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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Robert Silverberg
Las puertas del cielo

De la época clave de Silverberg

Por cosas como esta sección de Extramuros, a uno le adjudican en demasiadas ocasiones la etiqueta de sofisticado entrometido en esta cosa popular y campechana de la ciencia-ficción. He llegado a escuchar incluso en más de una ocasión que a mí, en realidad, no me gusta la ciencia-ficción, lo cual verdaderamente sería una sorpresa si lo llegara a descubrir algún día, y sin duda me supondría el divorcio: si le dijera a mi chica que los miles de libros que nos dejan sin espacio en casa, o los que aún aguardan en la casa de mis padres, son fruto de una extraña maniobra para conseguir una minúscula notoriedad en un mundillo infinitesimal, que no reporta ni prestigio intelectual ni dinero, creo que me pondría la maleta en la calle. Y, la verdad, no sin razón.

Las puertas del cielo

Así que, aunque sólo sea por conveniencia y para mantener mi actual estilo de vida confortable, tiendo a pensar que en efecto me gusta la ciencia-ficción. Verdaderamente, creo que la ciencia-ficción es una de las formas de literatura más interesantes posibles, con verdadera capacidad de trascendencia, y además con algunas características intrínsecas que a mí -e independientemente de que tengan valor por sí mismas o no- me interesan y me atraen. Vamos, que encuentro que es buena cuando se hace bien y además me mola. Eso supone, igualmente, que hay una gran parte de la ciencia-ficción que no encuentro buena, aunque un porción nada desdeñable de ella, de todas formas, me mola también. Y hay otra parte que me parece mala como literatura y además no me mola, y creo que no es una idea productiva defender a la ciencia-ficción todo el tiempo como si fuera un bloque monolítico. Pero eso sería otra historia.

Y todo esto de lo que me gusta la ciencia-ficción viene a cuento porque, entre otras cosas, creo que hay autores del género que realmente son escritores importantes. De los cien mejores del siglo XX, vamos, sin correr mucho. De verdad de la buena pienso que Philip K. Dick, Ursula Le Guin o Stanislaw Lem -y muy poquitos más, eso sí- pueden estar en una lista en la que igualmente figuren Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges o Franz Kafka. Y ahí podría estar también Robert Silverberg.

De todos los grandes autores del género, Silverberg es, por alguna razón que se me escapa, el que menos ha conseguido traspasar nuestras puertas. Tal vez porque no tuvo la suerte de tener una obra que saltara fuera del género, una novela capital que le identifique a la hora de hacer listados fáciles y entrar en colecciones de best sellers. También porque sus mejores novelas -Regreso a Belzagor, El libro de los cráneos o Muero por dentro, pongamos por caso- son obras breves, angulosas, intimistas, característicamente de género en lo temático pero exigentes para el lector. En España, por ejemplo, sólo una de sus novelas se publicó fuera del marco de las colecciones especializadas, y apenas llamó la atención: se trata de Las puertas del cielo, que publicara Grijalbo en una colección de best sellers fuera del marco de la colección de cf que tenía por entonces.

Como casi siempre que se publica una novela de pura cf a la buena de Dios en una colección así, no se comió un pimiento. No porque no esté bien, sino porque Silverberg no es como una cucharada para darle a público general, y además el libro en sí es un compendio de anticomercialidad: se trata de un fix-up, va sobre religiones raras y tiene drogas y cosas de ese estilo.

La acción va cambiando de eje en los cinco relatos largos que componen el libro, tomando como conductores a diferentes personajes que nos dan a conocer el crecimiento del culto voster desde una simple secta hasta la hegemonía a escala planetaria. El culto, de un carácter mixto entre la ciencia y la charlatanería -su rezo principal es la Letanía Electromagnética-, generará una suerte de herejía, el armonismo, y terminará por convertirse en el motor decisivo de la expansión del ser humano. Como en toda buena novela de Silverberg, el final se dirige inevitablemente hacia un momento de catarsis, un salto de superación personal que es a la vez un paso de gigante en la propia evolución de la raza humana. Sólo que en esta ocasión hay un cierto trasfondo negativo en todo ello, pero no voy a andar reventando detalles.

Estamos ante una de las novelas de la época clave de Silverberg, esa década entre 1966 y 1976 en la que cuando no estaba inspirado se marcaba novelones como Espinas o Sadrach en el horno y se quedaba más ancho que Pancho. Con ello quiero decir que, no estando entre las diez mejores de su autor, es mejor de lo que muchos cacareados mequetrefes escribirán en su vida. Si tenéis la suerte de encontrarla, no la dejéis escapar.


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