Mi amigo, el mismo al que hace algún tiempo logré
pervertir, es decir, convertir en medio adicto a la ciencia-ficción -y fantasía-,
mientras tomábamos café la otra mañana me hizo una pregunta que no dudé en
calificar de juiciosa y llena de sentido. Y es que mi amigo, que es listo como
el hambre para muchas cosas, en esto de entender la ficción literaria es un
poco lego. En cambio, para dar forma a un documento oficial, para bregar con
redacciones áridas, es todo un experto; más de un favor me ha hecho a la hora
de litigar contra la administración, porque él se curtió desde antes de
entrar en la mili en seguros médicos, de vida y de todo asunto similar que le
saliera al paso, que por aquellas fechas había que ser pluriempleado para poder
comprarse un piso decoroso con el sueldo de dos años y medio. No como ahora,
que uno se jubila y deja por herencia a los hijos una hipoteca de cojones. Por
ello, mi amigo sabe cómo dirigirse al jefe de cualquier tremebundo negocio y
encima sacarle los colores. En esto, repito, es un genio, y en otras muchas
cosas más que no vienen a cuento. Con este bagaje, bien ganado a lo largo de
toda una vida, mi amigo sabe leer y analizar los detalles que pueden parecer
pueriles a otros, los que se pergeñan para las historias.
Mi amigo me preguntó aquella soleada mañana cómo nos las
arreglábamos, nosotros los escritores, para bosquejar la psicología, patología,
manías y perversiones de los "malos" de nuestras tramas, porque daba
por hecho que estos personajes son los más difíciles de diseñar para que la
historia quede lúcida y tenga su miguita de morbo, ya que a veces los protas clásicos,
él y ella, pintan bien poco: son todos, más o menos, estereotipos definidos de
antemano. El malo malísimo es el que priva, es el que al final de la peli
parece que está muerto pero el muy cabrón resucita y hay que rematarlo para
que el dire complete el metraje exigido por el productor, esos minutos de más
en los que, hasta según cuántas veces, queda claro si el perverso de turno
volverá o no a joder la marrana.
Como mi amigo conoce un poco la historia reciente, es decir
la del siglo pasado, no me fue difícil encontrar un ejemplo que fuera
ilustrativo. Para ello elegí el año 1945, cuando recién terminada la guerra
en Europa con la derrota de la Alemania nazi, en el Pacífico aún duraba el
conflicto con Japón, prácticamente ya derrotado, consumada la conquista de la
ahora más célebre que nunca isla de Iwo-Jima, con sus banderas de los padres y
con sus cartas desde allí. A Estados Unidos le había costado la batalla varios
miles de muertos y a la guarnición japonesa casi los veinte mil fanáticos
defensores del peñasco. Dicen que sólo quedaron con vida, porque optaron por
la humillante rendición -no siempre todo el mundo es tan gilipollas como para
morir peleando por el honor de un absurdo monarca-, menos de doscientos
combatientes nipones. Ante estas estadísticas, el presidente Truman pidió un
informe acerca de las posibles bajas que sufriría el ejército norteamericano
si se viera obligado a conquistar Japón isla por isla. Un militar de esos que
hacían la guerra en los despachos, calculó que para vencer a Japón el costo
rondaría el millón de muertos, cifra inaceptable para el pueblo americano, que
por aquel entonces ya había enterrado a su presidente Roosevelt, que la palmó
durante el primer año de su cuarto mandato. Por cierto, como los americanos
debieron quedarse un poco hartos de tener tanto tiempo como inquilino en la Casa
Blanca al que los sacó de la Gran Depresión pero los llevó a la guerra
montando el numerito de Pearl Harbour, que dicen estuvo inspirado en el
precedente de la destrucción del Maine, vayan ustedes a saber, cambiaron las
leyes, se inventaron una enmienda y prohibieron que ningún ciudadano se
mantuviera en la poltrona del Despacho Oval más de dos legislaturas. En esto
nos ganan los yanquis. A ver si aprendemos. Pero este sería otro tema a tratar.
Desde antes de la guerra, el asunto de la bomba atómica ya
rondaba en las mentes calenturientas de políticos y científicos. En 1938
Einstein advirtió a Roosevelt de las nefastas consecuencias que la aplicación
de la energía nuclear en la guerra podía acarrear a la humanidad. Un día le
preguntaron al descubridor de la relatividad si se atrevía a predecir cómo sería
la Tercera Guerra Mundial. El sabio respondió que no lo sabía, pero en cambio
sí podía asegurar que en la Cuarta Guerra Mundial sólo se utilizarían palos
y piedras. Más claro, agüita.
Ya existía de antiguo una carrera entre las potencias
enfrentadas pera dominar el átomo, pero los americanos fueron los primeros en
llegar a la meta y ensayaron en el desierto de Nuevo México su bomba atómica.
Quedaron más que contentos con el resultado y se plantearon cómo debían
sacarle partido al petardazo, sabedores de que disponiendo de tal artefacto podían
intimidar al más pintado. Según parece, el comité más secreto de todos los
comités se reunió para planear la estrategia a seguir. Aceptado de antemano
que lo mejor era demostrar a Tokio que ellos tenían un arma capaz de arrasar
una ciudad y llevarse por delante a cientos de miles de personas, se discutió
si la bomba debía arrojarse en un lugar no habitado, por ejemplo a varias
millas de la costa del imperio de Hiro-Hito, anunciando con antelación la hora
que tendría lugar el espectáculo, para que los observadores nipones tomaran
buena cuenta de lo que les esperaba si no deponían las armas, por supuesto sin
condiciones. Esta solución habría sido aceptada ipso facto si un alto militar
no recordara a los demás consejeros que Estados Unidos sólo disponía de dos
artefactos nucleares de reserva, y que difícilmente, a corto plazo, terminarían
la fabricación de otros. Por lo tanto, el lanzamiento de la primera bomba debía
hacerse en una ciudad, populosa por supuesto, pero no sobre Tokio, que allí vivía
el Emperador y los nipos serían capaces de ofrecer una resistencia aún más
numantina de la que estaban ofreciendo si le tocaban un pelo a su dios en la
Tierra. Mientras tanto, los aliados occidentales habían pedido a Stalin que
declarase la guerra a Japón, que atacase Mongolia, donde el ejército imperial
mantenía una fuerza de casi un millón de soldados. Pero Stalin, que ya tenía
noticias de que su "aliado" yanqui disponía del arma definitiva, no
estaba por la labor. De hecho, llevaría a cabo el plan bélico contra el ya
exhausto imperio del Sol Naciente después de las explosiones en Hiroshima y
Nagasaki, cuando la rendición sin condiciones por parte japonesa estaba a punto
de firmarse, para sacar tajada política. Ya sabemos cómo se las gastaba el
camarada Stalin, que tenía varios ases en la manga y no tardaría en alzar el
telón de acero.
Así pues, ya hemos reunidos a lo "malos" de peli.
Pongan ustedes, o quiten, a los que mejor les parezca. ¿Qué hacer? ¿Lanzar la
bomba atómica, y si hace falta la segunda, y ver qué pasa? Porque los
norteamericanos no tenían más. O sea, fue un órdago a la grande, un farol en
toda la regla. Había que hacer creer a Japón que el arsenal nuclear yanqui era
abundante. Así se hizo, de lanzó el rumor de que Washington tenía docenas de
bombas. Si uno estuviera en el pellejo de Truman, ¿ordenaría el bombardeo,
primero en Hiroshima y después de Nagasaki? Por cierto, dicen que para la
segunda bomba se eligió en un principio otra ciudad, pero las condiciones
climatológicas la descartaron, y fue Nagasaki la marcada por el fatal destino,
a los tres días de haber hecho trizas a Hiroshima. Al llegar a este punto
tenemos un puñado de perversos, o de supuestos "perversos", que podrían
asumir perfectamente el rol de cualquier malo malísimo de novela. No sé si con
este ejemplo ayudé a mi amigo a entender que a la hora de elegir a los malos sólo
tenemos que hurgar en la historia, desde Caín al presente, pasando por tantos
bestias invasores, por tantos dictadores enloquecidos, por tantos sicarios de
estos y de aquellos, que se creían unos iluminados, para dibujar al cabrón con
mala leche. Hay de sobra donde escoger, hay demasiados hijos de puta, pasados y
presentes, para ponerles cara malo. Porque, vamos a ver, el malo malísimo debe
tener buenas razones para serlo, para que sus fines justifiquen su perversión
sin límite, para cuando se cargue a cien millones de inocentes sea a cambio de
conseguir algo, cualquier cosa que los seduzca, como más riquezas, más poder o
más tías a su disposición. Sin embargo, para no pasarnos de la raya de la
actual ley de lo políticamente correcto, por esto del obligado porcentaje, los
autores deberíamos ceñirnos a la corriente actual. Es decir, si salen veinte
personajes malos en nuestras novelas, la mitad debería estar compuesta por
chicas. O maduras o ancianas, para que nadie se enfade. Esto tal vez acarrearía
un problema, porque en la historia ha habido más joputas tíos que tías
joputas, aparte de unas cuantas célebres féminas, como la condesa esa que se
bañaba en la sangre de las doncellas que sacrificaba, convencida ella de que así
se conservaría joven y lozana. Dicen que acabó emparedada. Pues qué bien.
Ahora estoy escribiendo un relato de política ficción. En
él, por supuesto, habrá buenos y malos. Lo voy a tener fácil, porque como
modelo para los últimos tengo donde escoger. De sobra. Huelga decir que la acción
transcurre en la actualidad o en el mañana inmediato.
A ver qué otra cuestión me plantea mi amigo la próxima
vez que tomemos café. Sus preguntas me ayudan a escribir estas cosas para la Memoria
Estelar, de veras. Se ha ganado que mañana sea yo quien le invite.
Archivo de La Memoria Estelar
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