Con el paso de los años,
el rol en vivo pasó a ser el plato fuerte de las Jornadas de Rol de la ciudad.
Decenas de jugadores, unos ya expertos y otros apenas unos niños, se apuntaban
con la ilusión de formar parte de las complejas tramas que se desarrollaban a
lo largo de salas y pasillos, disfrazados con los despojos de pasados Halloweens
y carnavales.
Lo divertido de los juegos de rol en vivo, sobre todo
cuando hay tantos participantes, es que a las múltiples tramas que los
directores crean, cada jugador va añadiendo más y más giros inesperados,
puesto que uno nunca sabe cómo van a relacionarse los jugadores entre sí.
Imaginaos los giros que puede tener una historia cuando personajes antagonistas
acaban salvando diferencias o cuando los aliados descubren tener objetivos
distintos, etcétera. Ciertamente, la partida en vivo (que se desarrollaba a lo
largo de los tres días de las jornadas) era todo un acontecimiento en el que
uno siempre encontraba una sorpresa tras otra... ¡Algunas veces demasiadas!
Aquel año estábamos jugando una historia estupenda.
Trataba, así en resumen, de una base secreta en mitad del océano, llena de
científicos de las mayores potencias mundiales, y que de repente descubrían
que alguien (o algo) les estaba comenzando a matar. Al principio, las muertes
eran ocasionales y quedaba la duda de si no habrían sido accidentales. Según
el juego avanzaba, quedaba claro que alguien quería matarles.
Imagínense ustedes, en medio de las partidas de mesa y las
tiendas, una marea de jóvenes de chaqueta, con batines médicos o vestidos de
agentes de seguridad fingían luchar por su vida. Algunos iban tan bien
disfrazados que llevaban todo tipo de complementos; así, uno de los jugadores
llevaba un maletín de médico de verdad, una bata del SAS auténtica, y hasta
un estetoscopio que funcionaba.
El drama se desató cuando un señor ya entrado en años
pasó por las jornadas de rol a ver de qué iba aquello. Luego nos enteramos que
su hijo quería empezar a jugar, y el buen caballero tenía interés en
enterarse primero en qué consistía todo aquello. A primera vista, todo debió
de parecerle correcto: tiendas, chavales sentados tranquilamente en mesas
lanzando dados o cartas, etcétera.
Sin embargo, cuando el caballero se dirigió al retrete,
vio un gran tumulto en la puerta. De puntillas, alargando el cuello cual jirafa,
fue capaz de ver a alguien tumbado en mitad del baño. Un tipo con uniforme de
seguridad privada hablaba con un médico, que al poco tapaba el cuerpo con una sábana.
El agente de seguridad informaba a continuación: "Le han roto el
cuello."
Si terrible era la sensación que en aquel momento tuvo que
tener, aún peor fue cuando escuchó a dos chicos un poco más adelante:
"Es el segundo hoy. Esto se va a poner muy mal." Así que, cual alma
que huye de un aquelarre rolero, el pobre señor comenzó a correr hasta que
encontró a un técnico de juventud del ayuntamiento, al que explicó todo lo
ocurrido. El pobre técnico, viéndose la situación, buscó a los encargados
del rol en vivo, que pronto explicaron al atemorizado señor que aquello era un
juego, sí, pero que nadie moría en realidad. El cadáver se acercó a
saludarle, e incluso le invitamos a una tila en el bar de la esquina para que
dejase de temblar.
Aquel pobre técnico aún tiene que estar dando gracias a
sus dioses porque aquel hombre no saliese como loco a la calle y llamase a la
policía o, pero aún, a la prensa local. Por la otra parte, y hasta donde sé,
el hijo de aquel señor nunca llegó a jugar una sola partida de rol.
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