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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Más madera

¡Más madera!, gritaba Pepe el Careta para animar a la improvisada cuadrilla de chavales que transportaban las maderas desde los carros a las cuadras, recorriendo la larga fila, riendo y hostigándolos, riñendo a los listillos de siempre que se echaban al hombro los troncos más pequeños. ¡Es la guerra!, añadía con su vozarrón.

Pepe el Careta había visto hacía poco Los hermanos Marx en el Oeste, y como le había gustado la película, como a todos los que yo conocía, parodiaba a Groucho. La marcha de los chavales, empujándose y riéndose, a veces cagándose en las casta de Pepe el Careta porque les había endilgado un pedazo de madera más grande, me recordaba las películas de Tarzán, con sus safaris y los saltos del hombre mono de árbol en árbol, no agarrado a una liana, sino a un trapecio que costaba de ver en la pantalla, y las escenas que se repetían en más de una película. Por ejemplo, no sé cuántas veces vi al mismo negro caer por el barranco, y el ataque de la tribu a los exploradores parapetados al otro lado de un río, que la horda vadeaba agitando escudos y lanzas.

Pero en esta nueva entrega, creo que última sobre la explosión, no voy a hablar sobre Tarzán, sino de la compra masiva que mi padre hizo de la madera que salió de entre los escombros del astillero.

A mi madre le parecía una barbaridad tanta madera como se iba acumulando en las naves del fondo de la panadería, que eran enormes. Toda la panadería lo era, nada menos que dos fincas unidas. Allí daba gusto jugar, había sitio para todo, sobre todo para esconderse. Mi madre reprochaba a mi padre el gasto que había hecho, y él contestaba sonriente que aquello siempre era dinero, que tendrían leña para los hornos durante una buena temporada, y no tendría que preocuparse si volvía a escasear. Y añadía que había que aprovechar el momento. Según él, era una buena inversión. No sé los duros que le costó.

Cuando la última carrá de madera fue transportada y en las enormes cuadras que hacía tiempo no pisaba un jumento ya no cabía ni un palillo de dientes, mi padre recibió la visita de unos carpinteros interesados en comprarle algunas vigas de madera noble, que las había y en cantidad junto con otras que no merecían otro destino que el fuego.

Y una parte de la madera que unos días antes había entrado en medio de tanto jolgorio en el barrio, volvió a salir, pero seleccionada. Mi padre sonrió a mi madre, como diciéndole: ¿Ves, Carmela, cómo yo tenía razón? Y aquel día se agenció a cambio de buenos duros un papelón de jamón serrano que a escondidas le vendió el montañés de la esquina, previo encargo, porque había que traerlo de no sé dónde.

Mientras la boca de horno devoraba los trozos de madera, mi hermano y Pepe el Careta se asociaron para un nuevo negocio, en el que participé como aprendiz.

Todavía las cuadras estaban atestadas de madera, y entre ellas, engarzados, atornillados o retorcidos, cantidades de metales. Todo había entrado en el lote, maderas caras y metales que valían sus perras. Así que armados de destornilladores, palancas y otras herramientas, los nuevos socios, con el permiso de mi padre, que les dijo que lo que sacaran por los metales se lo podían repartir, iniciaron la operación limpieza de todo trozo de madera que llevara un buen pedazo de cobre, bronce o metal.

Eso del destornillador me gustó, y yo venga por las tardes a sacar tornillos y a arrancar pedazos de hierro, porque todo valía, y el cobre más. Había escasez de todo, pero sobre todo de cobre, que lo pagaban a buenas pesetas el kilo; el hierro no tanto, pero no se iba a tirar, y además no debía ir con la madera al fuego.

Durante varias semanas la industria del reciclaje estuvo en pleno auge.

Se hicieron varios viajes a la calle Ceballos con el carrillo de mano para llevar los metales, que el chatarrero pesaba bajo la mirada vigilante de mi hermano y Pepe el Careta. Yo les acompañaba, y veía cómo se embolsaban los billetes de cinco, veinticinco y hasta de cincuenta pesetas. Más tarde, en la panadería, se procedía al reparto, al cincuenta por ciento. Aquél era el momento que a mí más me gustaba, porque era cuando yo, aprendiz de reciclador, aunque ni verbo ni oficio se conocieran aún por estas palabras, iba a recibir lo que los dos socios llamaban mi propina. Me daban una propina, decían ellos, y cada uno ponía en mis manos un duro o dos, según hubiera ido el negocio. Fue mi primer salario.

Mi madre me decía que echara el dinero en una hucha. Yo no tenía hucha, y como comprar una de barro me iba a costar una peseta, no me parecía bien guardar el dinero, y me iba al puesto de la calle Benjumeda y allí desaparecían las propinas, transformadas en estos y en aquellos tebeos.

En mi vida compré tantas aventuras del Guerrero del Antifaz, de Roberto Alcázar y Pedrín y no recuerdo que más personajes de Manuel Gago.

A los pocos días, otros viaje a la calle Ceballos, y más duros al bolsillo, que terminaban en el cajón del quiosquero.

Pero lo mejor es que mi hermano también compraba tebeos, de esos grandes de Tarzán ¡y de Flash Gordon!, y Leyendas y Chicos. Chicos era mi revista preferida, porque las andanzas de Cuto era lo primero que leía, y sus líos en con aquellos chinos vestidos como los soldados alemanes eran la monda. Para mi hermana, Mis Chicas, que yo también leía, pero menos porque era una revista para niñas.

Un día las maderas no dieron más metales y se acabaron las propinas. Ya no compré tantos tebeos. El quiosquero lo lamentó. Y yo.

Tuve que conformarme con los tebeos que compraba mi hermano, que ya no eran tantos, porque la mina se agotó, y ya empezaba a fumar a escondidas y el tabaco de contrabando, que era el que le gustaba, costaba caro.

Pero la alacena donde guardábamos los tebeos y las novelas de El Coyote, Tres hombre buenos, Pete Rice, Bill Barnes, La Sombra y Doc Savage estaba repleta.

Los tebeos los releía una y mil veces, hasta gastarlos. Un día me dio por coger una novela con aviones en la portada, y con bastante trabajo la empecé y la terminé. Creo que no entendí casi nada, pero aprendí que había aviones, por ejemplo el que pilotaba Bill Barnes, El Sueño Escarlata primero y luego El Lanza de Plata -¿o era al revés?- que alcanzaban una velocidad de más de trescientos kilómetros por hora. Una barbaridad. Ahí empezó mi afición a la lectura, y a lo fantástico, a los hechos extraños.

El día de la explosión se iba alejando, la gente ya no hablaba tanto de aquel día, y los paseos por extramuros para ver las casas caídas y el astillero arrasado no atraía tanto a los gaditanos, que paseaban por el Campo del Sur y por la playa. Creo que procuraban no ver lo que había quedado por los alrededores de la llamaba Fábrica de Minas y Torpedos.

Siguieron llegando ministros, jefes provinciales del Movimiento y demás jerifaltes del régimen, todos prometiendo que aquello se iba a arreglar. Sí, arreglaron algo, claro está, pero muy despacito, hasta que un día apresuraron las obras y repararon muchos desperfectos, sobre todo por los sitios donde iba a pasar el Caudillo.

Franco vino a vernos, y desde el balcón del ayuntamientos, con su voz chillona amplificada por unos destartalados altavoces, nos prometió que Cádiz resurgiría de las cenizas, y la gente que llenaba la plaza, que había venido de todos los pueblos de la provincia a cambio del viaje gratis, un bocadillo de mortadela y media botella de vino, aplaudía a rabiar.

Luego el Caudillo pernoctó en el hotel Atlántico y a la mañana siguiente se marchó con su guardia mora y sus motoristas, a bordo del Mercedes blindado que un día le regaló un amigo que tenía llamado Hitler.

Nada de esto vi, pero me enteró por los mayores, que hablaban en voz baja de la visita de Franco, y se reían, no sé por qué.

Los gaditanos esperamos mucho tiempo a que dieran comienzo las obras prometidas. Algunas se hicieron, es cierto, pero la mayoría no pasó de los papeles. Nadie protestó, como era de esperar.

Al menos el astillero fue reconstruido, hubo un poco de más trabajo y se pagaron viejas deudas, sobre todo a los montañeses.

Yo seguí leyendo tebeos, siguiendo con interés cada semana las aventuras de Cuto, de Flash Gordon y de cuanto héroe, no superhéroe, caía en mis manos. Y de vez en cuando leía una novela, sobre todo si era fantástica.

Tardaría mucho tiempo, repito, en darme cuenta de que siendo un crío había vivido una peli de catástrofes.


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