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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Ray Loriga
Tokio ya no nos quiere

Detalles por los que escarbar

Hay una serie de títulos de cf escritos por autores de primera división de la literatura española, si definimos esa primera división como una etiqueta referida antes directamente a la popularidad que a la valía intrínseca. Y son títulos que me dan una pereza horrorosa. Antes de Tokio ya no nos quiere, lo intenté con Temblor, de Rosa Montero. Y qué queréis que os diga: a la altura de la página veinte, con una muchachita llamada Agua Fría yendo de aquí para allá en una Tierra distante y regresiva, con amenazas continuadas de que la muchachita se encaminaba hacia una aventura de iniciación con pérdida de la inocencia y denuncia de una extrapolación de ciertas tendencias latentes en el machismo de nuestra sociedad y bla, bla, pues recordé que la vida es corta, Ursula Le Guin tiene aún libros que no leí y la Coca Cola, a falta de nuevos datos, todavía es mejor que la Casera Cola.

Así que, puestos a señalar virtudes, he de decir que la primera que se me ocurre de Tokio ya no nos quiere es que pese a ser una de esas novelas antipáticas, que no apetecen naaaada, me motivó lo suficiente como para seguir página tras página de fárrago como un tío, en busca de pequeños detalles por los que mereciera la pena seguir escarbando entre la prosa presuntuosa y feísta de Loriga. Y esos detalles existían, e intentaré explicar en qué consisten.

Como muchos de mis lectores sabrán, Ray Loriga tuvo un momento de gloria mediático -un tanto atenuado en los últimos tiempos- como portavoz de una teórica generación de jóvenes escritores pasados de vueltas. Gente dura, en contacto con la calle, con las voces elementales y reales de una juventud viva y desencantada que tal y patacual: en suma, tipos con dinero suficiente como para pagarse un piso en Chueca mientras se sentían terriblemente más cutres y conectados con la sensibilidad del mundo real que quienes sólo se lo pueden pagar en Leganés. Mientras Lucía Etxebarría conseguía, sólo Dios sabe por qué, una cierta permanencia aunque sea como florero destinado a decorar con perfumes supuestamente vanguardistas las tertulias de María Teresa Campos -a la manera de Alaska haciendo de jurado en los concursos de niños cantores de Bertín Osborne, para entendernos-, a Loriga -tal vez superado por la excesiva afectación de sus poses, su casi milimétrica perfección en la búsqueda de convertirse en alguien “auténtico” para terminar resultando más falso que una peseta de madera, o quizá simplemente ante la imposibilidad de tomarse en serio el que vaya de maldito un tío que es pareja de Cristina Rosenvinge- se le ha ido dando de lado y acabó degenerando en casi un motivo de chiste entre el mismo público al que pretendía llegar: es el tipo lo suficientemente poseído de su propia imagen como para ser capaz de llevar botas de piel de serpiente incluso con cuarenta grados a la sombra, y todo con tal de parecer tremendo. Hoy, da la sensación de que Loriga se encamina a la condición de “moderno domesticado”, tan cómoda para los catálogos de las editoriales que necesitan rellenar huecos.

Dicho todo esto, y puesto así bien claro que el personaje me cae tirando a mal, lo cierto es que Loriga no es un tipo desprovisto de talento, y eso queda de manifiesto por momentos en detalles de la novelita en cuestión que comento en este caso. Detalles que caen aquí y allá, en fragmentos que se escurren de la memoria del desmemoriado e innominado protagonista. La narración se desarrolla en un futuro inmediato y es el relato en primera persona de los devenires del vendedor de un producto que elimina selectivamente la memoria. Desde muy pronto adivinamos que él mismo ha empleado esa droga de forma continuada, hasta el punto de que perdió casi todo el contacto con la realidad, buscando huir del recuerdo de un amor que se intuye tan fallido como verdadero. El protagonista deambula por sitios con nombres molones (qué haría Loriga sin Tucson, ¿ein?) y en su camino nos deja retazos tanto de un futuro no exento de interés, de aromas ballardianos, como de una historia personal interesante, profundamente desgraciada en su simplicidad.

Esa sencillez del amor deseado contrasta con la complicada vida cotidiana del protagonista, plasmada además por Loriga de forma plúmbea con una sintaxis alternativa en la que las comas caen de forma ocasional y determinados nombres propios van en minúscula, sin que exista justificación alguna más que el capricho o la pose para esas molestias contra el lector. Además, y dada la presencia relativamente escasa de los elementos verdaderamente importantes de la trama en el relato, se diría que lo que en verdad preocupa a Loriga es el relleno: las páginas y páginas de esnifada, pastilleo y folleteo con las que uno siente al autor diciéndose a sí mismo “qué duro soy, no tengo límites, paso de todo”.

A mí, la verdad, me parece incluso enternecedoramente ingenuo pretender escandalizar a estas alturas a la peña con narraciones de polvos múltiples, encuentros repentinos y hasta alguna que otra sodomización. Como que ya estamos muy mayores para esto, Ray. Sin embargo, él se tira página tras página zumba que te dale con la primera chorrada que se le viene a la cabeza, intentando demostrar plúmbeamente lo muy auténtico que es y que no hay quien le pare los pies. Pues vale, Ray, nadie te los para: páratelos tú y dale un poco más de extensión la próxima vez a esos instantes en los que el protagonista describe un paisaje con certera ambigüedad, o cuando se desgarra el corazón en una frase dolida. Que ya sabemos que en el futuro van a pasar cosas de mucha amoralidad, pero es que la amoralidad, con Ballard y Dick bien leídos -igual que tú, pillín-, ya hace tiempo que nos trae sin cuidado.

En fin, que no corráis a por Tokio ya no nos quiere, pero que tampoco le dediquéis rápidamente el menosprecio que merecen las novelas de algunos espabilados que entran en la cf atropellando con bastante menos bagaje.


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