"-Hemos oído hablar mucho de las huelgas -explicó- y
acerca de la dependencia del hombre privilegiado respecto del hombre común.
Hemos oído gritar que el industrial es un parásito, que los obreros lo
mantienen, crean su riqueza y hacen posible su lujo. ¿Qué le sucedería si lo
abandonaran? Muy bien. Propongo enseñar al mundo quién depende de quién, quién
mantiene a quién, quién es la fuente de la riqueza, quién hace posible la
vida de quién y qué les ocurre a unos cuando los otros deciden
retirarse."
Ésta es la clave de La
rebelión de Atlas, una descomunal novela de 1.100 páginas, publicada en
1956; la ficción más voluminosa que defienda a ultranza, y de qué manera, el
ultraliberalismo. Parte de una premisa muy atractiva: según la autora, "lo
que sucede al mundo cuando sus Príncipes Impulsores entran en huelga".
Para ella, los emprendedores, la iniciativa privada, es lo que mueve y sostiene
(de ahí la comparación con Atlas) la sociedad. Sin embargo, a pesar de lo
sugestiva de esta idea, el libro fracasa estrepitosamente cuando se presenta
como artefacto literario. Vemos por qué.
El componente especulativo
de la historia es la base que empuja la trama: la obtención de una nueva aleación
de metales, el "metal Rearden", más resistente que el acero,
infinitamente más ligero que cualquier otro conocido, es el punto de partida
del conflicto. Servirá para la construcción de raíles de una importante compañía
ferroviaria (Taggart Transcontinental) pero también de una enorme disputa, pues
su creador, Hank Rearden, se niega a ceder la patente. Así mismo, se idean
nuevas máquinas e ingenios técnicos industriales imposibles. Por otra parte,
durante un tramo concreto, la narración deriva en una utopía ortodoxa.
En el ámbito narrativo,
como hemos apuntado, el nivel del volumen es paupérrimo: se trata, en sus
momentos de mayor intensidad, de puros discursos (que llegan a superar las seis
páginas) yuxtapuestos, sin ni siquiera plantear un debate ficcional -y, por
tanto, ideológico-, sino ofreciendo una mera exposición y defensa de los
principios y filosofía del ultraliberalismo extensísima, y, lo peor,
reiterativa, extenuante y artísticamente por completo insatisfactoria. Si bien
hay que reconocer el valor del libro como texto político, donde el narrador
desaparece para dejar hablar y enunciar solamente a sus personajes (no en vano,
la novela está casi compuesta de diálogos), resulta un fiasco como drama. Y lo
es precisamente por esa sensación que transmite de pretender ostentar páginas
(¿Para qué extenderse tanto para transmitir lo que expone?), por esa falta de
condensación, moderación y equilibrio.
La rebelión de Atlas
es total y determinantemente una novela de tesis, donde ésta se ejemplifica sin
tener en cuenta que se está confeccionando un artefacto literario y sin atender
a sus características y posibilidades. Es innecesariamente excesiva y
reiterativa, y completamente predecible, pues trama y personajes se supeditan al
discurso; maniqueo, por otra parte.
De este modo, la obra está
alargadísima. La estructura de la novela es la misma que un volumen de 300 páginas
(la propia autora expone que se atañe a "presentación-nudo-desenlace"
en las notas preliminares), sólo que ésta rellena con otras trescientas cada
uno de los tramos. De hecho, el nudo, el puro motivo de la historia, esa
"rebelión de Atlas", llega... ¡en la página 522! Anteriormente,
todo ha sido una presentación. En ese momento, entonces, propone un
intervencionismo estatal extremo a raíz de una grave recesión económica,
aunque respetando la propiedad privada de los medios de producción y de los
bienes. Lo que afecta a los personajes es la expropiación de patentes, incluido
el metal Rearden, quien se ha resistido a difundir sus conocimientos y progresos
(¿Les recuerda algo al presente de la industria farmacéutica?). Esto provoca
que los cargos directivos de las empresas, indignados, se nieguen a trabajar
"como esclavos" y dimitan. Otros, conscientemente, llevan a la quiebra
a sus empresas, para que comprendan que se les necesita. Es "la huelga de
los hombres de razón", "la huelga de la mente". Como era de
esperar, el resultado es caótico, y, finalmente, se les implora que regresen a
sus puestos.
En esa pretendida y extensa
presentación, Rand nos muestra a las figuras principales. También, su intención
es presentar las críticas que se hacen al liberalismo y "cuáles son los
motivos detrás del odio hacia los principales impulsores". A pesar de
ello, Rand asume estas críticas y las integra como base de sus principios: ¿qué
hay de malo en ser egoísta? ¿Qué hay de malo en no querer cooperar? ¿Qué
hay de malo en ser soberbio y avaricioso? Por tanto, esas "críticas"
no lo son tanto.
La protagonista es Dagny,
propietaria y subdirectora de Taggart Transcontinental; una mujer con mucha
resolución y entereza ante las complicaciones, audaz y severa. El otro
personaje principal es Hank Rearden, el inventor de esa fabulosa nueva aleación
de metales. Por último, debemos destacar a Francisco D’Anconia, el empresario
de más éxito del mundo, que es la voz más teórica y filosófica y que aporta
su experiencia al empuje de esa joven pareja. Ésta será el motor de la
historia y el eje de la voz narrativa.
Sin embargo, no existe ni
tensión ni conflicto, y los pequeños altercados que se producen entre
personajes se extienden tanto que resultan anticlimáticos. La presentación es
una novela en sí misma por extensión, pero de nulo valor dramático. De este
modo, la trama, apenas empieza a arrancar, decae y languidece mucho antes de
llegar al "nudo" de tal manera que no puede ser recuperable.
Ayn Rand pretende concebir
una "novela social", y postula unos principios que son muy similares,
en términos artísticos, al realismo decimonónico. Pero ni los personajes
resultan definidos por su actos, sino por los diálogos y los pensamientos
reproducidos en estilo directo, ni son figuras complejas, sino personajes planos
y maniqueos. Es "social" en tanto que habla de conflictos sociales,
pero no se puede comparar con esas obras realistas y naturalistas o con sus
siguientes reformulaciones (realismo social, realismo crítico, realismo
socialista, etcétera).
La obra es también un canto
a los hombres de acción: firmes, emprendedores, sacrificados y casi abnegados
en su voluntad de progresar; casi héroes. Son personas solitarias, entregadas a
su misión de realizar mejor su tarea (fabricar el mejor metal, ofrecer el mejor
servicio). Sin embargo, la escritora a veces reconoce abiertamente la intención
de "acumular cada vez más dinero" (el, literalmente,
"derecho"), y otras apela simplemente a que es el "deber"
quien los empuja. La voz de la narradora se sitúa a su lado y defiende su
"grandeza". La síntesis se pone de manifiesto cuando Rearden dice a
Dagny: "Más allá de lo que seamos, somos nosotros los que movemos el
mundo y quienes lo llevaremos a buen término".
En ese sentido, es
destacable el encendido discurso a favor del dinero que persiste en la obra,
cuyo máximo exponente es una larga exposición de más de cuatro páginas.
Igualmente, la autora presenta una alabanza al progreso y muestra un entusiasmo
desaforado por la industrialización y los avances técnicos. También enarbola
una defensa del trabajo:
"No hay nada de importancia en la vida, más allá de lo
bien que uno hace su trabajo, tan sólo eso. Todo cuanto seas procede de ahí,
es la única medida del ser humano."
Sin embargo, La rebelión
de Atlas es una obra autónoma, que se sostiene por sí sola. Así, no se
trata de una respuesta al socialismo de Estado ni a la economía planificada,
aunque bien es cierto que plantea críticas a las tesis socialistas, comunistas
y libertarias:
"Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban
por encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscarían lo mismo de
nosotros; no nos dimos cuenta de que los más deficientes tratarían de
explotarnos del mismo modo que cada uno intentaría explotar a los mejores. El
obrero, impulsado por la idea de que sus necesidades le daban derecho a un automóvil
como el de su jefe, olvidó que todo pordiosero y vagabundo de la Tierra empezaría
a exigir un refrigerador como el suyo."
La narradora se esmera en
plasmar el fracaso de la economía nacionalizada y la socializada, aunque yerra
en una premisa básica: observa todos los sistemas desde los valores
capitalistas; aplica la óptica capitalista para analizar sus fallos. De esta
manera, Rand viene a decir que sin lucro no hay posibilidad de evolución, pues
la sociedad se convertiría en el gobierno de los "mediocres", pues
los "mejores" sólo responden a una pauta "egoísta". Así,
por ejemplo, el hermano de Dagny, que tiene ideas ligeramente socialdemócratas
y valores humanistas, queda ridiculizado como incompetente, y todos esos
"mediocres" ("usurpadores" es el término más utilizado por
la escritora) son retratados como unos avariciosos retorcidamente malvados y
lacrimosos.
La soberbia de los
personajes y de la propia voz narrativa es abrumadora. Dagny cree que el odio
del resto de personas se deba a que "les disgusto, no porque haga las cosas
mal, sino porque las hago bien". La narración sitúa a Dagny y Rearden
como agredidos, como víctimas, de manera insistente, pues les impiden progresar
(y, con su beneficio individual, se sobreentiende, también el progreso del
mundo) al entrometerse, entorpecer o quererse "aprovechar" de ellos y
sus ideas, todo desde la perspectiva, claro está, de esa base de valores
capitalistas que hemos indicado anteriormente:
"Cuando exige usted sus energías al máximo con el fin
de producir lo mejor, ¿espera ser recompensado, o castigado por ello? (...) ¿No
cree que merece una recompensa? (...) Pero si lo castigan, en lugar de
recompensarlo, ¿qué clase de código está aceptando?"
A pesar de que se apueste
por que "la política nacional debería tener como objetivo darle a todo el
mundo una oportunidad, a su justa proporción" (el subrayado es mío),
y que se magnifique la hazaña del triunfo de Hank Rearden, quien empezó desde
muy abajo, pues "probaba (...) que la capacidad individual aún tenía
posibilidades de ser exitosa en el mundo", lo cierto es que todos los
personajes principales y esos "Príncipes Impulsores", empresarios
emprendedores, pertenecen a la burguesía industrial. Además, ironiza y critica
la "igualdad de oportunidades" porque, según ella, no todos los
hombres son iguales y los más aptos no deben rebajarse al nivel de los
mediocres. La propuesta de la autora es, de esta manera, radicalmente elitista.
Ayn Rand, en boca de un
personaje, un profesor de Filosofía, afirma que "los hombres deben ser
forzados a competir. Es decir, es necesario controlar al hombre para obligarlo a
ser libre". También es especialmente virulenta con los "parásitos
intelectuales" (artistas, escritores, filósofos), que están retratados
como personas mezquinas y cretinas, que debaten y hablan continuamente, que se
lamentan constantemente pero que no hacen nada (y, como hemos visto, la
escritora defiende a ultranza a los hombres de acción). Sin embargo, incide en
que las herramientas las mueven las ideas, en su simbólica dicotomía entre
obreros-emprendedores, y embrutece esas herramientas, caricaturizando a los
trabajadores como personas ignorantes y rudas. Es más, llega a concluir que son
todas estas personas (todos menos los emprendedores) los que impiden el progreso
de la Humanidad.
Por otra parte, casi
alcanzando la página 700, la autora llega a una parte algo más meritoria.
Durante medio centenar de páginas, la novela cobra brío, pero vuelve a caer en
la extensión y la dilatación hasta volver a perecer.
En ese punto, cuenta cómo
Dagny llega a un valle donde han ido recalando los emprendedores que han huido
de la civilización, en el que han construido su sociedad ideal. Entramos, por
tanto, en un relato utópico canónico, con su forastero, trasunto de la persona
contemporánea corriente, que arriba a la sociedad utópica, su recorrido por
las maravillas del mundo perfecto, su didactismo, etcétera. Su lema es:
"Jamás viviré para nadie, ni exigiré que nadie viva para mí". Se
trata, pues, de una apología del puro individualismo extremo.
En esa tercera parte se
aprecia cierta destreza estructural: los dos primeros capítulos son una utopía,
y están inmediatamente seguidos de otros dos capítulos (cuyos títulos son muy
ilustrativos: "Anticodicia" y "Antivida") que recogen el
mundo ficcional corriente, a modo de contraste. Sin embargo, ni hay una
contraposición, salvo el detalle de los títulos, ni existe una tensión dramática
en ese sentido singular y antagónica.
De esta manera, en suma, podemos concluir que La rebelión de Atlas
es una obra fallida, cuyo fracaso principal es su propia ambición discursiva,
su falta de conciencia novelesca y su fatigosa reiteración continua que, más
que de una carencia artística, parece fruto de una inseguridad en saber
transmitir unas ideas concretas y de un carácter acumulador, ostentoso y
maniqueo; un carácter, cómo no, típicamente ultraliberal.
Archivo de Mundo Espejo
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