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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Al gigante Bruguera no lo mató David

Durante los años que escribí novelas de a duro me pasó casi de todo. A ver si me explico.

Me rondaba por la cabeza la idea de escribir novelas de verdad, como yo las llamaba, con el mismo derecho que otros las llaman novelas serias, quiero decir, lo que marca la diferencia entre una novela de andar por casa, como eran los bolsilibros, y las novelas que tantos nos flipaban, las que venían de USA, las que leíamos en la colección Nebulae. Muchas nos dejaban con la boca abierta. También había novelas malas y aburridas, la verdad.

A mí me entusiasmó sobre todo Universo de locos de Fredric Brown, y creo que leyéndola empecé a entender lo que era el sentido de la maravilla, el placer que se siente creando un universo fascinante. Es apasionante crear una trama, una serie de secuencias que impida al lector dejar el libro sobre la mesita de noche, porque tiene que dormir para levantarse y largarse al currelo. Vamos, que le cueste abandonarlo hasta el día siguiente.

Como ya he dicho, también leí muchas novelas, bastantes ni siquiera conseguí terminarlas, que me aburrieron soberanamente. Saqué la conclusión de que el lector no debía bostezar mientras leía.

Durante ese periodo escribí Dios de Dhrule. No era mi primer intento de escribir una novela seria, había habido otros antes que terminaron en fracasos, proyectos de libros a los que ni siquiera logré poner la palabra FIN. También publiqué algunos cuentos, como “Un asunto endemoniado” y “El ángel malo que surgió del sur”, en Nueva Dimensión. Del primero hablaré en otra Memoria, porque me obligará a recordar la época del Grupo Parsec, que merece un capítulo aparte.

Decía que además de escribir la hoy llamada Trilogía de los dioses, espero que conocida, durante más de diez años me dediqué a las novelitas de a duro, todas de ciencia-ficción excepto una esporádica incursión en el oeste. La venganza de Leslie Grossman es mi única novela de vaqueros. Decidí escribirla para probar cómo me las desenvolvía en el tema que en mis años mozos me apasionó tanto con las cosas del espacio, y también para comprobar si los autores de este género ganaban más que los de cf. Pues me equivoqué, se cobraba casi lo mismo. Como me encontraba más a gusto con naves y pistolas de rayos, retorné de inmediato a La Conquista del Espacio.

Todo iba sobre ruedas hasta que recibí una carta de la editorial recomendándome que no insistiera con los personajes que habían surgido en la novela Los enemigos de la Tierra. Acababan de publicarme por aquel entonces Un planeta llamado Khrisdall, y Adán Villagran estaba a punto de liarse con Alice Cooper, él fardando ya de comandante de la UNEX Silente, que le habían entregado en la Tierra, recién construida en los astilleros espaciales de Izar. Total, que todas las ideas que estaba pergeñando para el Orden Estelar se vinieron abajo. Para colmo, al poco la jodida censura me fusiló una novela con el maldito sello que esgrimió un cabrito, que no sé si tenía el pelo engominado o vestía sonata.

Haberme convertido en blanco de la censura me cabreó. La editorial me devolvió una copia de la novela: las otras dos debieron quedarse en la casa editora y en la otra casa de putas que debía ser la siniestra oficina de la censura previa aquélla, que poco antes el señor Fraga se había sacado de la manga para fardar ante Europa de demócrata en versión franquista. Estábamos más o menos en el setenta y tres, se acercaba el momento de poner al pie de la cama de Franco el brazo incorrupto de Santa Teresa. Luego recurrirían al mando de la Virgen del Pilar y algunas que otras reliquias. Pero ni por ésas.

El caso es que no paré de escribir y publicar, y cuando creí que los jefes de Bruguera se habían vuelto un poco olvidadizos, insistí en el Orden Estelar. Como desde Camps y Fabrés ya no me decían nada, en plan pecho descubierto decidí seguir contando las andanzas de Alice y Adán. Como el hilo me lo cortaron unos años antes, no me decidí a relatar el encuentro de los dos protagonistas, el momento en que despelotados y abrazados se arrojaban a la cama o en caída libre, que no sé cómo saldrá un polvo sin gravedad. Habría que preguntar a la NASA si lo han probado en la Mir o en la estación que ahora nos ronda.

No tardé en descubrir que la sorprendente indolencia por parte de los regidores de las colecciones de bolsilibros de Bruguera se debía a otras causas.

Ya había oído rumores acerca de los problemas de la casa, pero cuando en la tele empezaron a poner anuncios de los libros de Brugura, me dije que carecían de fundamento. Pero si hasta se habían hecho con los derechos de García Márquez, pensaba. Es que la gente, cuando se pone a chismorrear... Eso fue lo que pensé. No me di cuenta de que la alarma había sonado, su sonido nos llegaba de rebote desde Hispanoamérica. Bruguera dependía de ese mercado, lo había inundado con sus libros, y encima se había embarcado en unas aventuras financieras a las que la crisis en que nos agitábamos estaba a punto de darles la puntilla y el descabello.

Así pues, la dejadez que había empezado a notar en la casa se hizo patente: dejaron de enviarme los contratos, aunque todavía pagaban puntualmente, y no se interesaban en que les escribiera la sinopsis de mis novelas. Por supuesto, ya les importaban un higo mis consejos para las portadas.

Como habíamos entrado en la era del destape y la revista LIB nos decía cómo teníamos que echar un casquete, todo había que embadurnarlo de erotismo. Bruguera creó en la calle Argamun una filial, Ceres, que empezó a publicar novelitas del oeste, de terror, sicalípticas -qué palabra tan ñoña- y de ciencia-ficción. En una de mis última visitas que giré la casa, de paso a Francia, no recuerdo quién me dijo que en Ceres necesitaban originales. Tenía que entrevistarme con un tal Enrique Martínez Fariñas. Como no quedaba demasiado lejos de Camps y Fabrés, hice el camino andando. Allí me recibió quien parecía estar al frente del cotarro. Enrique era un nombre de unos cincuenta años, de barba y perilla, menudo, cordial y nervioso. Me hizo pasar a su despacho y me explicó que las novelas que necesitaban eran de ciencia-ficción, pero subidas de tono, que ya podíamos escribir lo que nos saliera de las narices, pero sin pasarnos demasiado. La idea no me pareció mal del todo, pero no tenía una trayectoria demasiado extensa en esto de describir escenas de amor que encendieran la pasión del lector. Pero por probar...

Enrique, que era un tío abierto y parlanchín, me cayó bien. Creo que yo tampoco le caí mal. Me preguntó si podía escribir cuentos de terror. Hombre, de terror no sé, pero si relatos de cf con un poquito de miedo, le respondí. Entonces me enseñó una revista que habían empezado a publicar. Se llamaba Morbo, contenía relatos y una aventura gráfica en el centro. Cuando me dijo lo que pagaban por un cuento de veinte páginas, hice las cuentas y descubrí que valía la pena. Por páginas salía mejor que escribiendo una novelita de a duro. La imaginación se activó. Muchos no saben lo que se despierta ésta cuando el cobro es decoroso.

Como también me habló de la colección Libracos Ceres, destinada a la juventud, que por entonces leía más ahora, me propuso que probara a escribir una novela para chavales.

Cuando terminé mi primer bolsilibro para la colección Héroes del Espacio, me dediqué a lo de la novela juvenil, y salió El viaje de miedo. A Enrique Fariñas le gustó. También envié para Morbo varios cuentos. El último que me publicaron y ni me enteré. Fue el único que no me pagaron. Más tarde todas las publicaciones de Ceres pasaron a ser controladas desde Camps y Fabrés. Para mí era más cómodo, yo enviaba una novela y ellos decidían si se publicaba en Héroes o en La Conquista.

Pero estábamos en el ochenta y tres, año cruel para Bruguera y para los autores de bolsilibros. Felipe ya había expropiado a Rumasa, Alfonso Guerra ya había dicho una noche en la tele que dentro de poco a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió. Los políticos se entrenaban en el arte de decir gilipolleces. Hoy día son consumados maestros.

Como los pagos de Bruguera se retrasaban, empecé a mosquearme. No era para menos. Yo estaba a punto de experimentar en mis propias carnes lo que es quedarse sin cobrar un duro, sentirse engañado, puteado. Y como yo, docenas de escritores de bolsilibros, artesanos de las letras que lo mismo escribían de cf, del oeste, de terror o de lo que les pidieran, cada semana un título. Los hay que en su haber cuentan con más de mil novelitas de diversos temas. Muchos fueron al paro, otros se reciclaron. Pocos continuaron. Como yo. Pero menos. Hay gente que no escarmienta.

Mucho más tarde me enteraría de los detalles de la agonía de la casa. La última vez que estuve en ella ya se percibía el desaliento en sus pasillos, en las caras largas de los empleados. Me dijeron que todo se solucionaría, que yo cobraría, que estaban buscando socios. No sé los cuentos que me contó el tipo que me recibió en un despacho pequeño, en el que traducía no sé qué novela alemana de un detective al estilo yanqui. No publicaron más de media docena de títulos de los más de cincuenta que habían contratado. No daban pie con bola.

Me han contado que los acreedores, entre ellos los entonces pujantes directivos del Grupo Zeta, entraron a saco en las ya desmanteladas oficinas de Bruguera; se apropiaron de los fondos editoriales, de los contratos de autores de renombre. Incluso de los míos, que entonces estaban en vigor. Y de los contratos de todos los colegas. Ante la presencia estupefacta de los últimos empleados, una turba de nerviosos recaudadores se llevaron hasta las tapas de los retretes. Dicen que fue más o menos como la rapiña que los rusos llevaron a cabo en Berlín. Tal vez exageren.

Fue la muerte del gigante, del imperio Bruguera. Fue el fin, aunque aún quedaba por escribir un último capítulo, de las novelitas de a duro.

Enrique Martínez Fariñas, viéndoselas venir, después de aquella mi última visita a Barcelona antes de que Bruguera pasara a mejor vida, me llamó un día por teléfono y me contó que tenía proyectos. Una editorial estaba dispuesta a publicar varias colecciones de bolsilibros, entre ellas una de ciencia-ficción, y él contaba conmigo. Me dijo que si le enviaba una carta con mi firma podía rescatar de la casa los originales que aún no se habían publicado. Esto ocurría dos o tres meses antes que el asalto a las oficinas de Camps y Fabrés. Quedaban tres novelas mías por publicar, porque yo había puesto el freno y no les enviaba ni una más hasta que no me pagaran, que en esto del cobro siempre he sido muy serio. Uno de los títulos era Caronte en el infierno, título que inauguró la colección Galaxia 2000.

Pues fue ediciones Forum quien se lanzó a la aventura de mantener bien alto el pabellón de los bolsilibros, y puso en el mercado cuatro colecciones, cada una de un color en la portada. Eran un poco más largas que las tradicionales, y ya costaban quince duretes. Mientras se publicaba el material rescatado a Bruguera, me puse a escribir con frenesí. Ya tenía una estupenda IBM de bola, a la que no había que darle a la palanca para que el caro girase, y era rápida y sacaba las tres copias la mar de bonitas, porque se podía graduar la fuerza del impacto en el papel.

Como el bueno de Enrique me había dicho que escribiera lo que me saliera del alma, pues me propuse resucitar al Orden Estelar. Pero ocurrió que también me dio por contar lo que había pasado en la Tierra cuando llegaron los kerlhes a proponer a la humanidad una extraña colonización en otros mundos. Esos seres, grandotes y con aspecto de perro adormilado, ponían la técnica y los terrestres el trabajo. Por aquel entonces yo tenía alguna que otra discusión con un comunista radical, pero de los que cuando iban a Madrid se colaban en la embajada soviética y se ponían morados de caviar y vodka en las recepciones del embajador. Como le decía que menos rollos con la dictadura del proletariado, que allí había otra dictadura, él se enfadaba. Y para zurrarle más la badana yo le decía que cualquier día Rusia y sus satélites se iban a la mierda. No es que fuera profeta, qué va, sino que sólo quería fastidiarle, y por ellos escribí una novela ambientada en el universo de los kerlhes en que Rusia era más o menos como lo es hoy. Se la regalé cuando fue publicada. Desde entonces apenas me dirigió la palabra. Hoy ni siquiera me mira las pocas veces que nos hemos cruzado por la calle. Pero yo sonrío aún, y no por haber acertado, sino porque para el comunista de pacotilla era muy natural que en un país al que tenía como modelo sólo hubiera un partido político. Cosas.

Pero volviendo a cosas más serias, al poco me llama Enrique y me dice que la colección Galaxia 2000 pasa de mensual a quincenal y cuenta conmigo. O sea, que yo debía apretar el acelerador y mandarle más novelas. También me dijo que si me parecía bien que utilizara otro pseudónimo. Al principio me pareció fatal, pero me acordé del primer nombre de guerra que utilicé y resucité a Alex Towers.

Acababa de poner fin a una novelita a la que titulé Las murallas de Hongara, a medio camino entre la cf y la fantasía, y le dije a Enrique que ésta fuera firmada por el resucitado pseudónimo. Sin proponérmelo me encontré con que tenía dos series en la colección, una de los kerlhes, que pensaba enlazar más adelante con Dios de Dhrule y sus secuelas, con la intención de dividir a Dios de la Esfera y sacar de ella tres títulos, y la otra la que yo mismo bauticé como la serie de Hongara. De esta última se publicaron cuatro títulos. De la otra, otros tantos.

Giré una visita a Barcelona, y naturalmente visité la editorial Delta, del grupo Forum. Allí me entrevisté con un paisano, que estaba al cargo de los bolsilibros y de varias colecciones de cómics, y también con Enrique. Fue una visita esperanzadora, y no sólo porque cobré tres anticipos, sino que allí me dijeron que siguiera adelante con las dos series, y si me apetecía pues que intercalara las novelas que se me antojaran escribir. Vamos, que la colección era mía. Y en verdad así era, porque de los 30 títulos que se publicaron la mitad los firmé yo. Por fin he encontrado una editorial chachi, pensé. Sí, sí. Naranjas de la China.

A los dos meses Enrique me llamó para comunicarme lo que no esperaba. Él era el primero en lamentarlo. Amaba los bolsilibros. Creo que presintió que era el fin para un género. Murió unos dos años después. Como estoy seguro que descansa en paz, me lo imagino en otro lugar aporreando su enorme y flamante máquina eléctrica, que le enviaron la misma tarde en que me invitó a su casa, y en compañía de su esposa y la mía pasamos una velada que no olvidaré. Su señora me confió, aprovechando que Enrique no estaba cerca, que si él me había enseñado su colección debía ser porque yo le caía muy bien. No diré qué coleccionaba el bueno de Enrique.

Más tarde me enteraría por qué las novelas de a duro, o quince duros, dejaron de publicarse en esa casa que tanto prometía. Tengo las liquidaciones, que por supuesto no llegué a cobrar, de las ventas, y en ellas se puede comprobar que la colección Galaxia 2000 subía como la espuma; pero como ésta se editaba junto con las otras tres series, y sus hermanas no se vendían tanto, pues cortaron por lo sano y zanjaron el experimento. Cuestión de presupuesto.

Otra vez al paro, otra vez los lunes al sol.

País.


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