeto, por ejemplo una regla. En estas condiciones observaremos que la parte de la regla que está dentro del agua parece estar torcida respecto de la que no está sumergida. Eso sucede debido a la desviación que sufre la luz cuando pasa del agua al aire como consecuencia de la diferencia de velocidades entre ambos medios.

Al cociente entre la velocidad de la luz en el vacío y la que tiene en un medio transparente se le conoce como índice de refracción de ese medio. Si el índice de refracción del agua es 1,33, eso quiere decir que la luz es 1,33 veces más rápida en el vacío que en el agua.

La combinación de fenómenos de reflexión y refracción tiene muchísimas aplicaciones prácticas. Por ejemplo, las fibras ópticas se basan precisamente en la variación de este índice. Estas fibras, de enorme utilidad en telecomunicaciones, también pueden conducir la luz para ver e intervenir órganos internos sin operaciones complejas de cirugía. La refracción también está detrás de fenómenos como el brillo de las gemas o un arcoiris. En efecto, cuando un rayo de luz entra en una gota de agua sufre un proceso de refracción. Debido a éste, cada color que compone el rayo sufre una desviación distinta, pues cada componente de la luz se mueve dentro del agua a una velocidad ligeramente diferente. Como resultado de esto, la luz blanca se desdobla en varios rayos de colores que empiezan por el violeta y acaban en el rojo. Al final, cada gota produce un arcoiris, y lo que vemos es un fenómeno formado por la unión de todos los arcoiris de cada una de las gotas.

Ahora bien, aunque es evidente que la luz retardada tiene muchas propiedades interesantes, la magnitud de ese retardo asociado al índice de refracción tiene sus límites. El diamante, que tiene uno de los mayores índices de refracción conocidos, apenas frena la luz en un factor de 2,5. Si queremos que el retardo alcance los límites de lo propuesto por Shaw tenemos que recurrir a otros efectos relacionados con la mecánica cuántica: los condensados de Bose-Einstein y la transparencia inducida electromagnéticamente.

El condensado de Bose-Einstein es uno de los objetos mecanocuánticos más fascinantes que conocemos. Cuando un conjunto de átomos de determinadas características se enfría hasta apenas unas millonésimas por encima del cero absoluto al tiempo que se aumenta su densidad, llega un momento en que se produce una curiosa transición. Todos los átomos afectados experimentan una especie de proceso de fusión, mediante el cual sus funciones de estado se sincronizan y se reúnen en un solo estado cuántico. Es lo que se conoce como condensado de Bose-Einstein, llamado así en honor a Einstein, que predijo su existencia en 1925 a partir de los trabajos del físico hindú Satyendra Nath Bose. Estos condensados son objetos gigantescos, miles de veces mayores que un átomo individual y comparables en tamaño a una célula humana. Los condensados se crean en trampas de átomos, utilizando una combinación de láseres y campos magnéticos para confinarlos, manipularlos y extraer su calor hasta convertirlos en los objetos más fríos del universo. Pueden estar constituidos desde por unos pocos cientos de átomos, cuando se utiliza litio, hasta por varios millones cuando se emplean rubidio o sodio.

Los condensados exhiben una serie de interesantes propiedades. Por ejemplo, pueden mostrar superfluidez y superconductividad. Asimismo, el comportamiento de esos millones de átomos sincronizados recuerda mucho en algunos aspectos al de un láser. Tanto que se han construido láseres de átomos utilizando condensados Bose-Einstein. Estos dispositivos han sido descritos como "una pistola de rayos atómica con la precisión de un láser" y pueden ser de extraordinaria importancia a nivel industrial para la fabricación de circuitos integrados. Así mismo, los condensados también pueden tener un enorme interés para modelizar el comportamiento de los agujeros negros o incluso para explicar el problema de la materia negra del universo.

Pero sin duda, uno de las usos más notables de estas estructuras es la manipulación de la luz lenta. Estrictamente hablando, para esto no sería necesario un condensado ultrafrío. Pero sus peculiares características los hacen muy interesantes en estas aplicaciones. En efecto, ¿cómo funciona el proceso de hacer más lenta la luz? Imaginemos que tenemos un condensado formado por átomos de sodio. El sodio tiene un electrón de valencia en su capa externa. Este electrón puede situarse en diferentes órbitas en torno al núcleo; para ello sólo es necesario suminístrale energía partiendo de la más baja, conocida como estado de relajamiento o estado fundamental.

Para el proceso que nos ocupa consideraremos tres estados del átomo: el fundamental, con el electrón situado en su órbita más baja, de menor energía, y su espín opuesto al del núcleo; un estado muy similar, en el que el espín del electrón está alineado con el del núcleo; y el estado que se produce al impulsar al electrón a una órbita superior y que es varios cientos de miles de veces más energético que el anterior. Si iluminamos una nube ultrafría de átomos de sodio con un láser sintonizado a la energía de la transición del estado 1 al 3, los átomos que están en reposo absorberán completamente el haz... y al cabo de un rato, se relajaran saltando de nuevo a uno de los estados de reposo y emitiendo en el proceso un resplandor amarillo característico. Este es precisamente el principio en que se basan las lámparas de sodio que se usan en la iluminación urbana.

Este comportamiento no nos sirve en principio para nada: la luz emitida no tiene ninguna relación con el pulso de luz original y a todos los efectos la nube es opaca a dicho haz pues éste resulta completamente absorbido. Es aquí donde entra a jugar el fenómeno de la transparencia inducida. Para ello lo que se hace es iluminar el condensado con un segundo láser, llamado haz de acoplamiento, sintonizado a la diferencia de energía de los niveles 2 y 3. El haz de exploración sería absorbido por los átomos que estuvieran en el estado 1 pero no por los que estuvieran en el estado 2 y el de acoplamiento por los átomos que estuvieran en el estado 2 pero no por los que estuvieran en el estado 1. La acción conjunta de ambos determina que los átomos entran en un estado de superposición cuántica en el que un efecto de interferencia determina que los efectos de los dos láser se anulen. El resultado es que la nube de átomos deja de absorber la luz del haz de exploración y se vuelve completamente transparente a él.

Un efecto de cancelación semejante determina que el índice de refracción para la frecuencia exacta a la que se produce la transparencia sea exactamente 1, como en el vacío. Conforme nos desplazamos en torno a ese punto, el proceso de cancelación se va haciendo menos preciso y da lugar a una variación bastante brusca en el índice de refracción. Ahora bien, un pulso de luz nunca se compone exclusivamente de una frecuencia, sino de una superposición de varias. El resultado es que dentro de la nube cada una de las componentes se mueve a una velocidad ligeramente diferente. El pulso de luz se sitúa en el punto en que todas las frecuencias individuales que lo integran se encuentran en fase: su velocidad es lo que se conoce como velocidad de grupo. Ahora bien, cuando el índice de refracción varia bruscamente, el lugar donde se produce esta sincronización se va desplazando progresivamente hacia atrás. El pulso en estas condiciones se retarda y su velocidad se va haciendo más lenta: cuanto más abrupta sea la variación del índice de refracción, tanto más despacio se desplazara el pulso.

Es en este punto donde se pone de manifiesto la importancia de utilizar un condensado Bose-Einstein para estos experimentos. En una nube de átomos más caliente, la vibración térmica determina que las transiciones energéticas entre los diferentes estados del átomo se difuminen en un determinado rango de valores. En un condensado, las transiciones entre los niveles están nítidamente definidas, y además todos los átomos se encuentran sintonizados en el mismo estado cuántico. A todos los efectos, es como hacer el experimento con un solo átomo gigantesco, en lugar de tener que preocuparnos por el comportamiento de millones de átomos individuales, cada uno de ellos situado en un estado diferente.

Detener el haz de luz en estas condiciones es un proceso sencillo. Cuando el haz de exploración llega hasta un condensado iluminado por un haz de acoplamiento, sufre una serie de efectos curiosos. Para empezar, su velocidad, de 300.000 Km/seg se ve bruscamente reducida a unos pocos metros por segundo. El haz se comprime como un acordeón: el exceso de fotones y la energía asociada a los mismos pasan al haz de acoplamiento, que incrementa su brillo. Esta transferencia de energía va también cambiando el estado de los átomos de sodio afectados. Los átomos que estaban originalmente en estado 1 van cambiando a la superposición cuántica de los estados 1 y 2 ya comentada anteriormente. Conforme el haz va pasando por el interior de la nube, los átomos vuelven al estado 1 inicial. Si en esas condiciones se apaga el haz de acoplamiento, el condensado se vuelve de nuevo opaco al haz de exploración. Y el pulso queda atrapado en su interior, confinado a una traza cuántica dentro de los átomos que forman parte del mismo: la luz se ha detenido, con velocidad cero.

Volviendo a encender el haz de acoplamiento el pulso continua su deambular a paso de tortuga por la nube hasta salir por el otro lado. A día de hoy, el tiempo que podemos detener el haz es bastante reducido: la estructura inmovilizada que tiene grabada dentro de los átomos la información del pulso se degrada con el paso del tiempo hasta desaparecer. Aun así, se han conseguido regenerar pulsos de una longitud en el aire de hasta 300 Km. Esto convierte a estos dispositivos de luz lenta en unas plataformas de estudio sumamente interesantes en el campo de óptica no lineal y, sobre todo, en computación cuántica, donde pueden jugar un importante papel como interfaz entre los fotones y los estados cuánticos atómicos que constituyen un elemento fundamental en este tipo de computación.

En "Luz de otros días", uno de los relatos contenidos en Otros días, otros ojos, unos viajeros llegan hasta una granja de vidrio lento. En ella, expuestas a un paisaje monumental, las láminas de retardita grababan pacientemente la luz que llegaba hasta ellas, para después ocultar en las paredes de un apartamento cualquiera el deprimente espectáculo de la gran ciudad. A través de las ventanas de la casa se veía a una mujer y un niño jugando. Pero al abrir la puerta los viajeros descubrieron sorprendidos que no había nadie en el interior. La familia del dueño de la granja había muerto en un accidente hacia algún tiempo. Y éste utilizaba las imágenes que habían quedado grabadas en el vidrio lento para mantenerles junto a él un poco más. Hoy en día estamos muy lejos de poder hacer ese relato realidad. Pero la posibilidad de congelar la luz, aunque sólo sea unos instantes, es ya un hecho que nos acerca un poco más a ese futuro soñado por Shaw.


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