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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Vaya olvido

Andaba yo cavilando qué puñetas iba a escribir para la siguiente ME cuando descubrí que al final de la relación de novedades de Bibliópolis, José Joaquín Rodríguez hablaba de Los vientos del olvido. Movido por la malsana curiosidad, pinché en el lugar adecuado para ver qué decía este hombre de mi novela, y de paso de mí. Porque quien diga que pasa de la crítica, miente más que un político olvidadizo de las gilipolleces que dice un día sí y el otro también y de las contradicciones en las que incurre con toda desvergüenza en sus lamentables conferencia de prensa.

Parece que a J.J. Rodríguez le ha gustado mi novela, pero echa en falta que yo aún haya hablado de ella en La Memoria Estelar. Qué olvido más tonto por mi parte. Pues el amigo José Joaquin, a quien desde ya le debo una cervecita, me ha ayudado a encontrar el tema del mes. Y así cumplo con Luis, que con el trajín en que ando metido le tenía un poco olvidado, él sabe por qué y seguro que me habrá disculpado, como me disculpa de tantas cosas cuando se me cruzan los cables.

Que José Joaquin diga que le extraña una miaja que yo aún no haya explicado por qué demonios me autopubliqué la que para él, y también para mí, es mi mejor obra, pues se arregla con unas líneas.

Empiezo.

A finales de 1994 llegó a mis manos un librito de un tal Malouf, que costaba veinte duros, titulado La invasión. Lo compré porque era barato y el librero, amigo mío, me explícó que era el primer capítulo del libro Las Cruzadas vistas por los árabes. La verdad es que me enganchó y me quedé con las ganas de leerlo completo. Como mi amigo no tenía en su librería un ejemplar de marras, le dije que lo pidiera. El mismo día que por fin lo tuve en mis manos, no pude dejar su lectura. A mí me chifla la historia, y las Cruzadas, esa putada que los cristianos hicieron a los árabes, dicen que para aliviar la tensión que existía por aquel entonces en Europa, es uno de los más terribles y gloriosos pasajes históricos, me atrevería a decir que es uno de los pasajes favoritos del tenebroso pasado. Lo gracioso es que los cruzados no fueron a por petróleo, sino para conquistar unos lugares que para ellos eran santos, que había que protegerlos para que los lugareños no fastidiaran a los peregrinos, esa gente tan rara que en vez de irse a pasarlo bien a la playa se largaba a Oriente Medio porque sus mandamases religiosos les había prometido que así salvaban el alma.

Más de uno me ha preguntado cómo se me ocurren las ideas. Pues a veces leyendo lo que otro ha escrito, le respondo, inspirándome a veces en pasajes de la Historia, con mayúscula, de el pasado consigo los conocimientos para extrapolarlos al futuro, porque la humanidad, como no le cambien el chip, seguirá siendo tan cabrona como siempre lo ha sido, no importan los siglos que transcurran. Otras veces la luz se enciende de distinta manera, que en otra ME intenté de explicar.

El proyecto de escribir Los vientos del olvido surgió en mi mente leyendo Las Cruzadas vistas por los árabes. Así de sencillo. Luego vendría lo demás, pasito a pasito.

Sin haber terminado de leer el libro, empecé a imaginarme las primeras escenas. Si Malouf había empezado con la invasión, me pareció que sería un comienzo excelente para ir planteando los misterios que más adelante debería desentrañar con mesura y comedimiento. Generalmente comienzo una novela o un relato contando apenas con un esbozo, con una situación inexplicable inicial. Los personajes, las situaciones e incluso los nombres de las ciudades o los pueblos y su historia, las acomodo a la trama a medida que se me ocurren las cosas.

Llevaba escritas apenas veinte páginas cuando me di cuenta de que estaba cometiendo un error al describir a los invasores, que aún no sabía de dónde venían ni por qué se comportaban como tales, como humanos a medio hacer; creo que descubrí que había tomado el camino equivocado cuando vislumbré una escena en la que uno de ellos, casi un adolescente, moría a causa de sus heridas, y en su agonía llamaba a su madre. Tenía que hacerlos totalmente humanos, me dije.

Había comprado un Corán y me lo leí por encima porque es un plomazo, pero me valió para enterarme del contenido de las aleyas de aquel libro sagrado, uno más, y me dije que podía añadir, con el permiso de Mahoma y sus seguidores más obtusos, un par de mensajes del Profeta, para que el lector se diera cuenta, llegado el momento, de que en aquel mundo las cosas no eran como parecían. También busqué una biografía del camellero metido a vaticinador tardío. Con un amigo sirio afincado en Cádiz mantuve algunas conversaciones, y de él obtuve ciertos conocimientos del árabe para incluir en la novela varias frases, algo siempre queda bien y el autor puede fardar de profundos conocimientos. A este amigo también le pedí prestado su nombre, que años más tarde se haría famoso, porque se llama nada menos que Ousama. Las cargas que ha debido soportar el pobre después del célebre once de septiembre. Es un tío magnífico, nada gilipuertas. Le gusta el jerez, el rioja, la cerveza y el jamón serrano. Otras charlas con mi amigo Joaquín Revuelta me ayudaron a entender un poco la intrincada para nosotros idiosincrasia del musulmán. Así que a medida que escribía la novela, incluía novedades y apuntes cargados de sustancia para mayor enjundia de su contenido.

Decidí que el casi protagonista de la historia sería un joven historiador, un chico cargado de dudas que el destino había puesto en el camino más complicado. Zayd Bark puede parecerle al principio un poco bobo al lector, pero el muy cabroncete, al final de la novela, demuestra tener bastante mala leche.

Mariem. En otra crítica, precisamente una mujer la hizo, aparecida en Gigamesh, se me acusaba un poco de que mi protagonista era demasiado perfecta, un arquetipo de chavala inteligente, valiente y decidida, más lista que el hambre. Me hizo gracia esto porque el comentario partía de una fémina, que no feminista. Anda que si a Mariem la pongo de tonta del bote... Ya se sabe: éste es el país de los dos baturros en el burro.

El personaje de Mariem me caía bien incluso a mí, que la creé, y pienso que en el fondo, como apunta José Joaquín, me rondaba por la cabeza una cierta comandante llamada Alice Cooper. Me saqué de la manga una organización llamada la Academia, que muy bien pude haberla denominado el Orden Estelar. A mitad de la novela me tentó la idea de rebautizar a Mariem y transformarla en Alice, pero no lo hice, y creo que desistí de ello porque a Omar no lo veía como Adan Villagran, y no es que tuviera importancia, sino que aún no sabía quién iba a quedarse al final con la etiqueta, y barajaba para el papel a todos los protagonistas que iban apareciendo en la novela.

Al vaticinador lo llamé Ousama, como mi amigo el moro de Cádiz, como lo llamo amistosamente aunque a él le caiga como un tiro. Y es que todavía no se le ha pegado mucho el sabor a la Caleta y le surgen algunos ramalazos del Islam, aunque él afirme que no cambia el barrio de la Viña por el zoco de Damasco. Al Ousama de ficción lo ensamblé como un personaje misterioso, nudo de la trama, inerte en apariencia pero de importancia vital pese a su locura.

El batiburrillo de nombres de las ciudades de Ar-Rasul, que quiere decir El Enviado, lo hice a propósito, porque había que ir dejando pistas al lector a la vez que despistarlo. Que en las islas de Bersuam viviera un pueblo no demasiado fanatizado, digamos unos árabes bastante heterodoxos, se hizo imprescindible cuando se me ocurrió que debía mezclar los pueblos de las tres dichosas religiones monoteístas de la Tierra, pero no revoverlos. Los bersuamíes eran cristianos venidos a menos, y sin embasrgo venidos a más en su papel de árabes abrazados al Islam por narices, para que los demás musulmanes, los del continente, les dejaran en paz en sus islas, con los que no querían demasiado trato. Dejando al pueblo de Bersuam al oeste, en el este, en el límite del desierto Rojo, por donde sale el sol, levanté la ciudad de Zuwa, patria de adopción de Mariem, enclave de los descendientes judíos que, paradójicamente, salvaron a la comunidad árabe de aquel planeta donde su seguridad se hizo precaria debido a la orden de exterminio decretada en la Tierra contra ella.

Utman, señor de Bersuam, enamorado perdido de Mariem, representa al héroe puro, imprescindible para mí en toda novela. Su papel no es el del protagonista, pero con su comportamiento, quijotesco en cierto modo, llena los huecos que otros personajes no estaban capacitados para llenar.

Reunidos los condimentos, tenía que encontrar el motivo que justificara el hecho de que los árabes, los cristianos y los judíos compartiesen un trozo de terreno del planeta al que llegaron mil años antes a bordo de una nave, unos para salvar el pellejo del decreto de la Tierra que los condenaba y otros porque se apiadaron de los perseguidos. Pero necesitaba el dichoso leitmotiv para justificar que hubieran retrocedido en el tiempo a la hora de organizarse social, cultural y religiosamente. Y no sólo por esto yo tenía que devanarme los sesos, si no también para encajar la aparición del misterioso ejército cruzado que, emulando a los reyes, nobles, caballeros y villanos europeos, se había lanzado a la búsqueda de una ciudad llamada Jerusalen, que me cuidé muy mucho de no incluir en geografía de Ar-Rasul, para que los invasores no dejaran de invadir y recorriesen como locos sus valles y desiertos.

Lo de la perla negra que Mariem encuentra y... Un momento. No voy a contar lo que ella hace con la perla, porque aún me quedan algunos ejemplares por vender, ni pienso revelar qué pasa en las últimas cien páginas, faltaría más, que José Joaquín ha tenido la habilidad de soslayar las explicaciones y yo no pienso meter la pata.

Con todas las novelas que he escrito lo he pasado bien y a veces fatal, cuando me atasco. Con Los vientos del olvido me lo pasé bomba, como me ocurrió con la tercera parte de Las islas del infierno, que todo fue rodado. Creo que ha sido, hasta el momento, la novela con la que más he disfrutado. Lo malo es que cuando la acabé, el panorama editorial en España no era el mejor. Diría que pasábamos una crisis.

Cuando se pone la palabra fin a una novela en la que uno ha puesto sus cinco sentidos, y algunos más, es el peor momento para el autor, al menos para mí. ¿Qué hago ahora con ella, madre mía? Es la pregunta que me hice. La envié a Miraguano. Lamentablemente, la colección cerró después de que publicara El enfrentamiento, y la editorial me la devolvió, comentando que, después de leída, la consideraban una novela histórica y no de ciencia-ficción. La leche. Lo que hay que oír.

También envié la novela a Ediciones B, transcurrió casi un año y el responsable de leerla no tuvo tiempo de echarle un vistazo. Luego Miquel Barceló tuvo la nobleza, cuando la compró y por fin la leyó, de comentar en el fanzine BEM que hubiera sido digna de ser publicada en la colección Nova. Al César lo que es suyo, qué caramba.

Como aquel año íbamos a celebrar la Hispacón en Cádiz -estábamos en el 95- me eché al monte y decidí editarla por mi cuenta. No me arrepiento de haberlo hecho, de veras, porque aprendí bastante, sobre todo a no volver a autopublicarme una novela. Me explico. Sentí una extraña e inédita sensación cuando recogí de la imprenta los primeros ejemplares, y sentí un escozor en el bolsillo cuando tuve que pagarlos. Los libros se terminaron de imprimir cinco días antes de la Hispacón. Yo lo mantuve en secreto hasta entonces, no sé si porque no quería que se rieran a mi costa o porque guardaba una sorpresa a los amigos y colegas.

Respiré un poco aliviado cuando Luis G. Prado, que me echo un cable esos días en su stand, que llenó de ejemplares de El Fantasma recorre y da vueltas por Andorra, me vendió nada menos que 38 novelas. Y encima no me cobró un duro por el trabajo. Bueno, yo tampoco le cobro nada por La Memoria Estelar.

Lo más duro de autoeditarse es vender la mercancía. Mucho trabajo, demasiado, como si el panadero tuviera que sembrar el trigo y molerlo para cocer el pan. Y no me puedo quejar, pues amorticé la inversión en poco tiempo, y encima obtuve dos o tres veces los beneficios que por entonces, y por ahora, suele obtener con suerte un autor español publicando en este dichoso país. Pero les juro que no volveré a autoeditarme, ni siquiera para que algún día vean la luz las seis o siete novelas que duermen el sueño de los justos, o el de los ilusos, en el disco duro y en las copias de seguridad, que hay mucho cabrón suelto por ahí largando virus a toda pastilla, y uno debe ser precavido, o que el sieso de míster Gates te haga una cabronada más con sus deleznables productos y el trabajo de varios años se esfume entre los insondables vericuetos de la informática.

Entre otras cosas por las que no volveré a correr la aventura de la autoedición es porque en este mundo hay de todo: personas que te ayudan desinteresadamente, te piden novelas y te las pagan religiosamente, y otras que si te vi no me acuerdo, y fanzines que te hacen propaganda y otros que se consideran profesionales y te quieren cobrar por la propaganda. Todo un detalle de colaboración, sí señor.

Aprovecho la ocasión para dar las gracias a Agustín Jaureguízar, que colocó algunas novelas en Madrid; a Gigamesh y a la librería Miraguano, a Crisol y, sobre todo, a Rodrijo Trujillo, ex propietario de la librería Nemo, que batió el récord vendiendo nada menos que seis docenas de novelas, a quien prometo que algún día, espero que pronto, él y yo veamos publicadas las aventuras del Cofrade, que mira por donde es uno de sus personajes de ficción favoritos.

Ya me olvidaba de advertir al personal que aún me quedan algunos, pocos, ejemplares de Los vientos del olvido al módico precio de nueve euros, gastos de envío incluido. Lo digo porque cuando se reedite costará un poco más.

A ver si puedo decir de una vez que la edición, que con tanto esfuerzo, dinero e ilusión lancé hace nueve años, está agotada, hombre.


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