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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Puta mili

Esta Memoria Estelar, y las que sigan con el mismo tema, la quiero dedicar a Ivá, porque va de mili, la que yo hice a principios de los sesenta, no cuando se perdió Cuba, como algunos malpensado pueden pensar.

Claro que si el irrepetible Ivá viviera, seguro que me correría a gorrazos al enterarse que fui voluntario, que hay que tener huevos, pensará más de uno, para no esperar a que lo llamen a servir a la patria. Espero que cuando explique lo que había entonces, lo entenderá y comprenderá mi arrebato patriótico.

Es que la juventud de ahora no sabe lo que tiene; ahí es nada no tener que hacer el servicio militar, no aguantar las cabronadas de los cabos primeros, sargentos y de más fauna con galones y estrellas de seis y ocho puntas.

Pues yo entré en el Ejército en mayo del 60, en el primer lote de gilipollas voluntarios de Cádiz que estampamos el contrato con la Patria. Todavía recuerdo la sonrisa socarrona del sargento que recogió los papeles; creo recordar que hizo gala de su extraño humor diciendo que ya no podíamos echarnos para atrás. Había una segunda leva en septiembre, no para los que cateaban y tenían que examinarse de nuevo, sino porque en aquel centro militar admitían pocos voluntarios.

Cuando se acercaba la hora de que me llamaran al ayuntamiento para tallarme, tenía yo 19 añitos y en el seno de la familia se planteó mi porvenir militar, quiero decir mi paso fugaz por el Ejército. Como por aquellos años corrías el peligro de ir a la Marina y servir 18 meses con el lepanto encasquetado, te enviaban a Ceuta, Melilla o al Sahara, pues había que tomar medidas para que la putada no se elevara al cubo. Ya habían reducido el tiempo de permanencia con el caqui a catorce meses, y veinte para el voluntariado por tierra. En los cincuenta mi hermano, para ser voluntario y no salir de Cádiz ni comer rancho, firmó por tres años. A él no le fue mal. En aquellos tiempos te hacías amigo del furriel y no tenías que hacer muchas guardias. Si encima te hacías con una recomendación para el capitán o el comandante, te mandaban a casa a cambio de un jamón por Navidad, y no te llamaban al cuartel a menos que te necesitaran para desfilar en el día de la Victoria, fiesta que anualmente celebraban para recordarnos que una vez hubo en este país un ejército rojo al que Franco desarmó e hizo cautivo.

Yo presenté los papeles para ingresar en la Escuela de Aplicación y Tiro de Artillería, como así se llamaba el medianamente elitista centro militar, para ingresar en septiembre del 59, pero para entonces no quedaban plazas. Lo que significa que había cola de gaditanos que no querían correr el riesto de que los mandaran a África cuando fueran llamados por su quinta. Aparte de que en la Escuela, como la llamaré a partir de ahora, no se daba golpe y había mucho despiste, mi familia conocía a un comandante, pero el tal no pudo conseguir que yo entrase cuando quería entrar. Ya he dicho que sólo admitían a diez o doce voluntarios dos veces al año, porque con los chavales de la quinta tenían de sobra para las dos baterías. Como ahora los jóvenes no tienen ni puta idea de la mili, mejor para ellos, en Artillería no se llaman compañías como en Infantería, sino baterías, por eso de que manejan cañones, es un decir, como ya veréis cuando llegue el momento de describir el armamento que teníamos que cuidar en el castillo San Sebastián.

A esta altura de la Memoria más de uno se estará preguntando qué cojones tiene que ver la mili que yo hice con la ciencia-ficción. Pues mucho, para que se entere el listillo de turno. Lo explico.

Yo ya me había leído un montón de novelas del género, tenía muchas de Nebulae, la colección enterita de Futuro, de Los Conquistadores del Espacio y otras. O sea, que ya no tenía remedio, me había enganchado a algo que ningún amigo leía, porque los tiempos de la Escuela de Comercio habían pasado y los lanchotes que tenía en los sesenta pasaban de esas cosas raras de marcianos. Además, estábamos muy ocupando tratando de ligar con las chavalas y asistir a los guateques los fines de semana. Para que se entere más de uno, mi generación fue la que rompió los primero tabúes y llevábamos años cargando con el tocadiscos de patio en patio y de azotea en azotea, organizando esos bailes que durante años fueron conocidos como guateques, en los que a escote reuníamos unos duros para comprar mortadela y unas botellas de tinto. El cubata, qué lástima, aún no se había inventado, ni la cerveza de a litro.

Esa época, lo confieso, no leí mucha ciencia-ficción. Además, durante la mili me eché novia, la primera formal que tuve. Y la última. Que conociera a la que sería mi mujer se debió a haber hecho la mili, ya que... Bueno, ésa es otra historia, que aunque muy interesante no viene a cuento.

Ya he dicho que dejé de lado a la cf, pero no demasiado.

Poder hacer mili en la Escuela era un chollo. Bueno, lo era cuando entré, porque luego... A los voluntarios, once éramos, nos daba instrucción un sargento con una mancha de nacimiento en la cara que parecía que le habían tirado un filete y se le había quedado pegado en la mejilla izquierda. Se llamaba Iborra, pero se le quedó el mote del niño de la mancha para el resto de la mili, que los de Cádiz, los once, teníamos muy mala leche. En realidad de la capital éramos diez, pues el undécimo recluta era de Facinas, un pueblo que queda yendo a Algeciras según se tira a la izquierda. Como no teníamos más remedio, nos hicimos amigos, pues hasta aquel día no nos conocíamos.

El horario de “trabajo” que teníamos era de nueve de la mañana a las dos de la tarde. Guardias no había, sólo un servició de plantón en la entrada de la Caleta, para vigilar el camino que llegaba hasta el castillo. Antes de seguir, para que los que no conozcan mi ciudad, creo conveniente decirles que la Caleta, lo más típico de Cádiz según algunos, es una pequeña rada situada en el casco antiguo de Cádiz, con el castillo San Sebastián a la izquierda, según se mira hacia Rota, y el castillo Santa Catalina a la derecha, también mirando hacia la base de los yanquis, que por aquellas fechas ya habían asentado sus reales sobre los desaparecidos campos de tomates. Pues en ese escenario se filmó la parte de la última peli de James Bond en que la prota sale del agua con aquel bikini de infarto. Aunque en la peli el cubil del malo es una isla, el castillo San Sebastián está unido a la ciudad por un camino, bastante estrecho por cierto, por el que sólo cabe un coche. Y sobre la playa está el balneario, que ya conocen porque en un chiringuito que montaron los de la película, el soso del 007 espera con un martini con vodka en la mano a que ese pedazo de mulata surja de las caleteras aguas, recordándonos a la Ursula del Doctor No.

Una vez explicado el ambiente y parte del decorado que iba a llenar muchas horas de mi vida durante veinte largos meses, creo que podemos continuar.

El plan de “trabajo” que nos explicaron en Bonete, como llamaban al conjunto de edificios de la Escuela situados al lado del Hotel Atlántico, enclave militar con cierta solera al que se llegaba cogiendo el camino que va al parque Genovés, unos quince minutos de caminata, era que a los once voluntarios sólo nos enseñarían a desfilar, con y sin mosquetón, a saludar y a aprendernos de memoria los nombres de los estaban por encima de nosotros, que eran muchos desde el coronel al cabo, y apenas durante un mes, antes de que llegaran los artilleros del reemplazo, unos ciento y pico, que harían el período de instrucción en el Castillo, que para eso es grande y hay sitio de sobra. En el Castillo está el faro, llamado popularmente el faro de la caleta, no de San Sebastián; aún existe el viejo puesto de mando, los restos del faro antiguo y muchos metros de muralla de roca ostionera.

Pues nuestros sueños de pasarlo de puta madre en la puta mili se vinieron abajo cuando al ministro del Ejército se le ocurrió firmar el presupuesto para arreglar el camino que iba al Castillo. Como la cocina estaba en Bonete, el carro tirado por un mulo que llevar el rancho diario a los quintos no podría entrar en el centro de instrucción, y se cambiaron los planes.

Cuando los voluntarios nos enteramos que iban a asfaltar la carretera, no nos preocupamos, que eso no iba con nosotros, que se las arreglaran como pudieran, que dando las dos de la tarde nos quitábamos el traje de faena y nos íbamos a comer a casa y volvíamos hasta el día siguiente a las nueve. Ah, y los domingos librábamos. ¿Comprende ahora el lector por qué había cola para entrar voluntario en la Escuela?

Como el problema de la manutención del reemplazo había que solucionarlo, y no iban a llevar el rancho en helicóptero al castillo, al cabronazo del coronel no se le ocurrió otra solución que enviar a los quintos al campamento de Camposoto, donde iban a marcar el paso los reclutas de Cádiz, Jerez y Algeciras. Lo peor fue que, en un momento de inesperada lucidez, el jefe de la Escuela se acordó de los once voluntarios. Y va el tío y le dice al comandante mayor que ya puesto los mandara con los quintos a San Fernando, donde estaba el puñetero campamento, del que mis compañeros y yo no queríamos ni oír hablar, que para eso nos habíamos presentado voluntarios.

De la decisión del coronel nos enteramos a la mañana siguiente, cuando el niño de la mancha, con una sonrisa de cabrón entre su emplaste de nacimiento y la otra mejilla, va y nos larga la noticia. Lo que disfrutó ese día. Como a él también lo mandaban al campamento, debió pensar que era allí donde quería ver a los señoritos de Cádiz, como nos llamaba cuando se enfadaba al ver que cogíamos con asco el mosquetón.

Pues ya saben, mañana los quiero ver aquí a las cinco, con el macuto preparado y con el traje de faena puesto, nos dijo el sargento aquella mañana que hacía un frío que pelaba, porque entonces el invierno duraba más que ahora y aquel mes de mayo seguía en Cádiz, sin querer irse a otra parte. Vaya añito.

A mi madre le dio un disgusto que su nene se fuera tan lejos, a unos doce kilómetros de Cádiz nada menos. Mi padre dijo eso que siempre dicen los padres, que la mili es buena, que en ella siempre se aprende, que hace hombres y todo el rollo ése. Mi hermano, tal vez para consolarme, me recordó que su mili duró tres años, pero olvidó añadir que sólo fueeron dos meses los que pisó el cuartel y no pasó de media docena las guardias que hizo. Mi hermana mayor dijo que el tiempo pasaba volando, y ayudó a mi madre a prepararme unas cosas de comer. La pequeña me dijo más o menos que me fastidiara.

Cuando mi madre terminó de llenar el macuto con ropa interior y conservas de todas clases, lo cogí. Horror. No podía cargar con él. Dejé en la mesa de la cocina ocho latas de leche condensada, doce de sardinas en escabeche, diez de atún de la Almadraba, seis de melocotón y cuatro barras de pan. Aún así, quedaron muchas provisiones en el saco. Y eso que le dije que en el campamento nos darían permiso los sábados, hasta el lunes a los que teníamos pase de pernocta. Fue inútil que le recordara que no me enviaban al fin del mundo, sino a San Fernando. De todas formas, para no darle más disgustos, me llevé comida de sobra, la que me comería en un mes. Joder, cómo pesaba el jodido macuto incluso después de haberlo aligerado.

Quedamos tres voluntarios y yo para ir juntos al castillo. Como a lo hecho pecho, nos lo tomamos a cachondeo y alquilamos un coche de caballos para que nos llevara a la Caleta... ¿Qué dice ese listillo? ¿Que cómo iba a llegar el coche hasta allí si el camino estaba levantado? Mira qué gracioso.

Las obras aún no habían empezado.

Lo más gracioso, según se mire, es que no empezaron a arreglar la carretera hasta dos años después de que me licenciara. O sea, que nos mandaron al campamento para nada. Pero como la reserva ya estaba hecha en el hotel de cuatro estrellas de una tienda de campaña, pues a joderse. El coronel no se iba a echar atrás, faltaría más.

Dos horas después de haber hecho nuestra entrada triunfal en el castillo, de formarnos en el patio a los voluntarios y los de la quinta, emprendimos la marcha. Cruzamos medio Cádiz ciento y pico de tíos cargando con los macutos hasta la estación, llamando la atención del personal, aguantando el cachondeo de los niñatos. Ciento y pico de tíos cabreados, vestidos con pantalones y chaquetillas grises, el uniforme de faena de entonces, todos con cara de gilipuertas. Nos llevaron a San Fernando en tren, todo un detalle, en vagones de tercera, como estaba mandado. Una vez en la Isla de León, nos esperaba la caminata hasta el campamento, unos tres kilómetros por una carretera la mar de chunga. El maldito macuto cada vez pesaba más. Los voluntarios, por eso de la solidaridad, íbamos juntos, maldiciendo a la vez, acordándonos del coronel.

Un día el fotógrafo quiso dejar constancia para la posteridad de que eran muchos los que estaban haciendo el gilipollas en aquel campamento llamado Camposoto. Uno de ellos era yo. Premio al que me localice.

Cuando ya estaba a punto de abrir el macuto y sembrar el camino con latas de sardina, pasó un hombre tirando de un burro. Nos preguntó si estábamos cansados. Menos mal que no lo mandamos a hacer puñetas, sino que a uno se le ocurrió preguntarle hacia dónde iba. Como nos respondió que cerquita de Camposoto, le propusimos que nos llevara el burro los macutos de tres de nosotros, que para eso el lomo del animal estaba desocupado. A cambio de un duro por macuto nos hizo el favor de aligerarnos de peso. Ya estaba oscureciendo y no se veía mucho, y como el niño de la mancha y un cabo primero llamado Baglieto, al que habíamos conocido ese mismo día, marchaban delante y no volvían la mirada atrás, pues nos libramos de una bronca, que nos llamaran vagos por haber alquilado los servicios del borrico a un duro por macuto. Bien entrada la noche llegamos al que iba a ser nuestro hogar durante cuarenta y cinco días, pagamos al arriero y nos despedimos del borrico.

Antes de distribuir las tiendas, nos llevaron a un sitio muy oscuro, una explanada apenas alumbrada con media docena de bombillas de quince vatios. Nos dijeron que allí era donde repartían el rancho. Yo creí que cerca estaban las cuadras, pero no: en un viejo edificio de una planta, situado al fondo, hacían los guisos, con perdón a los guisos de mi madre.

Y va el niño de la mancha, y como si fuéramos a ovacionarle, nos dice que aquel día, por deferencia a nosotros, los fuegos de la cocina no los habían apagado, para que reparásemos fuerzas. Sus palabras las interpreté como que habían recalentado la comida, que los quintos de otros cuarteles, que ya llevaba días en Camposoto, habían comido hacía un rato.

No cogimos el rancho; la verdad es que lo que se olía le quitaba las ganas comer a Carpanta. Dos de los voluntarios dijeron que había que acostumbrarse al rancho desde el primer día y llenaron sus platos de aluminio con algo oscuro y maloliente que un artillero con mandil y cigarro en los labios despachaba con un cazo enorme. Esos dos ilusos, Agustín y Antonio eran sus nombres, no repitieron al día siguiente, echaron mano a las vituallas que sus santas madres les habían obligado a cargar.

Ya hablaré de ciencia-ficción, no hay que preocuparse. Si me animo, seguiré contando esa puta mili mía, a menos que los tres lectores y medio que sigen estas Memorias Estelares me digan que no les salga con batallitas.

Va por ti, Ivá. Jodé, lo que nos hubiéramos divertido si siguieras entre nosotros, la de temas que los políticos de dentro y fuera te habrían inspirado para ponerlos a caldo. Lo que nos hemos perdido.


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