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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada



Curiosidad de los lectores 

He hecho un cálculo mental, así a la ligera, para no cansarme, y creo que dejé aparcada La Memoria Estelar hace más de dos años, casi tres. Bueno, es igual. Menciono esto porque ayer, cuando no tenía nada en que pensar, que a veces me ocurre, para distraerme, y mientras caminaba a lo largo de la playa bajo un sol de agradecer en medio del fresquito de la mañana, intenté hacer un repaso más concienzudo de los eventos pasados durante el transcurso de ese período cuya duración aún no tengo clara, aunque no sé qué importancia tiene.

Y es que aún estoy en pleno rodaje; vamos, que necesito centrarme para que vuelvan a funcionarme como antes las neuronas en el trajín de pergeñar memorias estelares, si es que en la otra etapa funcionaron como debían. Pero bueno...

Tengo muchas cosas de las que hablar, pero me cuesta decidirme por una determinada. Sin embargo, paseando cerquita de la arena, con ese sol sobre mí, deslizándose hacia poniente, hacia donde tiene que deslizarse a menos que me mude al Ártico y la visión de su marcha sea distinta, me acordé de lo que me preguntó no hace mucho un amigo.

Me explico. Todavía tengo amigos y conocidos que se han enterado ayer mismo que desde hace unas décadas me dedico a escribir sobre cosas que para muchos siguen siendo raras. Me ponen cara de asombro y me preguntan acerca de cómo se me ocurren las ideas, y cómo demonios me las arreglaba para vender pasteles y escribir al mismo tiempo, un misterio la mar de misterioso para ellos, un enigma indescifrable para casi todos porque les parece increíble que me quedaran horas libres para dedicarlas a mi afición, que no sé si en algún momento llegó a alcanzar la categoría de pasión.

Pues bueno, a esta pregunta siempre contesto que teniendo una horita libre al día se puede aprovechar para escribir entre tres y seis páginas, incluso en una Olivetti, y al mes suman bastantes. A continuación, sin excepción, viene la pregunta qué dónde puñetas se venden mis novelas, porque les gustaría comprar alguna. Mi respuesta, dándoles la dirección de ésta o aquélla librería donde pueden encontrarlas, no parece complacerles, lo cual me obliga a pensar que esperan que les regale un ejemplar. A veces lo he hecho, pero a veces no. Insisten en que les dé la dirección de librería y yo se la doy porque no me cuesta trabajo. También a veces, al día siguiente o al otro, me paso por la librería de marras y le pregunto al librero amigo si alguien, hoy o ayer, ha estado para adquirir una novela mía. No, es la respuesta que casi siempre recibo, y digo casi porque en ocasiones se materializa el milagro de que el amigo o el conocido se rasca el bolsillo y homenajea como se merece al escritor, que es comprando su obra (lo que deben hacer todos los familiares y amigos de los escritores), sencillamente comprando sus libros.

Sin embargo, he tenido momentos de debilidad, o de generosidad, y he regalado al amigo o al conocido algún título. Casi siempre me he quedado sin conocer qué le ha parecido mi parida, pues cuando nos hemos encontrado y le pregunto por ella, me responde que no ha tenido tiempo para leerla, pero acto seguido me promete que lo hará pronto. Esta historia, por repetitiva, resulta aburrida.

Claro está, no es esto lo que ocurre siempre, pues hay excepciones y entre ellas destaca una reciente que, por sus implicaciones, creo que debo contarla. Lo merece.

Un viejo amigo me dijo un día, mientras tomábamos café y hablábamos del tiempo que hacía, que era bueno, y de la política actual, que era más o menos como siempre, o sea más bien tirando a chunga, que tenía mucho interés en leer algo mío y me pidió que le recomendara el título que a mi entender consideraba que era el mejor. Tuvo el detalle de confesarme que no solía leer mucho, y del género de la fantasía y la ciencia-ficción nunca había leído nada, un experto en seguros y un bragado en presidir una comunidad de vecinos, que ya es mérito. Y no es que mi amigo sea tonto, qué va. Es listo como el hambre, pero en algunas cosas, como cualquier hijo de vecino, es un lego. Uno no puede ser un artista o un experto en todos los temas, si lo sabré yo, que soy un negado para esto de la informática y sólo conozco la sota y el caballo y del rey paso.

Como le conozco desde que hicimos la mili, me dije que era uno de los que iría a la librería y compraría mi novela. Por esto, porque somos así de retorcidos, le regalé la trilogía de Las islas del infierno, porque si le hubiera notado en el gesto que esperaba de mí no tener que gastarse un duro, no la habría tenido de balde. Supongo que él también me conoce bien y supo cómo darme coba, o sea que conocía el camino que debía tomar para llegarme al trigémino o al corazón para despertar mi a veces apagada generosidad.

Al día siguiente, antes de estropear la mañana hablando de política, le entregué la trilogía. Ya se pueden imaginar lo que pasó a continuación, me dio las gracias, insistió en convidarme y me prometió que aquella misma tarde empezaría a leerla.

Una semana después, más o menos, creo que más, me dijo que le estaba gustando la novela, pero le costaba entenderla un pelín. Es que no estás habituado a la ciencia-ficción, le dije. Al cabo de un mes me anunció que la había terminado y ratificó su opinión de que le había parecido un poco complicada la trama. Le dije que no se desanimara, y para echarle una mano y ayudarle a comprender la historia, le hice unas preguntas acerca de los personajes y de algunos capítulos. Me quedé de piedra con sus respuestas, cuando descubrí que había empezado a leer la trilogía por la segunda parte, o sea Las islas del Paraíso. ¿Es que no te diste cuenta cuál era la primera? Fue mi pregunta. Como su respuesta fue que no, que no se fijó en el numeral romano de la cubierta posterior, mi siguiente pregunta, lógica totalmente, fue por qué eligió aquella novela para comenzar la lectura de la trilogía y no otra, la primera o la tercera.

La elegí por la cubierta, me dijo. O sea, pilló la segunda para empezar a leer la trilogía porque es la que tiene en la cubierta la chica en pelotas de cintura para arriba. Mi amigo es un pillín, un poco salido, qué le vamos a hacer. No cuento más de él porque no estaría bien, pero conozco sus andanzas. En el fondo, es una gran persona.

Hace poco me contó que por fin había terminado de leer la última de las novelas. Reanudó la lectura como debió de haber empezado, leyendo la primera, y me aseguró que tras leer la primera entendió mejor lo que pasaba en la segunda. La tercera no tardó en caer, y por fin me dijo, con toda sinceridad, porque él no suele mentir en estas cosas, que le había gustado la historia. Volvió a invitarme a café, y yo para corresponderle no le hablé de política, que la mañana era estupenda y no merecía que la estropeáramos. Él y yo coincidimos en muchos puntos politiqueros y sólo discrepamos en que a determinados personajes de esos que todos los días están diciendo gilipolleces por la tele, él los mandaría a hacer puñetas, porque a veces me gana en ser fino, y yo al puto infierno y que allí les dieran por donde más les doliera, si es que en realidad les haría pupa. Minucias.

Entonces pasó lo que remata la historia. Como me conoce, como sabe que paso de todas las religiones, sonriéndome me dijo que me había pillado, que en el fondo yo creo en Dios y lo había descubierto en mis novelas. No es que mi amigo sea un meapilas, pero algunas veces va a misa, y su descubrimiento le había alegrado más la mañana que el hecho de que él y yo nos hubiéramos puesto de acuerdo para no acordarnos de nuestros regidores ni de los que intentan ocupar sus puestos de poder.

Antes quiero hacer hincapié en que muchas personas que no se dedican a esto de escribir tienen un concepto extraño y muy particular de los que escribimos y muchos lectores, empecinados o circunstanciales, nos ven desde un prisma la mar de estereotipado. Vuelvo a explicarme. Mi amigo me dijo que yo tenía que creer en Dios porque algunos de mis personajes lo mentaban y se encomendaban a Él y a todos los santos habidos y por haber.

Ésta fue su deducción harto sencilla. Me quedé callado un instante, sin saber qué responderle. Quizá no le expliqué lo que debía explicarle porque se me hacía tarde y tenía que ir a la guardería a recoger a mi nieto, pero además me dije que para qué perder el tiempo intentando hacerle ver que todo autor tiene que poner en boca de sus personajes palabras y discursos en los que no cree. A veces. Otras veces, sí refleja en sus frases sus más recónditos pensamientos. No le expliqué que el autor tiene que hacer un esfuerzo para pensar como pensaría el cabrón de Hitler o de Stalin, o de Jack el Destripador o un inspector de Hacienda, si estos tiparracos tienen que aparecer en sus historias, y generalmente le cuesta ponerse en sus pieles y pensar casi como ellos.

Antes de despedirnos me planteó su penúltima pregunta sobre el tema, y digo que no fue la última porque otro día me hizo otras que tal vez cuente en otra ocasión, porque tampoco tienen desperdicio. Mi amigo me preguntó si en alguna novela mía había algún personaje mariquita. Sí, dijo mariquita, no homosexual. Mi amigo es un poco chapado a la antigua, más o menos como yo, pero no se preocupa de ponerse al día ni de tratar de ser políticamente correcto. O sea, es un tío sincero.

Creo que tardé como cinco segundos en decirle que, mira, ahora que lo dices, nunca ha aparecido en ningún cuento mío ni novela un homosexual, pero han salido hombres de color, indios, amarillos, curas, héroes completos y héroes chungos, y chicas valientes y listas y muchachas bobas o que les dan vuelta y media a los protagonista varones, y judíos y árabes. Y budistas. Pero nunca he utilizado a un homosexual, ni siquiera, creo recordar, el concurso de un bisexual para mis paridas.

Yo miraba el reloj porque se me hacía tarde, y él entonces, antes de echar a andar en dirección contraria a la mía, me preguntó: ¿Por qué?

No es que estuviera a punto de cabrearme, pero me sentía incómodo. Por suerte, acudió en mi ayuda la respuesta, la que tantas veces había leído en mi vida en montones de revistas y entrevistas a actrices en la época del destape. Aunque siempre me pareció estúpida, recurrí a ella, pero cambiándola un poco.

Le respondí: Porque no lo exigía el guión.

Y me fui a hacer lo más importante para mí esa mañana, ir en busca de mi nieto.

Hoy he vuelto a tomar café con mi amigo, y otros más, y no hemos hablado de cosas raras, ni de novelas de ciencia-ficción ni de política, sólo de fútbol, de lo que pasó ayer en los estadios. No discutimos.


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