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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Puñetero fútbol

Leyendo unos mensajes en cierta lista en los que se hablaba de fútbol, y unos colisteros se arrojaban puyas por las derrotas de sus respectivos equipos favoritos, me trajo a la memoria los tiempos en que yo aún no me preocupaba demasiado por esto de publicar una novela o un cuento de cf. Lo gracioso es que en sus epístolas mis amigos de la lista porfiaban por los abultados tanteos que habían recibido los clubes de sus amores. Ya que por circunstancias de la vida no se podían ufanar de las victorias propias, se consolaban con las desgracias ajenas. Más o menos como ocurre en ciertos sectores del fandom.

Como siempre, intentaré explicarme.

Pues sí, debido a ciertos avatares de la vida, ninguno para preocuparse, no leía mucha cf por aquellos días. Corría el año 1969, hacía tres que me había casado, había nacido mi primera hija y poco antes habíamos votado para eso de la sucesión, porque Franco estaba preparando el retiro o al fin se había dado cuenta de que no iba a estar muchos años pegando tiros a los patos en Doñana ni esperando que un hombre rana colgara del anzuelo de su caña de pescar un pez la mar de gordo. Por estas razones y por otras, que ya he dicho no vienen al caso, andaba yo la mar de tranquilo en una especie de año sabático, sin preocuparme de leer una novela de Heinlein o de Asimov. Sin embargo, las seguía comprando y tenía en mi entonces breve biblioteca bastantes libros pendientes por leer.

Ocurrió que a alguien se le ocurrió que entre el gremio de hostelería se podía hacer una liguilla de fútbol. La noticia la llevó al obrador un chaval que no paraba de decir que sabía jugar al futbol una jartá. Como por aquellos días la empresa familiar tenía una plantilla de once personas, la mayoría varones, nos reunimos y decidimos formar un equipo de fútbol. Con la gente de la casa podíamos aportar seis jugadores, incluyéndome a mí. Los cinco que faltaban los buscamos entre los amiguetes. A la empresa, o sea a mi padre, la convencimos para que aportara unas pelas para comprar la equipación. Once. Ni una más ni una menos. O sea, once camisetas, once calzonas y once pares de calcetines. Nada para los suplentes porque el presupuesto no daba para más, y nadie quería quedarse en el banquillo. Ni se nos pasó por la cabeza que podíamos ser doce. Qué va. Todos titulares. La escasez monetaria se hizo evidente porque las botas tenían que aportarlas cada jugador, que el club era muy modesto y no podía hacer excesivos estipendios. Quien no pudiera comprarse un par de botas pues que se pusiera unas babuchas. Allá él.

El capital aportado llegó lo justo para comprar, además de la equipación, un balón. Por entonces no los fabricaban en el extremo oriente ni se conocía el nombre de Adidas ni nada, y el balón no era blanco con unos dibujos de diseño, sino marrón, como habían sido siempre los balones.

Ya éramos once más el entrenador, que para esa labor se ofreció mi hermano. Nos inscribimos en la liguilla. En ella estaban el Hotel Atlántico, el Hotel Francia, la pastelería La Camelia, el restaurante El Anteojo, los repartidores de la cerveza San Miguel y los chalados de Confitería Orcha, o sea los cinco empleados, cinco amigos y yo. Había que formar el equipo, y el día que nos reunimos en el bar de al lado, que lo regentaba un montañés, uno dijo que sabía parar y lo nombremos portero. Otro juró por sus castas que era un delantero cojonudo y se le entregó la camiseta con el número nueve. Recordando mis buenos tiempos de defensa de futbolín, yo agarré la camiseta con el tres en la espalda. Cada cual cogió el número que más le gustó, menos el último en llegar que se tuvo que conformar con el que quedaba.

Ángel Torres Quesada luciendo los colores del Orcha

Debo decir que a la hora de elegir los colores que íbamos a defender se armó la marimorena. Porque el que era del Barsa quería que fueran blaugranas, y el hincha del Madrid que blanco, y rojo y blanco el que defendía al Atlético de Madrid, que siempre ha habido gente para todo. Como había tres cadistas de pro, entre los que me encontraba yo, que por entonces iba a ver al Cádiz todos los domingos que jugaba en casa, nos impusimos por mayoría y dijimos que tenía que ser amarillo nuestro color. Claro que como por esos años el club de nuestros amores no andaba muy bien pues nos daba cierto reparo vestir de canario, y además pensamos que tal vez no seríamos el único equipo de la liguilla que para fardar de gadita elegiría ese color, y por lo tanto sería una lata que, por ejemplo, los chavales del Hotel Francia también vistieran de amarillo, porque si salían al campo, es un decir eso de salir, porque teníamos que jugar en un descampado de la barriada de la Paz, que se acababa de inaugurar porque no hacía mucho se habían festejado los 25 años de Paz, o de paciencia como decían los adversarios de régimen y los que siempre andaban de guasa, pues nos encontraríamos con un problema porque el presupuesto no daba para una segunda equipación. Sugerí que las camisetas fueran amarillas y negras, y las calzonas igualmente negras. Solucionado el asunto de los colores y adquirida la vestimenta, nos apresuramos a retar a los chicos que repartían la cerveza San Miguel a un partido amistoso. Teníamos que entrenarnos antes de que empezara la liguilla. Pobre de nosotros.

Fue un desastre. Nos ganaron por seis a uno.

Vamos a ver. Al portero se la metían por todas partes. El que fardaba de delantero no daba una, y la defensa resultó ser un coladero, por muchas patadas que yo diera al tío que trataba de penetrar por mi demarcación. Además, el día antes había llovido y el suelo estaba que daba pena, enfangando. Y no había duchas ni nada. Como ahora, vamos.

Volvimos a casa derrotados pero alegres porque nos habíamos divertido. Es un decir.

Yo volví con el pie derecho bastante chungo.

El delantero del equipo cervecero, cansado de las patadas que yo le daba para que no nos metiera más goles, se cansó y me puso una plancha. Ah, no había árbitro al final del partido, porque el chaval que se ofreció a pitar se dio cuenta que se le hacía tarde y se largó cuando aún faltaba un cuarto de hora. Pues en esos últimos quince minutos el delantero del San Miguel me hizo cisco el pie derecho. Luego me dijo que fue sin querer, el muy cabroncete.

Al principio no me di cuenta, pero al llegar la noche el pie lo tenía hinchado y no podía dar un paso.

Mi mujer me echó una bronca, mi padre, que había asistido al encuentro, se reía; pero dejó de reírse cuando se enteró que yo no podía ir a trabajar al día siguiente.

Así que me quedé en casa, porque el médico me recetó descanso durante dos o tres días, muchos baños de pie con agua caliente y salada, y que llevara una tobillera puesta todo el día.

Como por entonces la tele daba gusto porque sólo había un canal, cuando me aburría la apagaba, cansado de ver las tonterías que ponían por la tarde. Me acordé que había acumulado algunos libros de cf y decidí leerlos de una puñetera vez.

Me pasé cinco días leyendo sin parar, hasta que la hinchazón del pie desapareció y se acabaron los lavados de pies con agua caliente bien saladita, de estar todo el rato en el sofá fumando y pasando las páginas de las novelas de cf pendientes. A la mañana siguiente, al currelo. Mi padre me dio el alta, no el médico.

No sé si a estas alturas habrán adivinado por dónde voy, si han sido capaces de vislumbrar que tal vez mi vida cambió por culpa de que el delantero centro del club de la cerveza me endiñara una zancadilla. O sea, que mi existencia era normalita, más o menos, hasta entonces. O eso creía yo.

Aunque ya había publicado algunas cosillas, un cuento aquí y otro allí, incluso mi primera novela de a duro en la colección Luchadores del Espacio, allá por el 63, no estaba demasiado empestillado en ser escritor de ese género sobre el que nadie se ponía de acuerdo a la hora de llamarlo. Por aquellos años yo aún quería ser dibujante de historietas. Volver a releer algunas cosas de cf, además de las novedades acumuladas durante los últimos meses, despertó mi adormecido apetito por el género, y volví a abrir mi máquina de escribir portátil, una Studio16 de Olivetti, y compré un duro de folios. Ni puñetera idea de lo que escribí durante las semanas siguientes, no lo recuerdo, he olvidado si fue un cuento o el comienzo de una novela; pero como consecuencia de ese súbito arrebato, renació en mí la afición a escribir.

Ya currelando a pleno rendimiento en el negocio familiar, para satisfacción del jefe, mi padre, ocupaba mis breves ratos libres en devorar lo viejo y lo nuevo de la cf. Y mira por donde rescaté dos títulos de la aún no anciana colección Nebulae. Primero releí Marciano, vete a casa, recordando que me reí y me lo pasé pipa con este libro. Qué imaginación tiene este hombre, pensé como homenaje al autor cuando terminé de releerla. Deberían hacer una peli basada en esta novela, añadí a mis pensamientos mientras buscaba otro título en la estantería, porque el mono se había apoderado de mí y tenía que seguir leyendo. Bueno, la versión en imágenes de Marciano, vete a la home la vería muchos años después, un bodrio televisivo que, aunque yo no tenía la menor culpa, me hizo sonrojar. Y es que Martian, go to casa merece una película seria para que nos riamos con ella. A ver si los tíos de Hollywood se deciden a llevarla a la pantalla gorda, porque hoy día, con tantos efectos por ordenador, quedaría muy chuli.

La siguiente novela que saqué de la estantería era nada más y nada menos que Universo de locos.

Señores, quien lleve puesto un sombrero o una gorra con las siglas N y Y, que son las letras que llevan todas las gorras, que se descubra. Estamos ante una de las mejores novelas de cf de la historia. Y no pienso cometer el desafuero de incluirla en ningún apartado, space ópera, fantasía, hard o leche en vinagre. Es cf, punto.

Cuando compré Universo de locos, a finales de los cincuenta, me dejó flipado. Creo que es la novela que más veces he leído. Antes de haber sido alevosamente zancadilleado por el delantero sanmiguelete, la había vuelto a leer, y no me importó sentarme una tarde y recrearme una vez más con la lección de imaginación que el autor derrocha en su argumento. Creo que regresando a ese universo de locos, saboreando las aventuras del protagonista en el mundo alternativo al que su mente lo había arrojado tras el simple pero siempre agradecido recurso de una explosión, me dije que debía reconciliarme con la cf, género del que me había apartado un poco, tal vez cansado de leer bodrios o cosas que no me gustaban, para que los tisquisminis no pongan el grito en el cielo o en el quinto pino. Y el final es genial. Vamos, el final que cualquiera de nosotros habría elegido si tuviera la oportunidad de elegirlo. Como lo que más odio es destripar el argumento de una obra maestra, no pienso contarlo. Creo que esta novela está pidiendo a gritos ser reeditada, porque debe de haber una o dos generaciones que merecen disfrutar con su lectura.

Pues Fredric Brown tuvo su parte de culpa de que a partir de esos días yo me reconciliara con la cf.

La liguilla de fútbol terminó, volví a jugar, perdimos dos partidos y ganamos cuatro. Eso sí, cambiamos de portero y de delantero. Yo seguí dando patadas para que no nos metieran goles, y procuré que no me las dieran a mí. Como todas las cosas, la manía por jugar al fútbol se esfumó, desapareció. Creo que la camiseta acabó convertida en josifa, ahora bayeta para limpiar el polvo, y sus colores amarillos y negros se convirtieron en una extraña mezcla oscura.

Seguí empeñado en ser autor.

No sé si mi vida, al menos en este aspecto, cambió el día en que el aprendiz de pastelero entró en el obrador proponiéndonos hacer un equipo de fútbol. O quizá la culpa la tuvo el puñetero delantero de la cerveza San Miguel. No lo sé, pero desde entonces bebo Cruzcampo.

P.D.: Después de pensármelo un poco, para variar y no poner portadas de novelas ni repetir fotos con connotaciones terroríficas, me arriesgo a que me pongan verde con la que adorna, es un decir, esta Memoria Estelar. No sé qué se me ocurrirá como justificación para colgar algún día la de mi primera comunión. Ya veré.


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