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Julián DíezFuera de colección
Extramuros
Julián Díez


Pilar Pedraza
La perra de Alejandría

Perversiones de la
Antigüedad

La más reciente novela de Pilar Pedraza es un compendio de las grandes virtudes y los pequeños defectos de esta formidable narradora. Una obra situada en una Alejandría crepuscular, en la que el cristianismo se impone sobre un paganismo sensorial y lúdico, dejando tras de sí un rastro de destrucción y provocando con ello la reacción airada de las fuerzas y dioses clásicos.

Un tipo de temática absolutamente coherente con la obra previa de Pedraza, y que además recupera los escenarios históricos que fueron protagonistas de sus obras más acabadas: La fase del rubí -¡reedición ya!- o Las novias inmóviles. Las más recientes -aunque Pedraza llevaba un paréntesis de cinco años sin nuevas novelas- Paisaje con reptiles o Piel de sátiro, se desarrollaban con buen tono pero interés comparativamente menor en paisajes contemporáneos. Y Pedraza, que marca la diferencia por ser buscadora sobre todo del vértigo de la sensación extrema, parecía sentirse algo más constreñida en un marco en el que sus excesos debían llegar con cuentagotas.

Porque lo que hace Pedraza es gótico puro y duro. Pero gótico desvestido, al fin, de las convenciones de unos malditos que en el fondo hoy resultan por momentos ingenuos. Nada en Pedraza es ingenuo; sus contravenciones de nuestros esquemas mentales son deliberadas, exhaustivas, capaces como en pocos escritores de convertir las palabras en percepciones que el cerebro convierte en recuerdos imborrables.

Esas características convierten a Pedraza en la actual reina del terror en lengua castellana, y en una escritora de culto gracias a su indomable incorrección política. Pero a ello añade en general unas tramas de interés, y un lenguaje verdaderamente exquisito que refuerza el contraste con las perversiones que describe, y vuelve creíble el deleite de sus personajes en lo prohibido.

La perra de Alejandría

En esta ocasión, conoceremos la caída de la Alejandría pagana a través de los ojos de Bárbaro, un príncipe dacio escapado de su país que encuentra acomodo convirtiéndose en un cínico. Uno de esos filósofos de la escuela de Diógenes que vivían en la calle y sobrevivían de la caridad, imprecando a la sociedad por sus hipocresías y contradicciones. Un tipo de personaje, por otra parte, que sería bastante necesario en los tiempos que corren, si bien dudo que ninguno de nosotros tuviéramos la fuerza de voluntad y la latente locura necesaria para convertirse en uno de esos personajes a los que sus contemporáneos llamaban “perros”.

Al lado de Bárbaro -que actúa como hilo conductor pero que se ve perjudicado por una personalidad demasiado permeable, de personaje-espectador frente a los caracteres que le rodean-, conoceremos a personalidades tan intrigantes como la dionisíaca Melanta, cuya resistencia al cristianismo será el desencadenante de los sucesos que centran la novela; el maestro cínico Elpidio y la maestra Ifianasa, personajes de enorme ternura en su permanente negativa al aggiornamiento exigido por el cristianismo; Filoxeno, el noble que encandila a Bárbaro con su belleza viril; o el gobernador Orestes, obligado a tolerar las crecientes exigencias de la nueva religión a la vez que intenta mantener lo que considera digno de las antiguas costumbres que el obispo pretende desterrar, como el teatro.

Todos ellos se mueven en el escenario de una Alejandría decadente, vital, en la que Pedraza se detiene morbosamente para describir cada retazo de miseria y podredumbre. Para culminar en un divertido giro con una visita a los infiernos, que debería haber redondeado la novela. Sin embargo, Pedraza la alarga un poco más para llevar a puerto final la historia de Bárbaro, de una manera superflua.


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