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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Los Tercios del Espacio

No sé si les habrá ocurrido a muchos de los que andan en esto de escribir novelas y cuentos, pero mientras yo leía novelas y cómics -entonces historietas o tebeos- me imaginaba dibujando trepidantes aventuras o narrando no menos estupendas gestas espaciales. El problema era encontrar el argumento para la labor que fuera. Lo sencillo era imitar, copiar o plagiar. Después de haber leído cientos de novelas (del oeste, de guerra, de espionaje y sobre todo de trapisondas planetarias), cavilaba y me preguntaba cómo demonios se les habían ocurrido a José Mallorquí, a Alf Manz o a George H. White tantas ideas.

Para dibujar historietas no se requería una inversión muy importante: bastaba con unos pliegos de papel, unas plumas, un tintero de tinta china, Waterman por supuesto, y un lápiz. Ah, y una regla, una escuadra y un cartabón para delimitar las viñetas.

Pero si quería lanzarme a la aventura de ser escritor, necesitaba una máquina de escribir. Y eso costaba una pasta. A darle a las teclas había aprendido en la academia Santarén, que me pillaba camino de la escuela de Comercio. Para aprobar el examen nos pedían copiar una página en un tiempo determinado. Recuerdo que me pasé dos semanas aporreando una viejísima Underwood de tampón en la academia, llenando páginas con las palabras tur y run, para luego unirlas y escribir turrun. Luego vinieron otras, y una frase larga que empezaba diciendo "Hoy veo la pequeñez de gasto..." Lo que seguía lo he olvidado a pesar de haberlo escrito miles de veces. Un día, la profesora me dio un libro para que lo copiara. Más tarde calibraría mi rapidez con un reloj de arena, a ver cuántas palabras era capaz de escribir en un minuto. Tampoco recuerdo cuántas alcancé, pero seguro que no batí el récord.

Dibujar sabía un poco, me daba buenas mañas. Si no era el mejor matemático ni el mejor físico, en las clases de dibujo no había quien me ganara. A muchos compañeros les hice los dibujos que debían presentar a final de curso, a dos pesetas los de carbón y a duro los de tinta, poniendo ellos el material, faltaría más. La asignatura de dibujo era como las de Religión, Formación Política y Educación Física, vulgo las tres marías, que poniendo un poco de empeño se aprobaban. Incluso se podía torear a Juan Centellas, el cura que nos daba la tabarra dos veces a la semana, el que un día nos pidió que dejáramos de besarle la mano en la calle porque se la dejábamos llena de baba. Esa mañana nos habló de lo mucho que sufrió Jesucristo para salvar nuestras pecadoras almas, y se quedó tan pancho. Me alegré de no haberle hecho nunca la pelota dándole un ósculo público en el dorso de su mano inmaculada.

En la clase de doña Carmen, la profesora que nos enseñaba a juntar letras y a conjugar los verbos, había tres máquinas de escribir antiguas pero en buen funcionamiento. Como a doña Carmen se le encaprichó hacer un periódico a ciclostil, logró el dinero para comprar la máquina y los cliclés, y nos reunió a los cinco alumnos menos torpes para que escribiéramos artículos y habláramos de la escuela. A mí me encargaron diseñar el rótulo de la revista, que un profesor, el cursi que había llegado de Valladolid y nos tenía hartos porque siempre iba diciendo que había que ver lo mal que hablábamos los andaluces, eligió el no menos cursi título de Destellos. A doña Carmen no le gustaba, pero se calló porque no quería mandar a paseo al profe ése, al que pocos podían tragar. Pues como teníamos bula para usar las máquinas en horas no lectivas para la redacción de la revista, me dije que había que aprovechar la ocasión para empezar mi primera novela. Así que compré una peseta de cuartillas -a perra gorda cada una- y me lancé a la aventura de escribir mi primera novela.

Debo confesar que en realidad no era la primera, pues antes había empezado varias escribiéndolas a mano, con la idea de más tarde pasarlas a máquina, cuando tuviera ocasión. Pero no terminé ninguna: a la segunda o tercera página ya me había cansado, y encima no sabía cómo demonios continuarla. Así que primero me planteé un argumento. Pillé una idea de aquí, otra de allí y me dije que con aquellos escasos mimbres era capaz de sacar adelante la novela. La trama era un batiburrillo de las pelis que había de marcianos, pocas, y de bastantes aventuras de Flash Gordon, del Capitán Rido y de otros personajes ya olvidados.

Aunque no lo creáis, me acuerdo de qué iba la novela de marras. Acababa de leer La legión del espacio, en Futuro, y aunque me olía a plagio de legión extranjera francesa, me había gustado. Para camuflar la fuente de inspiración me inventé los Tercios del Espacio, una organización armada enemiga del mal. Como el tirano de turno veía con malos ojos la existencia de este ejército dedicado a deshacer entuertos en los planetas de su corrupto feudo, decide eliminarlo, y va el cabroncete y ordena a los Tercios que se concentren en una fortaleza para que desfilen ante él y luego pasar revista a los efectivos. Es una trampa, claro, y cuando veinte mil tíos están en el patio de armas, que debía ser enorme, esperando que el malo aparezca, de las murallas sueltan andanadas de rayos y los pulverizan. El muchachito bueno, como llamábamos entonces al protagonista, se salva por los pelos, cayendo herido debajo de un montón de compañeros suyos muertos. Como había que limpiar el patio, los cadáveres son recogidos por unos enormes bulldozers y arrojados a un barranco. El prota tiene la suerte de caer encima, y no debajo, porque entonces no la habría contado, y la chica de turno, que estaba esperando salir a escena, lo salva. Se lo lleva a su casa y le cura. El padre de la chica es un sabio, y es dueño de una nave espacial. Este era un detalle por mi parte, que tuve en cuenta porque los buenos iban a necesitar un medio para escapar. Cuando el chico ya está más sano que una pera, a pesar de los rayos que ha recibido, en compañía de la chica y su padre emprende un viaje a un planeta en el que quedan unas compañías de los Tercios, que el malo no sabía que estaban allí, porque además de malo tenía que ser bastante torpe. Pues el final se lo puede imaginar incluso el más torpe: los Tercios se reorganizan, el padre de la chica inventa un arma definitiva y, después de un par de batallitas, el chico mata al tirano en una pelea, se declara a la chavala y se casan por la iglesia.

Una tarde en la que tecleaba a solas en la clase, se presentaron dos alumnos de octavo. Uno de ellos se dio cuenta de que yo estaba escribiendo una novela, y el tío, en lugar de darme un cate y decirme que no hiciera el capullo, se limitó a comentar que como yo me empeñara en ser escritor iba a pasar más hambre que Carpanta. Y se fue tranquilamente con su amigo, charlando de sus cosas. Creo que me consideraron un caso perdido. Aquel individuo que estaba a punto de terminar la carrera, fue el primero en darme un aviso. No le hice caso, claro está, y por lo bajini me acordé de sus castas, mientras veía que se largaba. No debí hacerlo. Tenía más razón que un santo.

La novela de marras, de cuyo título verdadero ni me acuerdo, se la di a leer a doña Carmen. Tuve más valor que el Guerra (el torero, no el político, que ése no sé lo que tendrá o dejará de tener). La buena señora me escribió una crítica, muy benévola por cierto. Creo que ella puntuó más mi esfuerzo, las muchas tardes de ese invierno que en lugar de jugar al futbolín me gastaba las pesetas en comprar cuartillas y me las pasaba aporreando las teclas. Creo que también se mostró indulgente conmigo porque fui el único de sus alumnos que escribió una novela. Ella no me quitó puntos porque era de ciencia-ficción. Tampoco me dijo: Torres, qué cosa más rara has escrito, hijo. Recordando su cara cuando me devolvió la novela y me entregó su comentario, que no crítica, pulcramente escrito a máquina, creí ver en su mirada que se sentía un poco orgullosa de mí.

Cuando años más tarde recibí un pequeño paquete conteniendo lo tres ejemplares de Un mundo llamado Badoom que me había enviado Editorial Valencia, aparté uno para mi hermano y otro para mí. El tercero lo envolví y me dirigí a la casa de Doña Carmen. No había vuelto a verla desde que estaba en la mili; de eso hacía más de dos años. Una tarde, recién salido de una guardia en el castillo de San Sebastián, la encontré en la Caleta. Ella paseaba. Ya estaba jubilada. Nos saludamos y hablamos un poco de todo. Me dijo que el uniforme me sentaba muy bien, y volví a leer en sus ojos que me mentía como el día en que me aseguró que mi novela, aquel mamarracho que tuvo la paciencia de leer, le había gustado, que estaba bien para ser la primera que yo escribía. No hablamos de libros, y nos despedimos. Yo estaba deseando llegar a casa y quitarme el caqui, porque mi novia me esperaba para ir al cine.

Doña Carmen vivía en la misma casa de siempre, en la calle Solano. Yo estaba seguro de que le gustaría mi regalo. La persona que abrió la puerta era la hermana de doña Carmen. Llevaba luto.

Volví a casa con mi novela bajo el brazo.


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