[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]
Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




El futuro tras el escaparate

Aunque puedo levantarme y echar una mirada a las novelas de las que voy a hablar, o buscar en los archivos que conservo de ellas; prefiero no hacerlo para traicionar lo menos posible a los recuerdos que aún perduran.

Eran los tiempos en que el género no era llamado cf, era conocido por varios nombres, a cual más raro. Corría el 52... ¿O era el 53? Por ahí más o menos. Pero del siglo pasado, claro.

Aquella mañana iba a llegar tarde a clase de matemáticas, a la dichosa clase de aquellos números que tanto se me atragantaban. Era aburrido escuchar a don Alfonso, el eterno opositor a catedrático. Los chismes que corrían por la Escuela de Comercio afirmaban que le habían suspendido varias veces, y nos alegrábamos por ello. Era una especie de venganza por lo mucho que nos amenazaba con un cate. No nos caía bien don Alfonso, quizá porque además de estar siempre salido y mirar a las niñas, trabajaba, es un decir, en la delegación del Trabajo. Manías.

Yo había aprobado el primer curso de mates por los pelos y me enfrentaba al segundo, era otoño y corría por la calle San José porque iba a llegar tarde. La Escuela de Comercio no estaba muy lejos de mi casa, a unos diez minutos caminando tranquilamente, pero aquella mañana me había quedado un poco dormido y mi madre me había echado la bronca porque iba a llegar tarde; sin embargo, insistió en que desayunara y tuve que beberme el tazón de café y comerme la rebanada de pan tostado con aceite, y el tiempo se había hecho más corto.

En aquellos años el otoño era fresco, todavía que no había cambiado el clima, era respetuoso con las estaciones. Con Franco el verano se terminaba cuando debía terminarse. Faltaba muchos años para que se empezara a oír hablar de la capa de ozono y aparecieran los grupos ecologistas. En aquellos tiempos no aparecía nadie diciendo cosas raras, faltaría más. Eran los tiempos en que la cola para el cine de verano, larguísima, se mantenía quieta y formal porque cerca de la entrada había un gris que a veces miraba hacia atrás y nos acojonaba. Bueno, a mí y a mis amigos no nos acojonaba, pero como veíamos que a los mayores sí, pues por si acaso dejábamos de comer pipas, no fuera a ser que nos hiciera barrer la acera. Entonces no había vigilantes ni guardias de seguridad. Un policía armado bastaba para que la cola fuera perfecta. No hacían falta los antidisturbios.

Había comenzando septiembre y el recuerdo de las vacaciones invitaba poco a coger la maleta de badana llena de libros y a correr por la calle San José para salir a la plaza de Mina, entrar en el callejón del Tinte, que no era un callejón desde hacía un montón de años, e irrumpir en la plaza de San Francisco, cruzarla y finalmente bajar por Rafael de la Viesca hasta alcanzar el viejo edificio que albergaba la Escuela de Comercio. Lo mejor de ella era su gran patio. Lo peor, las clases del último piso, en plena azotea, y el montón de escaleras que había que subir, el último tramo de peldaños de madera, angosto y oscuro.

Yo corría, aunque no demasiado, porque aquella mañana no tenía ganas de ver ni oír a don Alfonso. Todavía no tenía reloj de pulsera, y me veía obligado a calcular mentalmente los minutos que pasaban para saber si llegaría a tiempo. Don Alfonso siempre se retrasaba, que para eso era el profesor, y yo esperaba que aquel día no cambiara la costumbre. Pero de alguien que trabajaba en la delegación de Trabajo se podía esperar todo.

Al llegar a la altura de la librería y papelería Díaz me llamó la atención algo que percibí de reojo, y me detuve. En la entrada, en uno de los escaparates pequeños, brillaba en colores esplendorosos la extraña portada de una novela. Apenas entreví el nombre de la colección, confusamente avisté una esbelta nave roja que se alzaba rodeada de una especie de tobogán por el que ascendían estilizados vehículos. Me habría quedado más tiempo analizando lo que tenía ante mis ojos al otro lado del cristal, pero el rostro de don Alfonso volvió a aparecerseme y eché a correr, más deprisa, más nervioso, prometiéndome que a la vuelta me detendría en la librería y dedicaría más atención a aquel destello de colores.

A la aburrida clase de matemáticas sucedió la de geografía, que siempre me gustaba. Aquel día, por eso del extraño programa que cambiaban a cada momento, tocaba a las once. Las daba el director, don José Silveira, un sesentón amable que disfrutaba hablando de países y continentes. Don José tenía la costumbre de entrar en los cines, pagando naturalmente, nada de gañote, para ver sólo el NoDo, y se salía antes de que empezara la película. Hablaba bien de Franco, creo que sinceramente, convencido de que era el salvador de la patria, y se emocionaba cuando relataba lo que España estaba progresando. Era un pedazo de pan, de veras. Le queríamos todos, supongo que en parte porque le costaba dar un suspenso; bastaba que cuando nos preguntaba cuáles eran los países más avanzados del mundo, respondiéramos que España, mentándola en primer lugar. Si uno la nombraba en segundo o tercer lugar, recibía una reprimenda, pero no por ello recibía una mala nota. Pero ¡ay! de quien se le olvidara pronunciar la palabra España. A don José se le podía contentar con poco. Lo peor eran las clases del padre Ignacio, alias Juan Centellas. Pero esa es otra historia.

Al salir de la escuela me gasté las tres pesetas que llevaba en el futbolín. En la delantera yo era un desastre, pero con el portero y los tres defensas era un artista y siempre encontraba quien formase equipo conmigo. Las tres pesetas me dieron para jugar ocho partidas, así que gané Núnez, mi habitual compañero, ganamos cinco y perdímos tres. No estaba mal.

Regresé a casa por el mismo camino que a la ida.

No me acordaba de lo que había visto en la librería hasta que llegué a su altura y volví a contemplar la portada de la novela.

FUTURO. Novelas de ciencia y fantasía. El lomo era rojo y negro, podía verlo si me inclinaba un poco. Me recordó la bandera de Falange. Era el número uno. Debajo del sencillo logotipo, el título: Capitán Rido, y a sus pies, en letras pequeñas, J.Hill, el autor. Era una portada preciosa. Sin hacer caso a la gente que entraba y salía del establecimiento, me quedé un rato contemplando la nave enorme y roja, medio envuelta en una cúpula transparente, su proa apuntando a un cielo brillante, azul y negro, con un mundo que tenía la silueta de la Tierra a la derecha y un diminuto planeta con anillos más allá de la punta de América del Sur, rodeado por las nubes de una noche enigmática. Había un prado verde con senderos repletos de personas, insignificantes, cual hormigas. Lo más atrayente para mí era la autopista que rodeaba la popa de la nave y las docenas de coches que corrían hacia su interior. El fondo era una ciudad de rascacielos, edificios oscuros con ventanas brillantes.

Entré y pregunté al señor Díaz el precio de aquella novela.

Ocho pesetas. Costaba ocho pesetas, cuatro más que las novelas del FBI, de Rodeo y del Coyote. Su valor era el mismo que ocho partidas de futbolín perdidas, lo que valían dos butacas en el Falla u ocho entradas para el paraíso, lo más alto del teatro, donde casi se podían tocar las pinturas de personajes míticos o religiosos que flotaban envueltos en nubes rosadas y amarillas que se perdían en una cúpula que cuando la miraba me parecía que era el verdadero techo y por cuyos ventanales sin cristales debía penetrar el aire de la tarde o de la noche.

Ocho pesetas.

Salí después de dar las gracias al señor Díaz, que me miró sonriente, como diciéndose a sí mismo que nunca se la compraría.

Capitán Rido

Siempre que pasaba por delante de la librería me paraba para mirar el cohete rojo. ¿Quién era el Capitán Rido? Otro día entré y pregunté al hijo del señor Díaz si era el último ejemplar que tenían. Me respondió sí, que sólo habían recibido ése. Me lo podían quitar, pensé mientras salía, la mano en el bolsillo donde llevaba dos pesetas rubias. Dos partidas de futbolín, me dije. Mi hermano era quien llevaba los tebeos a casa, pero no llevaría aquella novela porque a él sólo le gustaban las de FBI y las del Coyote. A mí también me gustaba leer las andanzas del moderno Zorro, pero me divertían más las aventuras que transcurrían en Mongo o en Marte.

No jugué al futbolín durante cuatro días. Conseguí ahorrar seis pesetas. A la mañana siguiente mi padre me dio dos rubias. Tenía el dinero para la novela, y al salir de la escuela me dirigí a la librería. Al doblar la esquina me encontré con Naranjo. Se llamaba Pepe Naranjo y jugaba como nadie en la delantera, marcaba más goles que Nuñez, tenía una endiablada habilidad para engañar al contrario. Le acompañaban dos chicos a los que no conocía. Naranjo me dijo que le habían retado y andaba buscando un defensa. Al otro lado de la calle Ancha habían abierto un local con cuatro mesas flamantes, con bolas de madera que aún no estaban chungas. Lo dudé, estuve a punto de decir que no, pero al poco me encontré defendiendo el rectángulo negro, rezando para que no me metieran un gol y acabar con el capital indemne.

Naranjo fue aquella tarde un desastre, y a mí me metieron goles por todos lados. Sólo fueron ocho partidas. Nuestros contrincantes eran demasiado buenos. Otro día será, se despidió Naranjo de mí, encogiéndose de hombros. Llevaba dinero en el bolsillo, le había visto cambiar un billete de veinticinco; su padre era embarcado y se lo había dado por la mañana. Cuando regresaba de la mar gastaba el dinero a espuertas, hasta que volvía a embarcarse, ya sin un real en bolsillo. Entonces Naranjo no jugaba, se limitaba a ver cómo jugaban los demás, hasta que su padre volvía.

No pasé por la librería aquella tarde, ni a la mañana siguiente. Era como si hubiera traicionado a aquel Capitán llamado Rido, del que nada sabía. La novela seguía en el escaparate.. Unos días después la devolverían. O alguien se la quedaría.

Al día siguiente me enteré de que a mi madre le había tocado los ciegos, veinte duros por dos cupones. A cada hermano nos dio dos, menos a mi hermana pequeña, porque era aún demasiado chica. Corrí a la librería y pedí al señor Díaz la novela. Me miró extrañado, pero salió del mostrador, abrió el escaparate y me la dio, junto con las dos pesetas de vuelta.

En la plaza San Antonio, conocida así de siempre, aunque se llamara oficialmente de José Antonio Primo de Rivera, empecé a leer la novela sentado en un banco:

Capítulo Primero

RETORNO A LA TIERRA

Roberto Darley redujo el paso de energía a los tubos de combustión. Estaba pasando a poca distancia de la Luna, aunque manteniéndose fuera del área atractiva. Dentro de unos minutos entraría en la zona de atracción de la Tierra, y no necesitaría de sus motores. Entonces usaría los de reacción para un aterrizaje suave en el gran aeródromo de Nueva York....

Lo que seguí leyendo me dejó perplejo. Empecé a arrepentirme de haber empleado ocho pesetas en aquella novela que no tenía nada que ver con las aventuras de Flash Gordon. ¿Qué palabras eran galaxia, atomizador, sideral, humanoides? ¿Por qué ponían los pies de página para explicar la distancia que recorría la luz en un segundo? Me sentí estafado. El señor Díaz no me devolvería el dinero, pensé. Menudo era.

Me guardé la novela en el bolsillo del abrigo y la escondí al llegar a casa. Si mi madre descubría que había gastado casi todo el dinero que me había dado hacía un rato en una novela, me mataba.

Aquella noche, en el encierro de mi cuarto y a la luz de la farola de la calle, intenté amortizar el gasto. ¿Qué otra cosa podía hacer sino leer la novela? Volví al principio, leí más despacio, y me enteré de que el piloto llamado Roberto Darley regresaba de una misión y moría antes de alcanzar la Tierra, alcanzado por unos rayos misteriosos. Conocí al Capitán Rido y a su ayudante Sánchez Planz, y empecé a adivinar, más que a comprender, que la palabra galaxia podía ser un pedazo del universo, pero situado muy lejos de nuestro mundo, más allá de Plutón. Acabé entusiasmándome con las andanzas de Rido, sus viajes a los mundos extraños, a Pali y a Naique, su romance frustrado con Krina Kartin, su sorprendente descubrimiento del poder del planeta enemigo de la Tierra, que amenazaba a la economía de la Federación porque sus habitantes utilizaban el poder de la mente para producir naves y cosas más baratas que los mundos federados. Una competencia muy desleal.

Al día siguiente, cuando la clase de geografía terminó, me quedé y pedí a don José Silveira que me explicara qué era una galaxia. El director me miró, consultó nervioso su reloj de bolsillo y me dijo que tenía prisa, que en otro momento me diría lo que era una galaxia. Aquel día había dado la clase por la tarde y pensé que quería irse al cine, para ver en el NoDo a Franco inaugurando un pantano.

Dos semanas más tarde ya tenía escondidas ocho pesetas para comprar la siguiente novela de FUTURO.

Don José Silveira nunca me explicó lo que era exactamente una galaxia. No lo supe hasta que un amigo me prestó un enorme diccionario de su padre, y buscando en la letra G con paciencia conseguí salir de dudas, pero también quedé un poco más confundido, porque no sólo había una sola galaxia en el universo sino muchas.

Mientras esperaba la siguiente novela de Futuro, volví a leerme Capitán Rido, inseguro de mí mismo y de la promesa que me había dado de guardar las ocho pesetas para comprar el número dos de la colección.

Los hombres de la escafandra roja de la Prisión Sideral venían de camino.

¿Resistirían hasta entonces las pesetas ahorradas?

En mis oídos resonaban los bolazos de rechazo de mi defensa invicta.


Archivo de La Memoria Estelar
[ portada ] [ reseñas ] [ opinión ] [ artículos ] [ editorial ] [ nosotros ]