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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Puto campamento

O cómo sobrevivir al infortunio y procurarse la manduca

Ese mes de mayo hacía un frío que pelaba.

Después de llegar derrengados a Camposoto, como lo llamaban, aunque para nosotros era más bien un camposanto, y renunciar al rancho que nos esperaba medio caliente esa noche, al que renunciamos porque olía de una manera que te quitaba el apetito, nos asignaron una tienda de campaña, enorme, redonda. Vieja. Remendada. En su interior nos aguardaban doce colchonetas de paja con dos mantas deshilachadas y una almohada aplastada, distribuidas en círculo, los pies apuntando a la madera que sostenía la lona.

Un iluso buscó el interruptor de la luz.

Uno menos iluso, no recuerdo quién, sacó una vela.

Como eran las tantas, a dormir.

Nos acostamos vestidos. Puesto que no éramos gilipollas del todo, a ninguno se le había ocurrido traerse un pijama, y si lo echó al macuto no tuvo valor de sacarlo. El frío que hacía no invitaba a despelotarse para ponérselo. Allí estábamos los once y el cabo del pelotón, uno de Medina que ya nos había dado la lata en el castillo Santa Catalina para que marcáramos bien el paso, antes de que se presentaran a sí mismos el Niño de la Mancha y el cabo primero con cara de nazi que se llamaba Baglieto. Más tarde, mucho más tarde, descubrimos que no era un mal chaval. El galón dorado le obligaba a representar el papel de hijo de puta. Llevaba gafas y se las daba de muy militar, descendía de militares patateros. Su padre había llegado a sargento y él quería llegar a comandante, por eso de mejorar la raza, decía. O lo pensaba. Vamos, le hacía ilusión.

Pues a pesar de lo duro que estaba el colchón y el frío que hacía, nos quedamos dormidos. El de Facinas se durmió despotricando, arrepentido por haberse presentado voluntario.

A las nueve escuchamos la corneta.

Aunque diana debían tocarla a la seis, por consideración a nosotros el corneta de los cojones, por orden del capitán, dejó pasar tres horas.

El primero pasó por las entradas de las tiendas diciendo que nos vistiéramos y formáramos. Salimos enseguida, estábamos vestidos, sólo tuvimos que ponernos el correaje y encasquetarnos el gorro. Estábamos la mar de monos todos formados, voluntarios y de la quinta, allí en medio del frío. A desayunar, dijeron los cabos cuando llegó el Niño de la Mancha, embutido en un capote del año de la pera, temblándole hasta el motivo del mote que le habíamos puesto. Y desfilando fuimos donde repartían el rancho y allí nos juntamos con las otras baterías que vivaqueaban por los alrededores. La sensación de estar en un campamento indio no se me quitaba de la cabeza. Ni nos dejaron que lleváramos los tabardos, oye. Ni echar un pitillo. Qué gentes más desconsiderada nos mandaban.

Con el cacharro de aluminio esperamos el café. A algunos les extrañó que no hubiera una máquina de café, sino que con un cazo sacaran de un barreño un líquido oscuro que iban repartiendo. Cada uno de los voluntarios cogió su ración y el chusco. Uno preguntó por la mantequilla y el aceite, y por poco no le arrean un guantazo. Gracioso, le dijo el primero, que eres un gracioso, ya verás cómo se te quitan las ganas de decir tonterías, venga, a desayunar, que formamos dentro de cinco minutos. Y el Baglieto cogió su dosis de oscuridad y su chusco y se fue aparte a comer. Empecé a comprender por qué tenía tan mal genio cuando olí lo que llamaban café. El pobre se lo bebía, y los chicos de la quinta.

Por el camino de regreso a la tienda, rodeados de los compañeros que acababan de hacer lo mismo, o sea regar el húmedo suelo con aquella bazofia, tiré el mal llamado café a una margarita que aún no había sido pisoteada. Al instante se marchitó.

Como los macutos estaban bien pertrechados, a buscar las galletas maría. Mi santa madre me había suministrado nescafé, leche condensada en tubo y azúcar. A los demás, también sus mamás les habían hecho cargar con víveres. Un campesino se había acercado al campamento con un burro cargado con dos lecheras bien llenas de leche caliente. Ya teníamos el desayuno. Por una peseta nos llevó la marmita, le echamos nescafé, leche y azúcar y conseguimos un resultado bastante bueno, y a mojar galletas. El chusco lo guardamos, porque con él teníamos que aviarnos para almorzar y comer. Pensar en el rancho que nos darían a eso de la una, nos ponía de malhumor. Menuda hambre íbamos a pasar, porque no era cuestión de pasarse toda la semana comiendo fiambre.

En aquel paraje desconocido empezamos a aprender la primera lección para sobrevivir. No es que fuéramos los voluntarios unos señoritos remilgados, que va, pero no nos apetecía el rancho, qué le íbamos a hacer. Nos dijeron que el primer sábado no nos darían permiso, porque habíamos llegado un jueves. Teníamos que prepararnos para resistir diez días.

No lejos de allí vivía un peón caminero. Él y su mujer preparaban huevos fritos a eso de la una, y como la voz corrió, fuimos unos cuantos a ver si en el menú había algo más. Nada. Sólo huevos fritos, es un decir porque de aceite apenas tenían. Yo pedí dos, que me los tiró el peón caminero de cualquier manera en el recipiente de aluminio y me retiré con ellos junto con mis compañeros de fatigas, Pedro y Paco, a degustar tan suculento plato. No comimos mal, no. A los aplastados huevos fritos añadimos unas latas de sardinas. Eso sí, en el chiringuito aquél no había mesas, era un chiringuito de mierda y tuvimos que comer sentados en el suelo. Bueno, tampoco disponíamos de mesas y señas para saborear el rancho, había que comer de pie si el terreno estaba enfangado o sentado a la usanza árabe y lo encontrábamos seco.

Cuando preguntamos por las duchas, y si éstas tenían agua caliente, nos dijeron los quintos que ya llevaban allí una semana que un poco de suerte nos dejarían ducharnos los miércoles. Se hartaron de reír cuando Paco insistió en saber si el agua estaba caliente. Pardillo.

Bueno, pardillos éramos todos, unos más y otros menos, pero pardillos al fin y al cabo.

Mirábamos a los quintos, los veíamos comer con avidez lo que el cocinero les servía. Debían darnos pena, pero no era así, porque había que ver los embutidos que muchos habían llevado de sus pueblos. Pero los tíos no despreciaban el rancho, comían como limas y se nutrían no sólo de los víveres que sus mamás les habían puesto en los macutos, sino de todo lo que el furriel les largaba en los platos, y encima los rebañaban. Qué estómagos.

Aquella noche y las siguientes, después de quedar hasta el gorro de marcar el paso por un terreno enfangado, había lloviznado y nos llenamos de barro hasta la entrepierna, a la luz de la vela de la tienda celebramos una reunión de crisis. Había que espabilarse, decíamos, para organizar la comida, pues había que comer caliente y, si no quedaba otro remedio, al menos teníamos que tragarnos la llamada sopa que daban. El cabo de Medina, el responsable del pelotón, dijo que le habían dicho que no lejos de allí, por el camino de la Almadraba, había una venta, conocida como la del Cojo. Decidimos visitarla al día siguiente.

No pudimos cruzar los montes y llegar a la venta del Cojo a mediodía, porque el tiempo libre que nos daban entre el almuerzo y volver a formar era poco. La exploración la postergamos hasta las siete.

Una vez que formáramos para el rancho, porque había que formar para que nos contaran, podíamos largarnos cuando el primer recluta de la cola recibiera la primera paletada de puchero acuoso. Entonces el primero o el sargento se volvía hacia nosotros, que estábamos los últimos, y nos decía que podíamos irnos, rumiando entre dientes que nos hubiera gustado ver en el frente, esto decía el muy cabrón. Hasta el toque de retreta, qué palabra más fea, teníamos tiempo de acercarnos a la venta del Cojo y ver cómo era, incluso comer tranquilos y volver al campamento antes de que el niñato de la trompera nos mandara a la cama.

La venta del Cojo estaba como a diez minutos, al pie de la carretera que llevaba a la vieja almadraba. Entramos. Tenía que ser buen sitio para comer, pensamos cuando vimos que estaba lleno el comedor con alféreces provisionales, suboficiales y otros quintos más espabilados que nosotros, los que habían llegado antes al campamento.

No fuimos todos los voluntarios, sólo siete, los demás se quedaron en la tienda, los pies doloridos, cansados. Los pobres. Ya nos diréis cómo os ha ido, dijeron los muy flojos.

Ocupamos una mesa. Al poco se acercó un individuo de mediana altura, delgado, con un mandil lleno de churretes. Era el dueño de la venta. Qué listos somos, pensamos. Lo reconocimos enseguida al verlo caminar hacia nosotros. Se llamaba Curro. No es que el chef de la venta fuera un genio, pero en la carta, que no nos enseñó porque dijo que la había extraviado el año antes, tenía lo corriente, es decir carne, tortillas, huevos fritos y algo de pescado. Dijo el Curro que si queríamos un potaje u otra delicadeza teníamos que encargárselo el día antes. O sea, que había que hacer reserva. Era una venta de postín. En la barra estaba su mujer, rodeada de tres zagales, sus nenes. Y un chaval fregando platos, o eso parecía que estaba haciendo.

Nos pusimos como el quico después de cuatro días de bocadillos y latas de sardinas, y comimos un pan bastante mejor que los chuscos militares.

Volvimos bastante alegres al campamento, más de la cuenta, porque habíamos despachado entre los siete dos botellas de valdepenas y varios quintos de cervezas, que partir de ahora llamaré botellines para no confundir al personal, por eso de que estábamos en el Ejército.

Habíamos arreglado el problema de la manducancia. Nada menos. Esa noche dormimos más a gusto, oye. Estábamos aprendiendo.

Lo más chungo es que al día siguiente nos amenazaron con entregarnos el mosquetón, para que marcáramos el paso con más garbo. Mira, a mí me hacía ilusión, qué voy a decir.

Llevaba una semana sin leer una novela de ciencia-ficción. No me preocupaba, creía estar viviendo una aventura de desastre post atómico.


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