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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada




Distintas varas de medir, como siempre

No podría decir con exactitud cuándo empecé a sentir curiosidad por esas montañas de piedra en forma de pirámide que se levantan en Egipto, y en Sudán, en México y en Centroamérica, y dicen que en China también.

Pero nos ocuparemos de las pirámides clásicas, o sea las de Egipto.

Creo que la primera vez que me enteré de su existencia, siendo yo un niño, fue en una aventura de Mandrake, cuando en España el tío de la chistera era conocido como Merlín, y su amigo y criado Lothar por Lotario. Cosas de los traductores, esos personajes que alguien llamó traidores, no sé por qué. Yo diría que son despistadillos en ocasiones, pero sin maldad.

Yo veía en las viñetas a Merlín embutido en su frac y tocado con la brillante chistera, viajando a camello por las arenas del desierto. Como fondo siempre había un par de pirámides flanqueadas de raquíticas palmeras. Me dije entonces que las pirámides formaban parte del paisaje para el dibujante, y las ponía para que los lectores se enterasen que los personajes estaban en el desierto, y también para hacer bonito. En esa aventura de Merlín descubrí que las montañas piramidales estaban huecas, y dentro de ellas lo mismo se podía encontrar un tesoro que una momia que resucitaba y daba la murga. Las momias de entonces, como las de ahora en el cine, no eran faraones a los que sus súbditos preparaban para la otra vida, que suponían mejor que ésta, sino individuos a los que momificaban en vida para joderlos bien jodidos, como castigo por alguna fechoría que habían hecho, por ejemplo ligarse a la favorita del rey. Y claro, cuando despertaban al cabo de los siglos, la emprendían contra el prójimo porque estaban muy cabreados. El más cabreado era Boris Karlof, tanto que nunca sonreía, no sé si porque no estaba para muchas risas o las vendas le impedían sonreír. Pero no hablemos de momias, sino de esas cosas que con el paso del tiempo fui descubriendo. En realidad fueron otros los que descubrieron que los egipcios eran más listos de lo que parecían a primera vista. Se dieron cuenta de que no eran tan gilipollas como para levantar las pirámides sin un fin determinado.

El año pasado, cuando visité Egipto, averigüé muchas cosas del pasado de Egipto. En compañía de mi sobrino, previo soborno al sargento de la policía turística y al moro de la chilaba con el pedazo de llave en la mano que estaba en la entrada, recorrí el interior de la pirámide más gorda, la de un tal Keops. En su interior sufrí un trance místico, y viajé al pasado y fui testigo del momento en que en fue inaugurada. También me enteré de para qué servía y servirá, porque aún no la han jubilado de su destino. Pero esto no pienso revelarlo por ahora, que el secreto vale una pasta y no voy a hacerlo gratuitamente. Faltaría más.

Pero sigamos. Lo que en esta Memoria Estelar quiero contar es lo que he leído acerca del dichoso codo real egipcio, la medida que utilizaban los arquitectos de los faraones. La medida que usaban los sastres de la época para confeccionar una chilaba debía ser otra, más adecuada para engañar al cliente, al que decían que su prenda se había llevado ocho varas en lugar de cinco.

Allá por el mil ochocientos ochenta y pico, un inglés llamado Petrie hizo las maletas, las llenó con los aparatos más exactos de medición de su época y se largó a Egipto. Su propósito era medir de verdad la Gran Pirámide, la de Keops, pero no como estaba entonces y está ahora, sino para saber como era cuando la terminaron, allá por el 2.500 a.C., hace la tira de años. Esto dicen algunos arqueólogos, pero otros afirman que son más antiguas. O sea, que Napoleón, cuando largó a su tropa eso de tres mil años os contemplan, soldados, y hay que darle fuerte a los mamelucos, andaba un poco despistado, el pobre se quedó corto; porque si a los 2.500 años a.C. se suman 1.800 años me salen 4.300, año arriba, año abajo.

Pero bueno, un error lo tiene cualquiera. El hombre que dio nombre a un coñac y a las piezas de oro de 20 francos no iba a consultarlo en un libro justo antes de ir a la batalla, para que su frase quedase lo más exacta posible de cara a la historia, ya que no iba a entretenerse buscando en su tienda de campaña un libro que hablase de pirámides, cuando los soldados del sultán ya galopaban hacia las filas de sus granaderos, los muy gilipollas. Los mamelucos, claro. Los franchutes los mandaron al cuerno con la segunda descarga de fusilería. A Napoleón debió impresionarle lo muy valientes que eran aquellos moros, porque los enroló en su ejército, y más tarde los envió a Madrid para que sirvieran de modelo a Goya, cuando el famoso sordo pintó ese cuadro tan bonito en el que los majos se lían a navajazos con los tíos del turbante.

Pero no nos desviemos del asunto que nos interesa. Es un decir.

Míster Petrie estuvo midiendo la Gran Pirámide, por dentro y por fuera, durante varios días, tal vez durante semanas. El hombre hizo un buen trabajo. Como ya tenía noticias de lo que medía un codo real, lo comprobó, dicen, valiéndose del suelo de la Cámara del Rey de la pirámide de Keops, y del sarcófago de granito de Assuan que está allí, entrando a mano derecha. A esa cámara del supuesto rey se llega subiendo por un puñetero túnel de cuarenta metros de largo y poco más de un metro de altura, que yo tuve que recorrer agachado, cagándome en las castas del arquitecto que lo diseñó, porque debió haberlo mandado hacer mas alto, digo yo. Lo que luego queda por recorrer hasta la Cámara del Rey es más cómodo, porque la Gran Galería tiene el techo muy alto y es amplia, una gozada. Pues como iba diciendo, entrando en esa habitación a la derecha está lo que dicen los arqueólogos que es un sarcófago. Sin embargo, otros colegas suyos, como ya he dicho, juran que se trata de un patrón métrico.

Míster Petrie llegó a la conclusión de que el codo real egipcio medía 50 centímetros y pocos milímetros. Él lo contaría en pulgadas, pero también lo hizo en centímetros. No había la menor duda de ello, nadie se lo refutó entonces ni después. Volvió muy contento a Inglaterra, dio las consabidas conferencias en Oxford, y ante audiencias de próceres de la ciencia expuso lo que pasó por la cabeza cuando aún estaba bajo el cálido sol de Egipcio, tal vez tomando un escocés con hielo. Nada de té. El señor Petrie era un tío listo.

Este arqueólogo meticuloso y medidor de todo lo que él creía que debía ser medido, al final de sus conferencias siempre decía más o menos: "Miren que casualidad, señores míos: por poco esos tíos que vivían en Egipto, que siempre andaban de perfil, vestían taparrabos y llevaban los brazos en alto a todas horas, inventaron un patrón de medida que, multiplicado por dos, casi da un metro, esa cosa de medir que usan en el continente, a la que yo no auguro larga vida, qué quieren que les diga, porque donde se pongan la yarda y la pulgada inglesas que se vaya a paseo el Sistema Métrico Decimal de los cojones, que encima inventaron los franceses".

No sé si el auditorio al que se dirigía Petrie le asombró su comentario o lo dejó indiferente. Pero el hecho de que este hombre se fijó en ese detalle es rigurosamente cierto. O casi.

A mí me enseñaron en el colegio que el metro es la millonésima parte de esto y de lo otro, según se midió desde Dunkerke a Barcelona, y que el patrón se conserva en el museo de pesos y medidas de París, en forma de vara de iridio y platino. Luego me enteré que años más tarde en los colegios decían a los niños que la definición era otra, más complicada, algo acerca de lo que tarda la luz en atravesar un chisme. Pero bueno, el metro seguía teniendo cien centímetros a la hora de medir el pavimento de Porcelanosa que la parienta quería que le pusieran en su nueva cocina, por supuesto de diseño.

En los tiempos en que los primeros satélites artificiales empezaron a dar vueltas a la Tierra, los técnicos que los seguían desde Houston y desde la Ciudad de las Estrellas en la URSS, se dieron cuenta de que había fallos, que los datos no encajaban cuando los hacían basándose en el Sistema Métrico Decimal. No sé si por esto, o porque a otros sabios se les ocurrió que debían comprobar el sistema que nació con la Revolución franchute, que no siempre andaba entretenida cortando cabezas, se pusieron a investigar con la ayuda de las computadoras a ver qué demonios estaba pasando.

Lo que descubrieron no lo divulgaron enseguida, ya sabe, por eso del corporativismo, para no dejar en mal lugar a los colegas que habían metido la pata a la hora de medir. Pero como todo se sabe en este mundo, o casi todo, algunas personas se enteraron de que los viejos sabios habían cometido algún que otro error en la medición, los pobres, y el metro en realidad no debía medir eso, un metro, sino un metro y pocos milímetros. O sea, que había que hacer trampas para tapar el fallo, por ejemplo empujar un poquito a Barcelona hacia arriba o Dunkerke hacia abajo. ¿Qué hacer?, se preguntaron los descubridores del desaguisado. Al más pragmático se le ocurrió que mejor era no meneallo, dejarlo todo tal como estaba, que para eso en un museo de París estaba el metro de iridio y platino, y si algún pesado se ponía ídem, pues que lo comprobara con ese rayo de luz que, pasando por alguna cosa, nos da un metro de cien centímetros. Y pelillos a la mar, que vamos a vivir cuatro días.

Como los Von Däniken y compañía estaban al liquindoi, no tardaron en darse cuenta de que dos codos reales egipcios equivalen al metro que deberíamos utilizar, o sea, un metro de cien centímetros y algunos milímetros. La rehostia. Los esotéricos, como algunos los llaman, se frotaron las manos y se pusieron a escribir libros y a ganar pasta gansa.

Estas tonterías que escribo, tan poco científicas, son las que importan para pergeñar una novelita o un cuentecito, pero la verdad fue otra.

Seamos serios.

Tener una medida de peso y de medida inalterables fue el sueño de muchos reyes y sabios de todas las épocas, para poner orden en el comercio, y, por supuesto, para controlar los impuestos que éste generaba.

Un tal Mouton propuso, allá por 1670, que la medida universal podía basarse en la longitud de un minuto del arco del meridiano, teoría de la que salió la milla inglesa, que debía subdividirse en múltiplos decimales. Este fue el embrión del Sistema Métrico Decimal. La llamada Comisión francesa, el 21 de septiembre de 1792, propuso a la Asamblea Legislativa la adopción de la definición del metro como la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre. El asunto de medir fue encargado a Delambre, que lo llevó a cabo, con la máxima precisión que pudo el hombre, sobre el arco que va de Dunkerke a Barcelona, lugares situados al nivel del mar, resultado que se constató con el obtenido en medidas del meridiano entre Laponia y Perú. Entonces se construyó el patrón de platino e iridio, éste en un 10% para aumentar su dureza. El patrón, que tiene un perfil en H, un grosor de 3 mm. y una sección de 4 cm., quedó depositado en los Archives. Y así sigue. Creo.

A los sabios de la Comisión, se extrañarán algunos, no se les ocurrió que debieron definir el metro de una manera más sencilla, por ejemplo: el cuadrante de una esfera con un radio determinado por el radio polar. Miren qué cosas. A los más listos se le van las mejores. Claro que hay un detalle que obliga a modificar un poco la definición a causa del achatamiento de los polos terrestre, dicen que originado por el ensanchamiento ecuatorial debido a la fuerza centrífuga. Siempre hay algo que mete la pata. Pero esto se arregla imponiendo la elección de una altura sobre el polo, por ejemplo de 300 ó 400 metros. De esta manera se corrige el defecto de la Convención de Delambre, porque al pobre se le pasó por alto que los diámetros planetarios deben incluir la atmósfera de los planetas, los que la tengan, porque si te pone a medir en la Luna no hace falta.

Antes que Petrie se diera cuenta de la coincidencia del codo real egipcio con el metro, el alemán Bassel, en 1841, ya había detectado el defecto de la medición que en 1806 hizo Delambre; más tarde el inglés Helmer, en 1890, encontró el fallo de Bassel. Para que digan que la ciencia no se equivoca. Para aclararse, en 1910, va el Almirantazgo británico y le pide a Hayford que vuelva a medir el meridiano, porque ya no se fiaba de nadie. Hayford debió hacerlo bastante bien, porque sus medidas fueron determinantes para la navegación, para saber adónde que había enviar los barcos para el rescate de los náufragos, por ejemplo, y todo gracias a que por fin los datos estaban determinados con exacta exactitud, valga la redundancia. Sí, sí.

Fue allá por 1964 cuando se detectaron errores en el control de los satélites de comunicación, lo que representaba un gran contratiempo para la tecnología espacial, entonces en pañales. Dieron como explicación que el problema residía en la ley de la Gravitación Universal, ahí es nada, y propusieron sustituirla por la Teoría de la Relatividad del bueno de Einstein, hasta que alguien con dos dedos de frente descubrió que el problema lo había originado el pobre Hayford, que también había metido la pata midiendo el meridiano.

Para arreglar el problema fueron los mismos perjudicados, los satélites artificiales, los que se encargaron de encontrar, aleluya, la medida lo más exacta posible del radio polar, que resultó ser de 6356,7740 Km., y fue admitida en el Congreso de la Unión Astronómica Internacional en 1964, que define el metro como 1,047901, exactamente la suma de dos codos reales egipcios. Ahí queda eso.

Lo último es más aburrido y algo árido en comparación con la historia tergiversada y bastardeada del principio, ¿verdad? Así que si quieren sacarle punta al lápiz, háganle a éste caso para inspirarse en una novelita o un cuentecito. O arrincónenla e ideen otra historia, que a mí me da igual, que yo he cumplido.

¿Los egipcios crearon su patrón como miles de años después salió de París, pero eligiendo como definición la veintemillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre en vez de la diezmillonésima? ¿Todo fue una casualidad? No se equivocaron ni en una centésima de milímetro.

Qué tíos. La de historias que se pueden sacar de esto.

Cuando vuelva a Egipto, entraré de nuevo en Gran Pirámide, pero llevando el patrón de platino e iridio para medir el suelo y el sarcófago. Claro que antes me pasaré por París para mangarlo de los Archives...

Me están entrando las ganas de escribir sobre esto.

Ahora recuerdo que en el Museo de El Cairo vi una vara de madera cubierta de oro, un codo real... Podría ser el principio de la historia, un doble robo, un plan perfecto para conseguir el material medidor...

En la sala ptolomeica encontré una curiosa estela con inscripciones en jeroglífico, griego y demótico, como la piedra esa de granito negro que sirvió a Champolión, que ahora no recuerdo cómo se escribe, si Rosseta o Rosetta, pero la vi en el Museo Británico, entrando a la izquierda por la puerta principal.

Creo que para descubrir el misterio de cómo demonios los egipcios se anticiparon en establecer el metro hace falta algo más, un objeto misterioso. A ver qué se me ocurre...


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