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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Entré en Bruguera con una amenaza bajo el brazo

Un día escribí: "Estaba solo. Abandonado en medio de aquel paraje hostil, desamparado y con apenas unos minutos de vida, los que pudieran proporcionarle su menguada reserva de oxígeno".

Poco antes había puesto en el carro un inmaculado folio en la aún no vetusta máquina de escribir, una Olivetti Studio 16, verde ella, pequeña, portátil. Había empezado una novela de a duro para enviarla a Bruguera.

Decidí escribirla después de haber comprado y leído el número uno de la nueva colección La Conquista del Espacio. Ya tenía noticias de que así se llamaba una serie de televisión que ponían en la Dos, que entonces se conocía como el UHF y no se cogía en Cádiz ni los días de levante, una serie de cf cuyo verdadero nombre era Star Trek.

La nueva colección la editaba Bruguera. Como la novelita que compré para ver de qué iba el asunto no era nada del otro mundo, me dije que la que yo escribiera no podía desmerecerla, y como la colección acababa de inaugurarse me dije que tal vez me la aceptaran, porque en esto de la ciencia-ficción Bruguera acababa de irrumpir y a lo mejor necesitaba autores, que del oeste debían tener de sobra. Así pues, había que darse prisa.

Una tarde la empecé. Ya tenía el argumento. Unos años antes había escrito algo parecido, cuando imaginé que iba a poder seguir publicando en Valenciana. Aquella novela no la terminé porque la colección Luchadores del Espacio acabó un número después de que me publicaran mi primer pedazo de obra titulada Un mundo llamado Badoon. Todo un detalle por parte de la editorial, si se mira desde el lado optimista: esperaron a publicarme para cerrar el chiringuito.

No me avergüenza confesar que por aquel entonces mi ambición literaria, si se me permite llamarla así, se reducía a ser autor de novelas populares de ciencia-ficción. Vamos, que estaba "empestillado" en ello. Obsesionado, quiero decir. Pero menos. No exageremos.

Creo recordar que tardé como un mes en escribir la novela, noventa y cinco folios. Entonces las novelitas de a duro tenían 128 páginas. Repasé el borrador, volví a escribirla y le busqué un título. No me llevó mucho tiempo decidirme por el de La amenaza del infinito, y con él escrito con mayúsculas en la primera página, junto con mi nombre y dirección, envié una de las dos copias a Bruguera, que hice a base de papel carbón y doble papel, no como ahora, que uno pone en marcha la impresora y puede irse al cuarto de baño. Naturalmente, la envié acompañada de la consabida carta de presentación. A ver.

La contestación tardó alrededor de un mes. Cuando el cartero me entregó la carta lo primero que pensé era que dentro encontraría una misiva en la que se me comunicaba que lamentaban no poder aceptar el original por tal o cual causa, porque la novela era mala de solemnidad o debido al exceso de originales.

Me costó creer que me aceptaban la novela, de veras. Debían de estar escasos de originales, pensé, siempre tan optimista. Leí las condiciones y me parecieron de lo más razonables. 4.500 pesetas de anticipo y un 5% como porcentaje sobre la venta. No estaba mal, me dije. Al cabo de ocho años se había triplicado el pago, desde Un mundo llamado Badoon. Claro que la vida también había subido bastante, pero era casi tanto como lo que cobraba un albañil en un mes por aquellos años. Y más descansado. No dudé en aceptar las condiciones. A las dos semanas recibí el contrato y un formulario que debía rellenar con los nombres de los protagonistas, con una sinopsis de la novela y una sugerencia para la portada. Qué gente más formal, me dije. Un mes más tarde recibí las pelas por giro postal. Invité a mi mujer a cenar, para celebrarlo por todo lo alto. A los amigos y demás familiares, a unas cañas y unas tapas, que entonces costaban diez reales.

Huelga decir que el mismo día en que recibí la fausta nueva con la aceptación de mi novela abrí la portátil y encajé un folio en el rodillo. Como llevaba algún tiempo sin escribir, en la mente tenía almacenados algunos argumentos e ideas, y comencé Los mercenarios de las estrellas, novelita en la que, sin proponérmelo, esbocé lo que se convertiría en el Orden Estelar.

Desde que envié el contrato transcurrieron seis meses justos para que un día el cartero, que ya me caía más simpático, me entregara un paquetito. Siempre me ha hecho feliz recibir una nueva novela de la editorial, la que sea, esa ilusión aún no la he perdido. Es un momento único cuando el autor, aunque sea de novelitas de a duro, ve materializado su trabajo tras romper nerviosamente la envoltura del certificado. Joder, me dije. ¡Si hasta me habían hecho caso, el dibujante se había guiado por mis indicaciones para la portada! Mi héroe estaba en ella, pegando un pedazo de tiro a los tentáculos de un varvol, el pérfido alienígena que representaba a la amenaza venida del infinito. Era mayo de 1971; el siglo pasado, casi nada. Cómo se va el tiempo. A Franco le quedaban cuatro años y unos meses. A Carrero, menos.

Pero no hablemos de política, que la ciencia-ficción es cosa más seria.

A mí me quedaban bastantes ideas por desarrollar y me puse manos a la obra. Mi Olivetti se echó a temblar, la pobre.

En aquella época Bruguera era una máquina eficientísima. Yo enviaba una novela, era leída en una o dos semanas, recibía el acuse de recibo, luego el contrato y al mes justo, el anticipo; y cinco meses después el resto del pago por la tirada, porque pagaban por tirada y no por ventas. Luego me enteraría de por qué funcionaba así la cosa: las novelitas de a duro se distribuían en los quioscos, en los que permanecían una semana, porque su publicación era semanal, como el Pulgarcito, El Capitán Trueno o el Tío Vivo. Los ejemplares que habían sido distribuidos primero en las ciudades de importancia eran recogidos y vueltos a distribuir al resto de España, en las ciudades pequeñas y supongo que incluso en los pueblos perdidos de la serranía. Por último, cuando se recuperaban los que no se habían vendido, eran enviados a Hispanoamérica y allí se quedaban. Distribución en cascada, lo llamaban. Daba resultado.

De mi primera novela llegaron a editar once mil ejemplares. Eso ponía la editorial en el contrato, y lo creí. Más tarde dejé de creer lo que decían las editoriales, o casi todas. En los mejores tiempos de la colección la tirada, siempre según la editorial, ascendió a más de veinte mil ejemplares, hasta que a principios de los ochenta Bruguera entró en crisis y bajó un poco, pero no demasiado, quedándose en diecisiete mil. Mejor dejamos a un lado lo que pasó con el cierre de Bruguera, que esto entra en la temática del terror.

Con esta editorial aprendí mucho, conocí el extraño y fascinante mundo de la edición, y también que no siempre se cobraba. La lección me costó más de sesenta mil duros, cuando dieron con la puerta en las narices a los acreedores. Conservo las pruebas del impago. Pero no fui el único. Muchos autores de novelitas de a duro, como otros colaboradores, se quedaron sin cobrar. Luego llegaron los depredadores, pero esto para otro capítulo.

Mi primera visita a la editorial, en Camps y Fabrés, como ya he dicho en otra Memoria, aún la guardo en el recuerdo como si hubiera sido ayer.

El barrio entero vivía de Bruguera, porque allí, además de las oficinas, estaban los talleres. Me los enseñaron de arriba a abajo y vi imprimir cuatro novelas de la colección, porque lo hacían en serie, y en un montón de portadas, cuatro por hoja, había dos de las mías. Como creo haber dicho, me regalaron una. Por algún rincón debo tenerla. Conocí todo el proceso que se empleaba entonces, desde el principio al final, para llenar de colorines los anaqueles de los quioscos. Aunque yo era el último en llegar y no tenía contrato en exclusiva con la casa, tal vez porque sólo me dedicaba a eso de la ciencia-ficción, me recibieron de tal manera que llegué a creer que era un personaje importante. Salí más dispuesto que nunca a comerme el mundo, con más ganas que me había comido el croissant del desayuno al que me invitaron en la cafetería de la empresa. No me dejaron pagar, para que luego digan de los catalanes. El portero, al salir, me saludó con más amabilidad que al entrar. Éste no se olvida de mí, me recuerda cuando vuelva, pensé mientras salía. El hombre tenía buena memoria, y cuando volví al año siguiente ya sabía a qué piso me dirigía y me señaló el ascensor con una sonrisa.

A veces me pregunto por qué desaparecieron las colecciones de a duro, y aunque me doy muchas respuestas, me temo que ninguna podría explicarlo. Las echo de menos. Pienso que los tiempos pillaron a esta clase de literatura popular con el paso cambiado, a lo que había que añadir la crisis en los países hispanoamericanos, y que la empresa se embarcó en aventuras desproporcionadas. No sé. Quizá no evolucionó, tal vez la culpa la tuvo la televisión, o que la gente leía menos. O estaba cansada de esas novelitas que verdaderamente eran de bolsillo, en los que se podían guardar no sólo una, sino dos, porque eran pequeñitas, su papel era de prensa y no tenían muchas páginas.

Hoy día vuelvo la mirada atrás y me pregunto si contando con el nuevo plantel de autores de ciencia-ficción que han aparecido a lo largo de las últimas dos décadas, y si las novelitas de a duro hubieran evolucionado, si la tele, el botellón y el ordenador con sus videojuegos no hubieran influido tanto a la hora de joderlas, tal vez seguirían entre nosotros.

Pero las novelitas de a duro murieron como otras muchas ilusiones.

No volví a escribir una novelita de veinte reales después de poner fin a Neljar de Laninkia, título que quedó inédito en la última colección de a duro que recorrió los quioscos de España, Galaxia 2000, pero que ya costaba ochenta pesetas, editadada por Delta.

Me pregunto si hoy sería capaz de escribir una novelita de a duro, con sus sólo ochenta páginas para contar una historia. Y eso que ahora tengo el ordenador. Pero no sé... No conservo la primera máquina de escribir, la portátil total Olivetti Studio 16, pero sí una Olimpia que compré al poco tiempo, no portátil, sin cable porque no era eléctrica, que entonces costaban un huevo y parte del otro, a la que había que darle su toque en la palanca para que el carro girase.

Aunque muchos despotricaban de esa clase de novelas, ya por entonces, creo que eran un banco de prueba para desarrollar la imaginación, para poner a prueba las neuronas de eso que muchos llaman el sentido de la maravilla. Claro que hubo novelas que las escribí sin demasiado entusiasmo, y anda por ahí una que no la entiendo ni yo, que soy su padre. Sin embargo, la mayoría me sirvieron de mucho, me sirvieron sobre todo para disciplinarme un poco, porque en el fondo soy un anárquico, para conocer el intríngulis de iniciar el primer capítulo con cierta garra, a dedicar el primer tercio de la novela a plantear la trama, el segundo tercio al desarrollar nudo y el último al desenlace. Y a procurar no repetirme, a plantearme un día que debía escribir algo sobre esto o aquello, y a prometerme que en la siguiente novelita desarrollaría una vieja o nueva idea, a imponerme a mí mismo el desafío de sentarme una noche ante la máquina sin tener ni pajolera idea de lo que iba a escribir; venirme a la memoria la imagen de una nave saliendo de las entrañas de un valle, reventando con su ímpetu el cauce de un río seco, levantar su vuelo a las estrellas. A veces contemplar la portada de una novela de otra editorial te daba una idea, te retabas a ti mismo a ponerle un argumento al dibujo. Y no era plagio, porque se podía apostar, sin miedo a perder, a que la portada que yo veía en el quiosco o en la librería no tenía nada la menor relación con el interior. Llegó un momento en que Bruguera dejó de hacernos caso a los autores, ya no enviaba los formularios y ponía en nuestras novelas los dibujos que le daba la gana, los que le facilitaba una agencia. Había comenzado la era de la decadencia, dejaron de pedirnos las sinopsis, las semblanzas de los protagonistas, nuestras sugerencias para pasarlas al dibujante que debía realizar el dibujo de nuestras novelas. Acabábamos de entrar en los ochenta. El felipismo estaba a las puertas. Suárez se preparaba para irse antes de que lo echaran. Un tío con tricornio se atusaba el bigote, estaba a punto de decir lo que dijo, lo del coño se siente. La frase que no pasaría a la historia por su originalidad, sino porque la ladró cuando irrumpió pegando tiros en el Congreso, inaugurando la que sería conocida como la noche de los transistores.

No nos dábamos cuenta de que el mundo seguía cambiando, y no podíamos sospechar que en algún rincón de alguna parte se redactaba el documento que iba a firmar la sentencia de muerte de las novelitas de a duro, que no sé quién esgrimió la pluma y estampó la rúbrica.

A lo mejor me hago un día de estos el loco y quito la funda que cubre a la Olimpia, la segunda máquina de escribir que compré, a la que tanto castigué con mis dedos para que de ella surgieran más de cien títulos de novelitas de a duro.

Porque se me ha ocurrido que podría probar a volver a escribir una novelita de a duro.

Quizá haga la prueba con la vetusta máquina de escribir. O encienda el ordenador que ahora utilizo, con no sé cuántos Pentium que tiene, y compruebe si esto de escribir una historia en sólo ochenta folios es como montar en bicicleta, que nunca se olvida. No sé.

Lo malo es que nunca aprendí a montar en bicicleta. Lo tengo difícil. Y el mundo ya no me parece igual.

Es que no lo es, puñetas.


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