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Ángel Torres QuesadaCuando a la cf no sabían cómo llamarla
La Memoria Estelar
Ángel Torres Quesada


El interminable catálogo de malos malísimos

Mi amigo, el mismo al que hace algún tiempo logré pervertir, es decir, convertir en medio adicto a la ciencia-ficción -y fantasía-, mientras tomábamos café la otra mañana me hizo una pregunta que no dudé en calificar de juiciosa y llena de sentido. Y es que mi amigo, que es listo como el hambre para muchas cosas, en esto de entender la ficción literaria es un poco lego. En cambio, para dar forma a un documento oficial, para bregar con redacciones áridas, es todo un experto; más de un favor me ha hecho a la hora de litigar contra la administración, porque él se curtió desde antes de entrar en la mili en seguros médicos, de vida y de todo asunto similar que le saliera al paso, que por aquellas fechas había que ser pluriempleado para poder comprarse un piso decoroso con el sueldo de dos años y medio. No como ahora, que uno se jubila y deja por herencia a los hijos una hipoteca de cojones. Por ello, mi amigo sabe cómo dirigirse al jefe de cualquier tremebundo negocio y encima sacarle los colores. En esto, repito, es un genio, y en otras muchas cosas más que no vienen a cuento. Con este bagaje, bien ganado a lo largo de toda una vida, mi amigo sabe leer y analizar los detalles que pueden parecer pueriles a otros, los que se pergeñan para las historias.

Mi amigo me preguntó aquella soleada mañana cómo nos las arreglábamos, nosotros los escritores, para bosquejar la psicología, patología, manías y perversiones de los "malos" de nuestras tramas, porque daba por hecho que estos personajes son los más difíciles de diseñar para que la historia quede lúcida y tenga su miguita de morbo, ya que a veces los protas clásicos, él y ella, pintan bien poco: son todos, más o menos, estereotipos definidos de antemano. El malo malísimo es el que priva, es el que al final de la peli parece que está muerto pero el muy cabrón resucita y hay que rematarlo para que el dire complete el metraje exigido por el productor, esos minutos de más en los que, hasta según cuántas veces, queda claro si el perverso de turno volverá o no a joder la marrana.

Como mi amigo conoce un poco la historia reciente, es decir la del siglo pasado, no me fue difícil encontrar un ejemplo que fuera ilustrativo. Para ello elegí el año 1945, cuando recién terminada la guerra en Europa con la derrota de la Alemania nazi, en el Pacífico aún duraba el conflicto con Japón, prácticamente ya derrotado, consumada la conquista de la ahora más célebre que nunca isla de Iwo-Jima, con sus banderas de los padres y con sus cartas desde allí. A Estados Unidos le había costado la batalla varios miles de muertos y a la guarnición japonesa casi los veinte mil fanáticos defensores del peñasco. Dicen que sólo quedaron con vida, porque optaron por la humillante rendición -no siempre todo el mundo es tan gilipollas como para morir peleando por el honor de un absurdo monarca-, menos de doscientos combatientes nipones. Ante estas estadísticas, el presidente Truman pidió un informe acerca de las posibles bajas que sufriría el ejército norteamericano si se viera obligado a conquistar Japón isla por isla. Un militar de esos que hacían la guerra en los despachos, calculó que para vencer a Japón el costo rondaría el millón de muertos, cifra inaceptable para el pueblo americano, que por aquel entonces ya había enterrado a su presidente Roosevelt, que la palmó durante el primer año de su cuarto mandato. Por cierto, como los americanos debieron quedarse un poco hartos de tener tanto tiempo como inquilino en la Casa Blanca al que los sacó de la Gran Depresión pero los llevó a la guerra montando el numerito de Pearl Harbour, que dicen estuvo inspirado en el precedente de la destrucción del Maine, vayan ustedes a saber, cambiaron las leyes, se inventaron una enmienda y prohibieron que ningún ciudadano se mantuviera en la poltrona del Despacho Oval más de dos legislaturas. En esto nos ganan los yanquis. A ver si aprendemos. Pero este sería otro tema a tratar.

Desde antes de la guerra, el asunto de la bomba atómica ya rondaba en las mentes calenturientas de políticos y científicos. En 1938 Einstein advirtió a Roosevelt de las nefastas consecuencias que la aplicación de la energía nuclear en la guerra podía acarrear a la humanidad. Un día le preguntaron al descubridor de la relatividad si se atrevía a predecir cómo sería la Tercera Guerra Mundial. El sabio respondió que no lo sabía, pero en cambio sí podía asegurar que en la Cuarta Guerra Mundial sólo se utilizarían palos y piedras. Más claro, agüita.

Ya existía de antiguo una carrera entre las potencias enfrentadas pera dominar el átomo, pero los americanos fueron los primeros en llegar a la meta y ensayaron en el desierto de Nuevo México su bomba atómica. Quedaron más que contentos con el resultado y se plantearon cómo debían sacarle partido al petardazo, sabedores de que disponiendo de tal artefacto podían intimidar al más pintado. Según parece, el comité más secreto de todos los comités se reunió para planear la estrategia a seguir. Aceptado de antemano que lo mejor era demostrar a Tokio que ellos tenían un arma capaz de arrasar una ciudad y llevarse por delante a cientos de miles de personas, se discutió si la bomba debía arrojarse en un lugar no habitado, por ejemplo a varias millas de la costa del imperio de Hiro-Hito, anunciando con antelación la hora que tendría lugar el espectáculo, para que los observadores nipones tomaran buena cuenta de lo que les esperaba si no deponían las armas, por supuesto sin condiciones. Esta solución habría sido aceptada ipso facto si un alto militar no recordara a los demás consejeros que Estados Unidos sólo disponía de dos artefactos nucleares de reserva, y que difícilmente, a corto plazo, terminarían la fabricación de otros. Por lo tanto, el lanzamiento de la primera bomba debía hacerse en una ciudad, populosa por supuesto, pero no sobre Tokio, que allí vivía el Emperador y los nipos serían capaces de ofrecer una resistencia aún más numantina de la que estaban ofreciendo si le tocaban un pelo a su dios en la Tierra. Mientras tanto, los aliados occidentales habían pedido a Stalin que declarase la guerra a Japón, que atacase Mongolia, donde el ejército imperial mantenía una fuerza de casi un millón de soldados. Pero Stalin, que ya tenía noticias de que su "aliado" yanqui disponía del arma definitiva, no estaba por la labor. De hecho, llevaría a cabo el plan bélico contra el ya exhausto imperio del Sol Naciente después de las explosiones en Hiroshima y Nagasaki, cuando la rendición sin condiciones por parte japonesa estaba a punto de firmarse, para sacar tajada política. Ya sabemos cómo se las gastaba el camarada Stalin, que tenía varios ases en la manga y no tardaría en alzar el telón de acero.

Así pues, ya hemos reunidos a lo "malos" de peli. Pongan ustedes, o quiten, a los que mejor les parezca. ¿Qué hacer? ¿Lanzar la bomba atómica, y si hace falta la segunda, y ver qué pasa? Porque los norteamericanos no tenían más. O sea, fue un órdago a la grande, un farol en toda la regla. Había que hacer creer a Japón que el arsenal nuclear yanqui era abundante. Así se hizo, de lanzó el rumor de que Washington tenía docenas de bombas. Si uno estuviera en el pellejo de Truman, ¿ordenaría el bombardeo, primero en Hiroshima y después de Nagasaki? Por cierto, dicen que para la segunda bomba se eligió en un principio otra ciudad, pero las condiciones climatológicas la descartaron, y fue Nagasaki la marcada por el fatal destino, a los tres días de haber hecho trizas a Hiroshima. Al llegar a este punto tenemos un puñado de perversos, o de supuestos "perversos", que podrían asumir perfectamente el rol de cualquier malo malísimo de novela. No sé si con este ejemplo ayudé a mi amigo a entender que a la hora de elegir a los malos sólo tenemos que hurgar en la historia, desde Caín al presente, pasando por tantos bestias invasores, por tantos dictadores enloquecidos, por tantos sicarios de estos y de aquellos, que se creían unos iluminados, para dibujar al cabrón con mala leche. Hay de sobra donde escoger, hay demasiados hijos de puta, pasados y presentes, para ponerles cara malo. Porque, vamos a ver, el malo malísimo debe tener buenas razones para serlo, para que sus fines justifiquen su perversión sin límite, para cuando se cargue a cien millones de inocentes sea a cambio de conseguir algo, cualquier cosa que los seduzca, como más riquezas, más poder o más tías a su disposición. Sin embargo, para no pasarnos de la raya de la actual ley de lo políticamente correcto, por esto del obligado porcentaje, los autores deberíamos ceñirnos a la corriente actual. Es decir, si salen veinte personajes malos en nuestras novelas, la mitad debería estar compuesta por chicas. O maduras o ancianas, para que nadie se enfade. Esto tal vez acarrearía un problema, porque en la historia ha habido más joputas tíos que tías joputas, aparte de unas cuantas célebres féminas, como la condesa esa que se bañaba en la sangre de las doncellas que sacrificaba, convencida ella de que así se conservaría joven y lozana. Dicen que acabó emparedada. Pues qué bien.

Ahora estoy escribiendo un relato de política ficción. En él, por supuesto, habrá buenos y malos. Lo voy a tener fácil, porque como modelo para los últimos tengo donde escoger. De sobra. Huelga decir que la acción transcurre en la actualidad o en el mañana inmediato.

A ver qué otra cuestión me plantea mi amigo la próxima vez que tomemos café. Sus preguntas me ayudan a escribir estas cosas para la Memoria Estelar, de veras. Se ha ganado que mañana sea yo quien le invite.


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