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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Extraños en el paraíso

En Las islas del paraíso tenía que devolver al protagonista a Elajah, porque si no, ¿qué iba a hacer el pobre en la Tierra? Los héroes tienen que ser un poco gilipollas, meterse en líos y deshacer entuertos. Así pues, como dejé a Ray Kanable saltando de Regent´s Park a ese mundo misterioso, continué con la trama.

Antes de recibir la carta de Domingo Santos diciéndome que adelante, a ver cómo puñetas salía del lío en que yo mismo me había metido, ya tenía escritas como unas cuarenta páginas de Las islas del paraíso, y mi odio hacia la pantalla de fósforo verde crecía cada vez que encendía el maldito Amstrad.

Pues repasé el trabajo y me quedé de piedra al darme cuenta de que había transformado a los inyindanis en una tribu de indios apaches. Vamos, que sólo faltaba Toro Sentado con plumas y todo.

Y mira que odio a los americanos cuando hacen una película de ciencia-ficción o de lo que sea y mientras la veo tengo la sensación que reproducen su épica, para ellos conquista del Oeste. Pues caí en la trampa.

Quien haya leído la trilogía de las islas sabe de qué forma tan magistral comienzo la segunda parte, en esa playa tan maravillosa que es Punta Paloma, paraíso de los que le dan a la tabla y a la vela, con la desaparición de la famosa duna, que es reemplazada por un pedazo de Elejah en el que cabalgan los vrowes, unos alienígenas despelotados que me inventé para dar más morbo al asunto.

Pues ese arranque genial no se me ocurrió en la primera versión, sino que en ésa, así de golpe, puse a Ray en Elajah y llega en un plis plas a la isla procedente de Inyindan, y allí, junto con los otros supervivientes, se alía con la tribu pacifista de los inyindanis para defender el territorio del ataque de las horripilantes criaturas de Vrow, que se producirá en breve. O sea que organizan una especie de fuerte en plan comanche. Un desastre de arranque para la novela, me dije después de apagar el monitor.

Ese verano me fui con la familia a un hotel situado al borde de la carretera de la playa de Punta Paloma, porque había estado allí unos días antes y me dije que en un lugar tan encantador se podía pasar unos días estupendos, y además se comía la mar de bien en los restaurantes y mesones de los alrededores.

Pues mientras la familia se zambullía en el mar, en aquel día que no soplaba mucho viento para fastidio de los windsurfistas, me senté bajo la sombrilla y me puse a leer no recuerdo qué, pero seguro que era una novela de ciencia-ficción. Como era aburridilla me puse a otear el horizonte. En los días claros se ve África. Por aquella época aún no desembarcaban las pateras cada dos por tres y en la orilla retozaban los aburridos adictos a las olas, porque había calma chicha. Me volví y me quedé contemplando la gran duna que tenía a mis espaldas. Coño, me dije, mira que si ese pedazo de arena es reemplazado por una mierda procedente de Elajah y por la ladera baja una horda de vrowes, la que se arma aquí. Hasta el tío que acaba de pasar a caballo se cagaría de miedo, y a esa parejita que se revuelca no lejos, ella sin nada cubriéndole las domingas, se le quita las ganas de morrearse.

Cuando terminaron las cortas vacaciones, volví a casa sabiendo cómo debía empezar una novela fetén. Y por eso puse que un tal Donald Hanover había ido a la costa de Cádiz a que le diera el viento de espalda en los días de levante, que es cuando sopla con más cojones y los tíos sobre las tablas, y las tías también, se lo pasan pipa.

Al tal Donald y a su chica se los cepillan los vrowes que bajan de la colina gris que mandó a hacer puñetas a Elajah la bonita duna gaditana. Cosas. Ah, y también se cepillaron al tío del caballo. Porque al jinete de verdad le cogí manía cuando galopó cerca de mí y las pezuñas de su montura me llenaron de arena. Así que lo maté.

Me embalé un poco, la verdad, y las ideas ésas que uno necesita para continuar una novela me llegaban una detrás de otra. Saqué a un poli español al que llamé Luis Castro, porque ya puestos, convencido de que la novela se publicaría, yo que soy muy español estaba dispuesto a poner varios personajes españoles en escena, que no siempre van a ser yanquis los protagonistas, ni los más listos.

Pues cuando iba otra vez por las cuarenta páginas, volví a atascarme. En realidad no descubrí que recorría el camino equivocado hasta que el chico que estaba bronceándose en la duna se encuentra de pronto en Elajah. Porque en la primera versión puse que Luis Castro estaba dispuesto a ir donde fuera a rescatar a su hermano. Y es que la chica que luego andaría en compañía de Blase por esas llanuras grises en busca de una Columna Azul no era una chica, sino un chico.

Me dije que quedaba más bonito que un señor policía se desmelenara por rescatar a una hermana que a un hermano. No sé por qué, pero pensé que era más... ¿Cómo lo diría? Pues no sé cómo lo diría, pero le cambié el sexo al chaval y lo convertí en una chavala. Quedaba más guay, tenía más encanto que una chica desamparada anduviera por esas tierras oscuras sin dios en compañía del psicópata de turno, porque el malo tiene que ser muy malísimo, un verdadero hijo de puta, y si es un chiflado pues mejor. Pero sin pasarse. A veces el villano debe resultar simpático al lector. Vamos, que éste lo eche de menos cuando le llegue la hora de palmar.

Ya encarrilada la novela, todo fue coser y cantar. Es un decir, porque tenía que enfrentarme a la devoradora de dioptrías que era la puñetera pantalla de fósforo verde, y la lentitud de la impresora. Claro que todo esto me parecía entonces una maravilla. Yo, pobre de mí, creía que iba a tener ordenador para rato, no vislumbré que estos trastos hay que cambiarlos cada dos o tres años, porque las ciencias adelantan una barbaridad y lo que uno compra hoy se queda anticuado mañana. El día que me desembaracé del Amstrad fui feliz. Otro más grande ocupó su lugar, con pantalla en blanco y negro, y unos discos enormes, flexibles y poco fiables. Pero en fin. Al menos en esos tiempos internet era una quimera, una cosa de la que te hablaban y no la entendías, y no había que tener miedo a los virus, que se metieran en el sistema y te jodieran el trabajo de muchas horas. Se vivía más tranquilo.

Ya he dicho que cuando escribo no tengo muy claro cómo va a ir el argumento, apenas concibo una idea vaga de lo que quiero hacer. Por eso, cuando a Ray y a Jorge Valdivia los hacen prisioneros los vrowes, conocen a un inyindani un poco distinto, al que llaman Smith y no Pepe, para no exagerar el patriotismo. El gigantón confunde a Ray con un Wyharga, una especie de mito para él. Los tres hacen causa común para largarse lo antes posible de la gran isla de Vrow que ha ido a parar a Elajah, porque tienen ganas de volver con los suyos y ver si arreglan un poco el lío y de paso intentar volver a la Tierra, porque los protagonistas serán unos tíos cargados de ideales, pero no tontos del culo, y saben que en ese mundo tan horripilante no merece la pena pasar unas vacaciones demasiado largas. Y de paso, si pueden, arrancarle algunos secretos, que eso siempre se paga bien en una exclusiva en la televisión.

Hasta ese momento, cuando a Smith llama Wyharga a Ray, ni siguiera había diseñado lo que más tarde convertiría en una horda de guerreros medio descerebrados, conquistadores de imperios para los antepasados de los ahora bondadosos ankaris. Pero intuí que esa especie de legión estelar al servicio de oscuros intereses imperialistas podía dar mucho de sí. Y vaya que dio. Me solucionó el desarrollo de la tercera novela y propicio su espectacular final. Pero de ésta, como es natural, ya hablaré en su momento.

Ahora estamos en el paraíso.

El tratamiento de la segunda novela era distinto al de la primera, claro está. En ella no es Ray quien narra a quien está dispuesto a escucharle lo que ha vivido en Elajah, sino que me sirvo de otro medio para contarlo. Y aquí interviene el escritor americano Griffin, quien por medio de la Charretera, que también aprovecharía para dotar a los Wyhargas de su poder bélico y mítico, cuenta en un libro lo que ha pasado en Elajah, y de paso se gana unas perras con los derechos de autor, que el pobre andaba un poco alicaído en eso de buscar idea para sus obras y no daba pie con bola. Lo bueno que le ocurrió a Griffin tras su transitar por Elajah es que dejó de beber y se vuelve abstemio. No todo iba a ser malo.

Así pues, mientras Ray, Jorge y Smith tratan de encontrar la isla en la que suponen que están refugiados sus amigos, me invento a la niña. Ellos, navegando en un aparato vrowe, vislumbran en la lejanía un foco de verdor y hace una parada. Es una isla pequeñita, en la que vive un hombre y una niña. Él la llama su hija, pero no es su hija, sino que la ha adoptado y la protege, porque perdió a su familia durante el cambio y anda un poco majara. En un momento de lucidez, que los tiene, pide a Ray que se lleve a la criaturita, que como todas las niñas de las películas y de las novelas es más despierta que el hambre. Como en la navecilla en que navegan no hay sitio para todos, el hombre insiste en que la saquen de allí, porque están rodeados por los bichos malignos que pululan en las entrañas de Elejah y el día menos pensado se zampan a los dos.

A la nena, me dije mientras tecleaba, hay que sacarle provecho. Un adolescente siempre da juego en algún momento. Proféticas palabras. O sea, que iba acumulando detalles para utilizarlos más adelante. Había que ir preparando el terreno para la grandiosa eclosión final.

No voy a contar todo lo que pasa en Las islas del paraíso, aunque no fastidiaría a nadie porque en este país ya deben quedar pocos aficionados al sublime género de la cf que no hayan leído la trilogía, que parodiando a los tres mosqueteros de Dumas está compuesta de cuatro novelas y no tres.

Un día escribí la palabra fin y respiré tranquilo. Imprimí la novela en cuatro o cinco horas, porque la impresora nunca tenía prisa, la muy condenada, y la empaqueté y la envié a Domingo.

A esperar.

Me di cuenta de que la opinión que de ella tuviera Domingo Santos iba a depender mi futuro como autor. Ahí es nada. Estuve unos días un poco nervioso, lo confieso. Mira que si a este hombre no le gusta, pensaba. Uno noche me llamó el director de la colección Ultramar y me dijo que bueno, que no estaba mal la segunda parte, que no hundía en el fango la serie y podía iniciar la tercera, y si no pasaba nada raro en el mundillo editor un día de estos vería publicada la trilogía. Su voz me sonó truculenta, no lo pude remediar. Más tarde sabría que veía fantasmas donde no los había.

Me tomé un whisky para celebrarlo, encendí un cigarrillo y me puse a trabajar en la tercera entrega, que ya tenía título y todo: Las islas de la guerra.

Aquello era como un encargo. Escribe sobre esto, algo que tenga tantas páginas, como diría un editor. Algo parecido. Yo ya había escrito por encargo una novela juvenil, y no salí mal del paso. Y también había aceptado escribir algunos cuentos de terror, ambientados en el futuro, para la revista Morbo, en los estertores de Bruguera, a petición de Enrique Fariñas. No le defraudé.

No es que pueda atender una demanda para cualquier tema, no. Si me pidieran escribir algo tremendamente erótico creo que fracasaría. Con el tiempo descubrí que los temas históricos se me daban bien. Un día me gustaría escribir algo así.

Pero no divaguemos, aunque el único que divaga soy yo.

Si alguno de los miles de visitadores de la página de La Memoria Estelar piensa que en esta ocasión me echo más flores de lo acostumbrado, le recuerdo que escribo esto en plenos carnavales y por un momento me he disfrazado de pedante.

¿O es que de manera inconsciente he dejado aflorar lo que uno es realmente?

A saber.


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