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Cristóbal Pérez-Castejón Ciencia en la ciencia-ficción
Cromopaisaje
Cristóbal Pérez-Castejón




Midiclorianos entre nosotros

Uno de los aspectos más polémicos de La amenaza fantasma es, sin duda, el asunto de los midiclorianos. En las anteriores entregas de la serie de Star Wars, la idea de la Fuerza, el campo místico que compartían todos los seres vivos, se había resuelto con una adecuada mezcla de revelaciones apenas mostradas y ostentación a veces desaforada de sus propiedades más características, creando un aura de misterio bastante interesante en torno al tema. En cambio, en este primer episodio Lucas decidió cambiar de estrategia y abordar el origen de la Fuerza desde una perspectiva sorprendente: ya no se trataba de una manifestación más o menos espiritual unida al concepto de vida, sino que pasó a convertirse en un efecto colateral derivado de la actuación de unos simbiontes de los seres vivos llamados midiclorianos. Su número, susceptible de ser establecido mediante un simple análisis sanguíneo, era el que determinaba el grado de dominio de la Fuerza que podía llegar a adquirir el individuo que los hospedaba. Los midiclorianos en cuestión no parecen a priori particularmente nocivos, pues nos proporcionan una interfaz con la Fuerza y reciben de nosotros sustento y cobijo. Pero también sirven a sus propios intereses: el mejor ejemplo es el modo en que Anakin Skywalker fue concebido por ellos para cumplir una oscura profecía que no parece tener demasiado que ver con los objetivos vitales de una colonia de bacterias.

Dejando aparte el hecho evidente de que cualquier explicación, por lógica que resultase, siempre acabaría decepcionando a alguien (puesto que a lo largo de las diferentes películas todo el mundo ha tenido ocasión de hacerse su propia idea acerca de qué era o dejaba de ser la famosa Fuerza), la utilización de estos simbiontes como deux ex machina para explicar los poderes de los Jedi no parece en principio demasiado afortunada. Después de todo, mientras la Fuerza era algo de origen desconocido y con unas propiedades maravillosas, podía mantener los ojos del espectador ese aura de misterio de lo improbable... pero no del todo imposible. En cambio, al reducirlo todo al equivalente de una infección bacteriana, toda esa envoltura se desvanece para quedar reducida a los efectos secundarios de un prosaico catarro. Y sin embargo, lo que resulta más curioso de todo es el hecho de que en la naturaleza podemos encontrar, incluso hoy en día, una familia de bacterias parásitas que comparte algunos elementos en común con los famosos midiclorianos.

La Wolbachia abunda mucho en el mundo de los insectos y crustáceos. Tanto es así que se estima que más de 20 millones de especies actúan como hospedadores. Vive en el interior de las células y suele propagarse a través de los óvulos de las hembras. Lo que la hace diferente de tantos otros parásitos es el modo tan radical en que hace uso de sus huéspedes: mata o incapacita a los machos, les hace cambiar de sexo e incluso puede que llegue a jugar un papel capital en la aparición de nuevas especies al volver estériles muchos acoplamientos.

La razón principal de este violento comportamiento se encuentra en su modo de propagación. Como dijimos más arriba, la Wolbachia se transmite a través de los óvulos, pero no del esperma. Por tanto, un macho es un callejón sin salida en el que la bacteria se encuentra atrapada. Para solucionar este problema, la bacteria ha desarrollado algunas interesantes estrategias evolutivas. Por ejemplo, en algunos casos mata a los machos antes de eclosionar los huevos, de tal modo que las hembras que nacen de esas puestas pueden alimentarse de ellos. Esto les confiere una clara ventaja sobre las hembras normales que carecen de esa fuente adicional de proteínas, con lo que al cabo de un tiempo toda la población de hembras estará infectada, mientras que el número de machos será muy escaso. Tan escaso como para invertir el comportamiento sexual de la especie, alterando el papel de ambos sexos.

En otros casos, la bacteria actúa de un modo más sutil, transformando a los machos en hembras... y provocando hasta cierto punto un cambio a nivel genético en los hospedadores. En efecto, en determinadas especies de cochinillas la determinación del sexo tiene lugar mediante una glándula. Ahora bien, si ésta no se activa, el macho en desarrollo acaba por convertirse en una hembra... aunque mantiene la dotación cromosómica de un macho. Esto da lugar a que las hembras infectadas solo producen hembras normales y hembras transexuales... que a su vez prácticamente solo generan hembras transexuales. En estas condiciones, la población de hembras normales tiende a cero, y el sexo de la especie queda determinado por el parásito: todas las cochinillas son del tipo transexual, las que tienen el parásito son hembras y las que no lo tienen machos.

Pero el procedimiento más efectivo de manipulación de esta bacteria es a través de la obstaculización del apareamiento de sus hospedadores. En efecto, en muchas ocasiones la Wolbachia lo que hace es "envenenar" el semen de los machos infectados, de modo que al aparearse con una hembra normal los cigotos resultantes morirán, mientras que al aparearse con una hembra infectada la bacteria presente en ella genera una antitoxina que convierte al cigoto en viable. El efecto a largo plazo de esta estrategia es demoledor: una población infectada con una cepa de la bacteria se encuentra a nivel genético aislada de las poblaciones que la rodean, que, o bien no están infectadas o lo están por otras cepas incompatibles. El resultado es que al final pueden aparecer especies diferentes, incompatibles a nivel reproductivo.

Resulta muy difícil comprobar el papel real de la Wolbachia en este mecanismo de aparición de nuevas especies, debido al largo periodo de tiempo necesario para que los efectos de este fenómeno se ponga de manifiesto. Sí es cierto que se han descubierto determinadas especies de avispas que, siendo incompatibles a nivel reproductivo, al ser tratadas con antibióticos son capaces de generar híbridos viables... al menos en la primera generación, puesto que en las siguientes aparecen problemas genéticos tan graves que hace pensar que la diferenciación entre las especies ya está en marcha.

Obviamente, entre la Wolbachia y los midiclorianos existe todavía un profundo abismo. Pero, como hemos visto, algunas de las características de estas bacterias dan que pensar. Por ejemplo, es cierto que no afectan a los vertebrados, pero en cambio están enormemente extendidas entre los insectos y crustáceos, por lo que comparte hasta cierto punto su carácter universal. Midiclorianos y bacterias medran por igual en el interior de las células de sus huéspedes. Tal y como veíamos que sucedía con aquéllos capaces de manipular la Fuerza, algunas especies son inmunes a sus efectos, mientras que otras son muy sensibles a ellos. Las bacterias de este género producen, asimismo, profundas modificaciones sobre las especies que les sirven de anfitrión, incluso de carácter genético, y se sospecha que pueden ser responsables de la aparición de nuevas especies entre ellas. Y, como todas las bacterias, sus colonias son capaces de comunicarse entre sí y hasta cierto punto incluso con los huéspedes que las albergan, lo que podría entenderse como un primitivo embrión de algunas de las características que exhibe la Fuerza.

Como conclusión, en las condiciones actuales la Wolbachia y los midiclorianos no son exactamente primos hermanos. Pero una galaxia en la que una bacteria semejante a la Wolbachia haya evolucionado hasta desarrollar un mecanismo de comunicación semejante a la Fuerza, al tiempo que controla el destino de las especies a las que infecta en su propio beneficio (incluso siendo capaz de crear un fenómeno genético como Anakin Skywalker en el proceso) tampoco es exactamente un escenario completamente inconcebible. Por lo menos no a la luz de los mecanismos que hoy en día empezamos a detectar que se mueven silenciosamente a nuestro alrededor.


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