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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




... y llegaron las guerras

Pues en Las islas del paraíso dejé a Luis Castro siendo consolado por Griffin, prometiéndole éste que un día, el menos pensado, volvería a ver a su hermana, perdida la pobre en las procelosas tierras de Elajah. El tío sabía algo, pero no le dio la gana de decírselo, pensaría el lector avispado.

Pues sí, es verdad: Griffin se guardó algunos detalles en el buche; pero yo aún no sabía cuáles. Eso tenía que pensármelo.

Como entre una novela y otra había pasado el tiempo, pues allá por septiembre, para descansar de tanto trajín en el trabajo y despejar la mente, como seguía chiflándome la costa gaditana, pasamos una semana en Conil, en un hotel al que habíamos echado el ojo unos meses atrás y nos parecía ideal para pasar unos días tranquilos. En el Atlanterra se estaba de puta madre. Había de todo: tres comedores, piscinas, apartamentos, salones, distracciones por las noches, un equipo de chicos y chicas que hacían lo posible para que los huéspedes no nos aburriéramos, y un pedazo de playa a dos pasos. Y además, el pueblo estaba al lado, donde se comía la mar de bien y nada caro. El hotel estaba atestado, y los españoles éramos minoría. Los guiris abundaban. Vamos, que nos sentíamos como extranjeros en tierra propia. Pero mi santa, mis hijas y yo íbamos a lo nuestro, que era divertirnos. A unos cientos de metros del Atlanterra había un edificio vacío; me explicaron que iba a ser un hotel, pero como lo habían edificado sobre un terreno no urbanizable, pararon las obras. Estaba casi terminado, y era circular y tenía un espacio amplio en su interior. Una mañana, en la que el chico del equipo de actividades lúdicas nos quería enseñar a tirar con arco y flechas, me quedé un rato mirando la hueca estructura. Y miren por donde se me ocurrió que allí dentro podía caber un helicóptero, y quedar bien escondido. O dos helicópteros, pensé después de darme cuenta que yo era un desastre como Robin Hood y no colocaba una sola flecha en la diana. Como excusa debo decir que me distraje con el argumento de la tercera novela, a la que ya había titulado Las islas de la guerra, porque en ella debía de formarse un buen zipizape en medio y al final. Una especie de traca fallera.

Lamentablemente los lectores que peregrinen a Conil con la intención de contemplar una de las fuentes de mi inspiración y se acerquen al que ahora es un complejo recargado de edificios no verán el fallido proyecto hotelero, porque no hace mucho lo dinamitaron. Lástima.

Pero no lejos de mi residencia temporal de aquel año de 1987 se podía contemplar, a la izquierda del hotel Atlanterra, mirando al mar, un monte lleno de casitas. Una tarde subí caminando a él y deambulé entre los chalés, la mayoría de ciudadanos alemanes. No, no encontré ninguna cruz gamada en la puerta de una finca, pero de vuelta al hotel me iba diciendo que en aquel lugar podía esconderse una partida de chiflados yuppies dispuestos a lanzarse de cabeza a Elajah tan pronto como otro chiflado se lo propusiera. Había que encontrar el motivo para que no dudaran en emprender tan arriesgada aventura. Porque resulta que en esto de las novelas hay que buscar una excusa para todo, cosa que en la vida real casi nunca ocurre.

Volví a casa más bronceado y cargado de varias ideas. Aún no me había reconciliado del todo con el jodido Amstrad. Su puñetera pantalla seguía produciéndome dolores de cabeza, que yo trataba de contrarrestar con alguna que otra aspirina.

Pero lo importante para mí era que ya tenía todos los elementos para lanzarme a escribir la tercera novela de la serie, que el editor, don Pedro, alias Domingo Santos, estaría esperando impaciente. (Hay que echarle fantasía al asunto, e imaginar que la esperaba con ansia.)

Como línea de partida a mi favor tenía la seguridad de que sólo si la obra me quedaba un verdadero churro no me sería aceptada. Recuerden lo que me dijo Pedro: Si la segunda no queda chunga, no me importa, pues será a causa de la tercera que el lector se acuerde de los antepasados del autor antes de tirarla por la ventana, porque la venta ya estará hecha. Sabias palabras. Así que podía estar tranquilo, que esta vez no iba a tener que aprobar un examen más severo que los anteriores. Años después pregunté a Pedro si dijo esto para que yo me relajara, o lo había pensado de verdad. A veces Pedro me cabrea, porque ante una pregunta comprometida se limita a sonreír. Ese día me preguntó: ¿Tú qué crees? Es así de hermético, el puñetero. O de retorcido. Pero bueno, sigue siendo mi amigo.

Cuando he dicho por ahí que la tercera novela fue la que menos trabajo me costó escribir, no miento. Me salió del tirón. En menos de tres meses la tuve lista. Un par de semanas para repasarla empleé, y la envié a Pedro como regalo de Navidad. Sé que él hubiera preferido un jamón de cinco jotas, pero se conformó con el manuscrito. Qué remedio.

Muchos no creen en la diosa Inspiración, y yo que con los dioses no me llevo muy bien, pues a veces tengo mis dudas si en el Olimpo figura esta dama. Cierto autor, cuyo nombre no recuerdo, cuando le preguntaron si creía en la inspiración, contestó que sí, pero al ser femenina no era puntual a la hora de acudir a la cita en ayuda del menesteroso autor, por lo que éste debía de estar al pie del cañón muchas horas al día, para aprovechar su visita y recoger las mieles de su presencia. Es decir, que había que estar mucho rato frente a la pantalla verde, para que la dama no pasara de largo cuando si en vez de trabajar uno estuviera durmiendo la siesta.

Pues tal vez la señora o diosa, lo que sea, llamada Inspiración, me pilló despierto. El caso es que todos los cabos sueltos que fui dejando a lo largo de las dos anteriores novelas los iba recogiendo a medida que escribía páginas y páginas. De puta madre.

Ni dudé en empezar la novela con una diálogo entre dos misteriosos personajes, los cuales diseñaban un plan a corto plazo.

Luego, con el poli Luis Castro cesante, porque le dieron una patada en el ministerio, hice lo que me pareció lo mejor para mí, que era lo peor para él: enviarlo a Elajah. ¿No quería rescatar a su hermanita? Pues hala, a ese mundo. Y aquí es donde aparece Guido Kirschner a la cabeza de una docena de aventureros alemanes que están dispuestos a acompañarle al mundo yermo y gris. Al tal Guido, el de verdad, lo conocí en el hotel Atlanterra, un alemán no muy alto pero rubio. Era simpático. Bebía mucha cerveza y era tan malo como yo a la hora de acertar el blanco con una flecha. En la novela lo ponía más alto y con mejor puntería.

Entre capítulo y capítulo intercalaba una breve conversación entre los dos misteriosos personajes, quienes poco a poco iban desvelando que entre los dos estaban organizando el salto de un mundo a otro de la partida de yuppies germanos y el poli español.

La hermana del poli, Ana Castro, que aparece en bikini en Elajah, se encuentra con un tío que se presenta como un americano que andaba por allí, pero que no es otro que... Bueno, ya saben quién es los que aún se acuerden de esta novela.

A Ray Kanable lo puse donde debía, con los demás náufragos terrestres, los ankaris y algunos inyindanis, a verlas venir.

Cada capítulo estaba protagonizado de forma alternativa por los siguientes personajes: Ana Castro y su acompañante, empeñado en buscar unas torres a las que él llamaba Columnas Azules, los expedicionarios alemanes y Luis Castro, y el protagonita principal, el único que contaba sus andanzas en primera persona. Los otros personajes, en tercera. ¿Que era un lío? Qué va, nada de eso.

Como no voy a hacer una sinopsis de la novela, diré que intento explicar que, a pesar de que el argumento podía parecer enrevesado en el proyecto mental, a la hora de llevarlo al papel me resultó de lo más sencillo para mí. Y es que durante mi etapa de bolsilibros algo aprendí. Y lo que me queda por aprender.

Ah, y ya tenía preparado a los Wyhargas. Su aparición estaba prevista en el momento oportuno, faltaría más. Ellos debían ser una de las atracciones de la tercera entrega. Y eso que yo no tenía reservado tan importante rol en la dos anteriores novelas a estos guerreros. Todo surgió, así como quien no quiere la cosa, porque se me ocurrió ponerle a Ray una charretera que le proporcionaba un traje de primera calidad para que las mordeduras de las criaturas de Elajah no le hiciera pupa. Pues al pedazo de metal que se encajaba en el hombro le saqué partido, y no sólo por echar un poco de picante a la trama, sino porque a medida que iba terminando Las islas del infierno se me estaban ocurriendo cosas para prolongar la aventura, y todo porque me hacía preguntas acerca del origen de los guerreros llamados Wyhargas. Y es que una cosa trae otra y a todas hay que exprimirlas, que para eso nací en el año del Hambre y en mi niñez aprendí que todo servía y no había que tirar nada.

Sí, confieso que quedé muy satisfecho con la tercera novela. Hay quien dice que la mejor es la primera, pero yo me divertí escribiendo la última. Creo que nunca me lo pasé mejor en mi vida, y para remate jodí bien jodidos a los terroristas que iban detrás de Ray, desde el principio de la aventura; por culpa de ellos el chico bueno de la peli estaba huyendo y acabó al otro lado. A esos tipos los dejé en Elajah, fueron los únicos que al final... Un momento. No sigo, porque tal vez queden algunos aficionados a estas alturas que aún no haya leído la trilogía, y no quiero fastidiarlos.

Algún que otro lector me ha comentado que leyendo la tercera novela iba viendo como las páginas se acababan y la cosa seguía muy liada, con esa batalla final y todos los buenos la mar de comprometidos.

Pues sí, tenían razón los que tal cosa me comentaron. Algunos creyeron que yo precipité el desenlace, y para otros que lo rematé de forma magistral. Estoy de acuerdo con los últimos, y no por nada, sino porque es verdad.

Pues con esto debería decir que aquí acaba ese pedazo de serie conocida como la trilogía de las islas, que después de su paso por Ultramar, donde se vendió mucho más de lo que a mí me liquidaron (pero ésta es otra historia), su presencia actual en el mercado, en su reedición, hay que agradecerla a Timun Mas. Todavía la pueden comprar los pocos que queden por leerla. Y a mí me hacen un favor.

Y quienes han tenido que esperar a comprarla a que aparezca la reedición de Timun Mas, lo siento. Y mira que intenté que otras editoriales las reeditaran; pero como si nada, oye. No me hicieron caso. Qué gentes más raras hay por el mundo.

Lo me pasó con Ultramar, a raíz de la venta de Salvat al grupo francés Hachette, y luego la compra de los restos del grupo por un saldista, lo contaré en el capítulo que dedique a la novela negra o de terror.

Y no crean que en la edición de Ultramar las novelas no se vendieron. Todo lo contrario. Lo sabe bien Juan Miguel Aguilera, que una vez que estuvo por Ultramar le confesaron que estaban sorprendidos de que sus novelas y las mías se vendieran tanto o más que las de autores americanos. Incluso a mí me lo dijeron, una vez que Paz Salvat me llamó por teléfono. La chica me lo confesó con toda sinceridad, y me felicitó.

Y yo me alegré, y no sólo por mí, sino porque Pedro Domingo apostó fuerte por Las islas del infierno, impuso que se publicaran mensualmente. También apostó por Mundos en el abismo e Hijos de la eternidad, y salió vencedor de la partida. Vamos, que se jugó el careto por los autores españoles.

Pues eso, que lamenté mucho que el grupo Salvat fuera vendido a una empresa extranjera, que al poco tiempo liquidó Ultramar y los fondos cayeron en manos de una persona que ganó una pasta, porque volvió a distribuir la colección, y luego saldó lo que quedaba. Después de un par de liquidaciones más que satisfactorias por parte de Ultramar, tras el lío de los franceses y el expolio del saldista, no vi un duro. Y eso que le escribí un montón de cartas, incluso una vez que estuve en Barcelona fui a su cubil, a poner las cosas claras. Me recibió un señor muy atento, porque el interfecto no dio la cara, o andaba por ahí de cachondeo, y quien me atendió trató de hacerme ver que no esperase cobrar una perra gorda. Pedro me acompañó en la entrevista, y como previamente me advirtió que yo no tenía nada que hacer, me dijo sabiamente que así estaban las cosas, cuando salimos de las lujosas oficinas que se había montado el tal personaje a mi costa y de otros autores hispanos. Y demás personas, imagino.

Como me gustan las ucronías y los futuribles, a veces me he preguntado cómo estaría ahora el cotarro nacional si la colección hubiera seguido adelante bajo la dirección de Domingo Santos; creo que la ciencia-ficción patria no hubiera tenido el parón que tuvo en los primeros años de los noventa.

Para consolarme, acababa de ver publicada en Júcar, Etiqueta Futura, La dama de Plata, una aventura de El Cofrade. Por cierto, estoy embarcado en el proyecto de que se reedite esta novela, junto con los tres bolsilibros de Alone Starsilver y una tercera novela inédita. Como he olvidado el hábito de rezar, cruzaré los dedos.

Poco después la desaparición de Ultimar se consumó cuando yo ultimaba la primera de las novelas de la segunda trilogía: Wyharga.

De Asra, su protagonista, hablaré en otro momento.

Y también de las dos nonatas novelas que hubieran compuesto la segunda serie: Ankar y Los orígenes. Pero bueno, todo lo que tenía pensado para éstas, esas cosas que a uno se le tienen que ocurrir para llenar un montón de páginas, continúan en reserva.


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