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Cristóbal Pérez-Castejón Ciencia en la ciencia-ficción
Cromopaisaje
Cristóbal Pérez-Castejón




Los cuatro jinetes del Apocalipsis (I):
La máscara de la muerte roja (y II)

(Viene de la primera parte)

El aliento del dragón

Muchos encontraron una alternativa para solucionar estos problemas en las armas químicas. En realidad, armas químicas y bacteriológicas han ido de la mano a lo largo de toda la historia. Sin embargo, fue a principio del siglo XX, en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, cuando las primeras alcanzaron un nivel de letalidad tal que permitió considerarlas armas de destrucción masiva. Los gases que se desarrollaron en esa contienda para romper el estancamiento de la guerra de trincheras, como el gas mostaza o el fosgeno, resultaron ser tan mortíferos como muchas epidemias y actuaban infinitamente más rápido. Además, podían diseminarse en áreas con límites precisos, no tenían por qué volverse contra los atacantes y su efecto desaparecía pasado el tiempo.

Soldados ingleses heridos por gas en la I G.M.

Tantos fueron los muertos y el horror producidos por los ataques con gas que el empleo de estas armas quedó prohibido internacionalmente. Lo que no fue inconveniente, por ejemplo, para que los alemanes desarrollaran en el periodo de entreguerras la segunda generación de armas químicas, los gases nerviosos como el sarin, todavía muchísimo más mortíferos que sus predecesores. En la Segunda Guerra Mundial no hubo un empleo destacado de agentes químicos (aunque los japoneses si usaron agentes biológicos en China). Pero posteriormente, en la guerra de Vietnam, los americanos utilizaron masivamente un producto defoliante, el famoso agente naranja, que a su vez resultaba mortal. Y en la guerra irano-iraqui de los 80, Irak utilizó masivamente armas químicas tanto contra los iraníes como contra los kurdos del norte de su territorio.

El inconveniente de las armas químicas es que también son complejas de dispersar y, sobre todo, que para hacer algún efecto deben diseminarse en grandes cantidades. Por ejemplo, 4 gramos de esporas de ántrax o 40 gramos de toxina botulínica provocan el mismo número de bajas por kilometro cuadrado que 40 kilos de gas nervioso o 160 kilos de gas mostaza.

Virus a medida

El progreso de la genética, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, ha constituido otra siniestra alternativa para minimizar los problemas asociados a las armas biológicas. La manipulación genética de los microorganismos ha permitido potenciar sus características respecto de sus homólogos naturales: más letales, más resistentes a los elementos y más fáciles de dispersar y almacenar de forma rápida y segura. Y sin olvidar que para muchos de estos organismos modificados no existe una defensa previa. En efecto, un ataque con viruela produciría sin duda muchas bajas, pero a la postre podría detenerse puesto que disponemos de una vacuna bien conocida contra ese virus. En cambio, para un virus modificado genéticamente la vacuna previa posiblemente no funcionaria. Sería necesario desarrollarla... siempre que la mortalidad y la capacidad de destrucción del virus en cuestión lo permitieran. Por ejemplo, si el virus del VIH tuviera una tasa de mortalidad como la del Ébola, resulta angustioso preguntarse donde estaríamos hoy en día teniendo en cuenta que se tardó tres años en identificarlo y que, a día de hoy, seguimos sin contar con una vacuna completamente eficaz para él.

Un problema adicional procede de la entrada de un nuevo elemento en el escenario: el terrorismo internacional. Un grupo terrorista no tiene las mismas limitaciones que un gobierno a la hora de liberar un agente químico o biológico, en tanto que por un lado su temor a las represalias es prácticamente nulo y por otra parte el temor a la propia destrucción puede estar minimizado o ser incluso inexistente. Baste recordar el atentado con gas sarin en el metro de Tokio en 1995, que se saldó con varias docenas de muertos y más de 5.000 afectados, o la campaña en envío de cartas contaminadas con esporas del ántrax que se produjo en Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.

¿Cómo puede lucharse contra este tipo de amenazas? Resulta muy complicado. La amplia diversidad de agentes que pueden ser utilizados hace virtualmente imposible la inmunización previa de la población contra todos ellos. Además, como hemos visto, muchos de estos organismos modificados genéticamente carecen de vacuna. Todas las grandes potencias disponen de laboratorios e instalaciones para la investigación en agentes biológicos, supuestamente para intentar protegerse contra estos organismos. Sin embargo, esto es un arma de doble filo. En efecto, para experimentar en vacunas contra estos agentes hay que disponer de los agentes en cuestión. Pero entonces éstos pueden liberarse por accidente y originar una epidemia de proporciones impredecibles, como sucedió en 1979 cuando una fuga en una fábrica de armamento biológico provocó una epidemia de ántrax en Sverdlovsk, en la antigua Unión Soviética.

Bacillus Antracis

Además, los agentes producidos en estos laboratorios podrían llegar a manos terroristas y volverse contra aquellos que lo fabricaron. Por ejemplo, en la campaña de atentados con cartas infectadas de ántrax se utilizó una cepa modificada genéticamente para facilitar su difusión. En efecto, las esporas de Bacillus Antracis naturales (una de las enfermedades más antiguas conocidas, que fue epidémica durante muchos siglos aunque hoy en día la penicilina y las tetraclincinas son muy eficaces para su tratamiento, salvo en casos agudos) tienen una forma que les lleva a adherirse rápidamente a cualquier superficie. Debido a esto, permanecen poco tiempo flotando en el aire tras su dispersión, lo que disminuye la posibilidad de que sean inhaladas y provoquen un ataque de ántrax pulmonar, uno de los más mortíferos que existen. Sin embargo, las que se utilizaron en los ataques habían sido sometidas a un tratamiento destinado a eliminar esa adherencia. Y lo más curioso del caso es que según algunos expertos la modificación en cuestión podría haber sido llevada a cabo en laboratorios militares en los propios Estados Unidos.

Buscando una aguja en un pajar

Protegerse contra un ataque bacteriológico es una tarea de titanes. En general, las nubes de virus y bacterias no suelen ser fácilmente perceptibles. La infección puede llevarse a cabo bien a través del suministro del agua potable o bien a través de vectores como mosquitos o ratas. Sin embargo, en estos casos la cuantía de las bajas provocadas nunca es demasiado importante: el agua resulta relativamente sencilla de controlar en busca de infecciones y los vectores biológicos solo pueden atacar a un número limitado de individuos. Debido a esto las armas biológicas sólo adquieren la categoría de armas de destrucción masiva cuando se distribuyen por el aire, en forma de partículas de menos de una micra de grosor que son dispersadas por el viento sobre enormes superficies sin perder su virulencia: tan sólo la inhalación de 10 organismos puede provocar la enfermedad.

Otro punto a tener en cuenta es que, en líneas generales, los afectados no suelen ser conscientes de que han sido atacados salvo cuando caen enfermos. El problema es que para entonces en muchas ocasiones es ya demasiado tarde para prestarles ayuda.

Afortunadamente, el punto débil de este proceso se encuentra precisamente en el periodo de incubación que tiene lugar entre el momento en que se inhala el agente y se desarrolla la enfermedad. Si el ataque se detecta en ese punto, siempre será posible establecer medidas de cuarentena para que los afectados no diseminen la enfermedad contagiando a otras personas sanas que no se han visto expuestas directamente al agente infeccioso, al tiempo que aumentan las posibilidades de suministrarles un tratamiento precoz que permita minimizar o incluso eliminar los riesgos de desarrollar la enfermedad.

LIDAR

Se han propuesto varias estrategias para la detección temprana de un ataque biológico. Una puede ser algo tan sencillo como monitorizar las ventas de determinados medicamentos. La mayor parte de las enfermedades provocadas por estos agentes tienen una sintomatología inicial que puede ser fácilmente confundida con la de la gripe u otras enfermedades comunes. Un súbito incremento en el consumo de antigripales, por ejemplo, puede disparar las alarmas ante la presencia de un foco infeccioso no controlado.

Otro mecanismo para la detección de este tipo de ataques se basa en el recuento de las partículas en suspensión en la atmósfera. Si el número de partículas de un determinado tamaño supera una cierta cantidad, puede dispararse una alarma que ponga en acción procedimientos de detección más sofisticados. Una variante de este mecanismo consiste en el empleo de un LIDAR, un radar que en vez de utilizar microondas lanza un pulso de luz y después analiza los reflejos emitidos por las partículas que va encontrándose en su camino. Utilizando luz ultravioleta, que hace desprender a las células vivas una forma de fluorescencia, pueden discriminarse las nubes de agentes orgánicos del polvo el humo y la contaminación que perturban fácilmente los sistemas de recuento de partículas.

Chips de ADN

Chip de ADN

Aun con el LIDAR ultravioleta no es posible diferenciar una nube de bacterias tóxicas de otras inocuas. Para ello hace falta recurrir al análisis del ADN de dichos organismos, a fin de poder identificarlos unívocamente. Para ello se han desarrollado una serie de chips de ADN especializados en ese tipo de detección. Algunos se basan en la hibridación de cadenas de ADN. Sobre una superficie se extiende una hebra monocatenaria del ADN del organismo que se pretende detectar. Las partículas en suspensión en la atmósfera son fragmentadas y se unen a la hebra de ADN situada en el chip. La adición de más segmentos de ADN de prueba unidos a partículas de oro permite cerrar un circuito eléctrico cuando la detección es positiva.

En otros casos se recurre a la reacción en cadena de la polimerasa (RCP) para multiplicar el número de cadenas de ADN detectadas. Añadiendo un marcador ultravioleta a dichas cadenas resulta relativamente sencillo detectar si se encuentra o no presente determinado elemento patógeno.

Los chips de ADN son eficaces para la detección de determinados organismos. Sin embargo, es necesario saber a priori qué organismo se está buscando, la necesidad de reventar las células para extraer su ADN les hace lentos y, además, no son sensibles a la presencia de toxinas. Una generación más eficaz de chips se basa en el uso de anticuerpos para detectar estos elementos. En efecto, los anticuerpos funcionan detectando moléculas en la superficie de los organismos patógenos. Por tanto, son más rápidos que los chips de ADN y además son sensibles a sustancias tóxicas. Para ello se recubre una superficie con anticuerpos. Los agentes patógenos se adhieren a éstos. Un segundo baño de anticuerpos marcados con elementos fluorescentes permite cuantificar rápidamente cuántos anticuerpos de los fijados en la superficie han “capturado” algún agente patógeno. En otros casos, los anticuerpos junto con los elementos capturados varían la frecuencia de oscilación de diminutos captadores electromecánicos, variación que puede ser fácilmente detectada.

Sabuesos electrónicos

Olfateador electrónico

Los elementos detectores de ultima generación están diseñados como auténticas pituitarias electrónicas, capaces de captar el olor de las bacterias o de los elementos que se utilizan para prepararlas como armas biológicas. Básicamente están constituídos por un conjunto de espigas poliméricas, cada una de ellas de unas características diferentes. Estas espigas están recubiertas de un polvo conductor, de modo que en condiciones normales son conductoras. Sin embargo, ante determinados olores las espigas se hinchan y se rompe el contacto eléctrico: el patrón de espigas en circuito abierto proporciona información sobre la sustancia olfateada.

Todos estos mecanismos en principio podrían servirnos para la detección de agentes patógenos. Sin embargo, podrían burlarse fácilmente mediante ingeniería genética, modificando las características externas de estos agentes o incluso modificando bacterias inocuas para que resultasen mortales. Una manera de evitar estas triquiñuelas sería el empleo de chips basados en células humanas, en los que el procedimiento de detección se basaría en el análisis de la mortalidad de éstas al ser expuestas al ambiente donde supuestamente se ha producido la liberación de los agentes infecciosos.

Bailando la danza de la muerte

El séptimo sello

Las epidemias siempre han tenido un morboso interés en la literatura de todos los tiempos. Es lógico. Por una parte cualquier plaga saca siempre a relucir lo mejor y lo peor de nosotros mismos y forman un perfecto escenario para que héroes y villanos desarrollen sus aventuras. Por otra, el tema del fin de la civilización o la extinción de la raza humana siempre suele dar mucho juego dentro de los más variados géneros. Y en general la muerte es sin duda uno de los motivos recurrentes dentro de la literatura. Por ejemplo, en El séptimo sello, de Ingmar Bergman, un caballero que regresa de las cruzadas con su escudero se encuentra cara a cara con la Muerte. El caballero no quiere morir, así que propone a la Parca demorar su deceso jugando con ella una partida de ajedrez. La película, a través de las vivencias de los diferentes personajes, acaba dibujando un complejo tapiz donde el sentimiento de la inevitabilidad de la muerte, tan característico del medievo, acaba resaltando como la única verdad absolutamente inmutable.

También ambientado en la Edad Media está El libro del día del juicio final, una de las obras más aclamadas de Connie Willis. Un viajero del tiempo aterriza por accidente en la Inglaterra del siglo XIV, justo en el momento en que está a punto de desencadenarse la gran epidemia de peste bubónica. Rápidamente se apresta una operación de rescate, pero ésta se ve entorpecida por una misteriosa epidemia que se desarrolla en el futuro y cuyos orígenes parecen estar relacionados con el viaje en cuestión.

Otro clásico sobre el tema de la peste, esta vez más en clave de terror, es “La máscara de la muerte roja”, de Edgard Allan Poe, donde un grupo de personas se encierra a cal y canto en un castillo para escapar de la epidemia que asola sus tierras... para acabar siendo alcanzadas por la peste de la que huían dentro de sus propias habitaciones.

El camino de la peste

Apocalipsis

Los efectos y las estrategias para enfrentarse a la aparición de una nueva y devastadora enfermedad son desarrollados de un modo muy interesante por Michael Crichton en La amenaza de Andrómeda. En este caso se trata de un virus de procedencia extraterrestre increíblemente letal, que extermina prácticamente toda forma de vida en un pequeño pueblecito americano donde tiene la mala fortuna de aterrizar por accidente el satélite que lo transporta. En Apocalipsis, de Stephen King, una variante mutante del virus de la gripe extermina en apenas unas semanas al 95% de la población mundial. Los supervivientes deben organizarse para sobrevivir, pero la eterna lucha del bien contra el mal continua a pesar de todo.

La película Estallido (1995, Wolfgang Petersen) comparte algunos elementos en común con la obra de King. En este caso el agente patógeno es una mutación del virus del Ebola que desde las selvas del Congo acaba llegando a Estados Unidos utilizando a un pequeño mono como portador. En la vida real el virus del Ebola solo se propaga por contacto directo... pero la versión mutante de la película se propaga por el aire, como un catarro común, aunque con la letalidad que caracteriza a este virus africano. Esto obliga a una cuarentena draconiana del epicentro de la infección mientras se busca contra reloj una vacuna o una cura eficaz contra el virus.

La muerte de la hierba

No todas las infecciones tienen porqué afectar directamente a la humanidad. En La muerte de la hierba, de John Christopher, un virus acaba con todas las plantas herbáceas. El arroz, los cereales y las verduras se extinguen. Otros alimentos no se ven afectados, pero la capacidad de producir comida de la humanidad se ve seriamente comprometida. El resultado es el colapso de la civilización. En Más verde de lo que creéis, de Ward Moore, unas malas hierbas sometidas por accidente a un tratamiento revigorizante para el césped acaban por convertirse en una plaga imparable que termina ocupando toda la superficie del planeta, asfixiando y extinguiendo toda forma de vida. El modo en que la humanidad se niega a aceptar su destino, aun después de ser evidente que la única salida posible es la extinción, está magníficamente narrado.

Armamento diabólico

En Estallido los militares americanos son capaces de destruir una aldea del Congo para preservar el secreto del mortífero virus descubierto en ella, con el fin de poder utilizarlo como arma. En La amenaza de Andrómeda el centro que se ocupa del estudio del virus extraterrestre en realidad se dedica a la guerra bacteriológica, mientras que en Apocalipsis el virus mutante es un arma biológica liberada por accidente. La utilización militar de las armas bacteriológicas tiene una amplia tradición en la ciencia-ficción. No en vano en una de las primeras novelas del genero, La guerra de los mundos de H.G. Wells, el arma secreta que destruye a los tecnológica y militarmente omnipotentes marcianos es el ataque de los virus y bacterias terrestres. En Mundos aparte, de Joe Haldeman, durante un ataque nuclear se dispara una cabeza armada con una peligrosa arma biológica, el virus Koralatov 31, que provoca la muerte de casi todos los adultos del planeta, pero no de los niños. El problema es que el virus permanece en la superficie y provoca la muerte de los adolescentes conforme salen de la pubertad. Los únicos supervivientes son los habitantes de las arcologias espaciales, que desde sus mundos en órbita contemplan el proceso de destrucción de la raza humana sobre la superficie del planeta.

Una novela en la que se hace un interesante tratamiento de las armas biológicas es Los viajes de Tuf, de George R.R. Martin, en la que se describe una enorme nave dedicada a la guerra bacteriológica que, aunque abandonada y sin nadie vivo en su interior, cada determinado tiempo liberaba automáticamente una serie de plagas sobre un determinado planeta, siempre distintas, impidiendo su desarrollo y manteniendo a la especie afectada por sus ataques sumida en la desesperación.

A cabeza descalza

Las armas químicas también han sido bastante tratadas en el género. Por ejemplo, A cabeza descalza de Brian W. Aldiss ofrece una desquiciada visión de lo que podría convertirse Europa tras una guerra en la que las principales ciudades y zonas pobladas han sido bombardeadas con drogas psicodélicas. Los supervivientes viven inmersos en un continuo “viaje” en que han perdido todo contacto con la realidad en medio de un mundo confuso. “La fe de nuestros padres” de Philip K. Dick lleva a cabo una escalofriante reflexión sobre el concepto de realidad. En un mundo futuro, occidente ha sido derrotado por China tras de una guerra nuclear y química. El mundo esta regido con mano de hierro por un partido de corte maoísta que vela por la pureza ideológica de sus ciudadanos bajo la mirada paternal de su líder, el Benefactor Absoluto. Tung Chien, un joven funcionario del partido se prepara para ascender en su carrera dentro de la organización. Pero en el proceso descubrirá que la realidad que le rodea no es exactamente como pensaba y que Dios no sólo puede ser omnipotente sino también infinitamente perverso.

La idea de que nuestra visión de la realidad puede verse alterada por el consumo de una serie de drogas de cuya existencia no somos conscientes es desarrollada en clave de humor por Stanislaw Lem en “Altruicina, o una historia verdadera donde se cuenta cómo el ermitaño Bonifacio quiso hacer feliz al Cormos y cuáles fueron los resultados”, uno de los relatos más divertidos de su celebre Ciberiada. Desde una óptica mucho más pesimista, aunque no exenta de la ironía que caracteriza a este escritor, Congreso de futurología nos narra cómo en una república centroamericana el gobierno utiliza el suministro de agua potable para pacificar a sus ciudadanos mediante drogas, al tiempo que no duda en utilizar toda clase de armas químicas para controlar la situación. El protagonista, herido durante las algaradas, acaba despertando en un futuro lejano en el que todos y cada uno de los aspectos de la realidad están regulados por una compleja interacción con diferentes sustancias químicas que flotan en el aire o se ingieren con el agua, en una desesperanzadora visión que hace dudar de los cimientos mismos de la realidad.

El fin de los tiempos

Las grandes epidemias suelen ofrecer una excusa argumental casi perfecta para especular sobre el fin de la civilización conocida y la forma en que ésta puede evolucionar después de una catástrofe de estas características. Por ejemplo, La peste escarlata, de Jack London, sitúa su acción en el año 2013, cuando una devastadora enfermedad bacteriológica arrasa el planeta dejando sólo un puñado de supervivientes. La acción de la novela oscila constantemente entre la época de la epidemia y los años que siguieron a ésta a través de la mirada de un anciano que cuenta a sus nietos la forma en que sucedieron los hechos en una Tierra nueva lista para ser poblada y reconstruida partiendo casi de cero.

Soy leyenda

En Soy leyenda, de Richard Matheson, un microorganismo mutante provoca una curiosa enfermedad: transforma a quienes lo padecen en vampiros. Robert Neville, el protagonista, acaba convirtiéndose en el último ser humano sobre el planeta, rodeado por una nueva especie que no le entiende y para la que es tan solo un atavismo del pasado, algo tan monstruoso como pueda ser un vampiro para nosotros en la actualidad. El modo en que Matheson juega con la idea de la monstruosidad resulta simplemente magistral y convierte a esta novela en un referente indispensable dentro de las novelas de vampiros y en una de las obras maestras del genero.

La tierra permanece de George R. Stewart ofrece una melancólica, pero en el fondo bastante realista, visión del fin de nuestra civilización. Durante una excursión por las montañas el protagonista sufre un ataque de fiebre y está a punto de morir. Al regresar a la ciudad descubre que en su ausencia la mayor parte de los seres humanos han muerto debido a una mortífera epidemia. Solo en la gran ciudad, a través de los ojos de Isherwood Williams asistimos a la rápida decadencia de las obras de nuestra civilización mientras los escasos supervivientes retroceden hacia la barbarie. Aunque el tiempo no ha pasado en balde por esta obra, el melancólico modo en que los recuerdos de las obras de los hombres van desapareciendo sobre el planeta mientras la naturaleza ocupa su sitio está muy conseguido y la convierte en una obra de referencia dentro de este tema. Pues como dice Ish, “los hombres van y vienen, pero solo la tierra permanece”.

Epílogo

Durante muchos años, la humanidad ha vivido con el temor de que una guerra nuclear provocara la destrucción de nuestro mundo. Sin embargo, en contra de lo que pudiera parecernos, ese temor no es algo nuevo. Sus ecos proceden de las grandes epidemias de la antigüedad, cuando el destino de la especie humana estaba pendiente de un hilo en una lucha desigual contra los virus y bacterias que pretendían arrastrarnos hacia el olvido.

Esa guerra todavía no ha terminado. Hemos ganado batallas, hemos puesto de rodillas a muchos de nuestros enemigos. Pero todavía no podemos proclamar una victoria absoluta. Casos como los del VIH nos muestran claramente como la naturaleza todavía no ha jugado todas las cartas de las que puede hacer uso en esta partida. Y aunque la medicina y la genética nos han proporcionado poderosas herramientas para luchar contra estas amenazas, al igual que sucede en el caso de las armas nucleares nuestra propia inconsciencia podría, en un momento dado, colocarnos al borde de la extinción.

A principio del siglo XXI los motivos para declarar una guerra ya no son simplemente el ocupar un territorio o vengar unas ofensas reales o ficticias. Ahora es la simple amenaza de la posesión de estas terribles armas lo que acaba movilizando los ejércitos. Sin embargo, si sobreviviremos o no a las pesadillas biológicas que hemos creado es algo que sólo el tiempo podrá decirnos.


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