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Alberto CairoLecturas extemporáneas
Fuera de onda
Alberto Cairo


Thomas Friedman
Longitudes and Attitudes

De la ira al patriotismo razonado

Thomas Friedman es columnista de asuntos internacionales del New York Times, por lo que su trabajo ha sido bastante intenso desde el 11 de septiembre de 2001. Longitudes and Attitudes recopila todas sus columnas desde el atentado de las Torres Gemelas hasta el 20 de abril de 2003, con dos añadidos de interés: nueve columnas previas al ataque y un extenso epílogo a modo de diario de viaje repleto de anécdotas sobre su periplo por Oriente Medio, partiendo de Israel, titulado "Travels in a World Without Walls".

Lo más interesante de cualquier recopilación de artículos periodísticos es ver cómo evoluciona el pensamiento del autor. En el caso de Longitudes and Attitudes esta evolución es especialmente llamativa: los artículos escritos con las cenizas de los aviones y del World Trade Center todavía calientes rezuman furia y ansias de venganza y de "justicia infinita". A medida que pasan los días -y las columnas-, Friedman matiza sus opiniones hasta volver a ser quien siempre ha sido: una especie de conservador moderado y razonable que muestra ocasional simpatía por el Partido Demócrata.

Longitudes and Attitudes

A pesar de su naturaleza, el libro posee un hilo conductor claro. Friedman es un escritor de estilo periodístico diáfano y prefiere aferrarse a un puñado de tesis firmes y bien argumentadas a lo largo de sucesivos escritos que perderse en vericuetos que hagan confuso su discurso. Una ventaja: es contundente. Pero también tiene sus problemas: aporta pocos matices. El hilo conductor tiene dos hebras: cómo identificar las raíces del terrorismo y cómo dirigir la guerra para destruirlo. Porque -bueno es ir adelantándolo- Friedman no es escéptico, aunque sí muy crítico, con respecto a la cruzada emprendida por la administración Bush contra ese difuso espantajo llamado "terrorismo internacional". (No es que no existan grupos armados abominables, sino que en la definición neocon de terrorismo entran regímenes y prácticas tan diversas que el propio término se ha vaciado de contenido; una palabra omnímoda no significa nada). En este sentido, Friedman señala que la guerra no es sólo contra el terrorismo internacional en sí (el síntoma), sino contra el totalitarismo religioso (la enfermedad), especialmente el de origen islámico, y que para eliminar al primero hay que entender bien a qué se debe el arraigo del segundo:

"What is different about Islam is that while there have been a few attempts at such a reformation [se refiere a la evolución hacia la modernidad religiosa], none have flowered or found the support of a Muslim state. We patronize Islam, and mislead ourselves, by repeating the mantra that Islam is a faith with no serious problems accepting the secular West, modernity, and pluralism, and the only problem is a few bin Ladens. Although there is a deep moral impulse in Islam for justice, charity, and compassion, Islam has not developed a dominant religious philosophy that allows equal recognition of alternative-faith communities. Bin Laden reflects the most extreme version of that exclusivity, and he hit us in the face with it on 9/11." (pag. 79)

Friedman sostiene, pues, que el "choque de civilizaciones" no existe. Lo que sí existe -y con ello comienza su somero estudio del terrorismo- es una guerra interna en las sociedades árabes de Oriente Medio entre modernidad y medievo. La histérica llamada a la guerra contra el Islam (casi nunca explícita, aunque sí grosera y simplista) que se ha prodigado en cierta prensa de un tiempo a esta parte no tiene sentido: Friedman se une a la propuesta de Michael Ignatieff en su extraordinario El honor del guerrero: prevenir el mal futuro apoyando en serio a los sectores reformistas y pro occidentales dentro de sociedades todavía no secularizadas, empobrecidas y, por si fuera poco, sometidas a la manipulación ideológica por parte de clérigos que explotan no la miseria física, sino la frustración que nace de la siguiente disonancia cognitiva: a) el Islam es, para muchos musulmanes, la versión avanzada del judaísmo y el cristianismo, así que b) ¿por qué los países regidos por la moral y las leyes islámicas están entre los más atrasados del mundo?, se preguntan sus habitantes. Solución más sencilla de cualquier sociedad frustrada y ultranacionalista: culpar al mundo exterior. El chivo expiatorio más obvio es el país más poderoso de la Tierra.

Friedman no niega la responsabilidad de EEUU en la actual situación del mundo árabe. Recalca que de las dos características de los regímenes que se deben potenciar, "reformistas" (democráticos o "protodemocráticos") y "pro occidentales", los gobiernos de EEUU se han conformado sólo con la segunda. El ejemplo más destacable es Arabia Saudí, pero también se cometieron graves errores en el pasado, sosteniendo lo insostenible con tal de que la contaminación comunista no se extendiera más allá del Egipto de Nasser o el Afganistán pre talibán. A pesar de que la principal responsabilidad del atraso es de los propios países islámicos, que no han dado ningún paso en pos de la modernización (e incluso persiguen a sus escasos intelectuales laicos), la política exterior de EEUU ayuda poco:

"The Bush team is advocating democracy only in authoritarian regimes that oppose America, not in authoritarian regimes that are ostensibly pro-American -even though it is America´s support for the autocratic regimes in Egypt and Saudi Arabia that has made many of their citizens anti-American and contributed to the fact that fitteen Saudis and one Egyptian played key roles in 9/11 (...) The Bush policy today is to punish its enemies with the threat of democracy and reward its friends with silence on democratization." (pag. 209)

Y eso a pesar de que, como nos recuerda en otra columna, el crecimiento brutal de la población de Arabia Saudí y su endémico desempleo conviertan al país petrolero en una bomba de relojería integrista. Y de que ninguno de los terroristas del 11 de septiembre fuera iraquí... La importancia del combustible es enorme:

"The Bush-Cheney team has not lifted a finger to make us, or the Arab-Islamic world, less dependent on oil. Too bad. Because politics in countries dependent on oil becomes totally focused on who controls the oil revenues -rather than on how to improve the skills and education of both their men and women, how to build a rule of law and a legitimate state in which people feel some ownership, and how to build an honest economy that is open and attractive to investors (...) Do you think Saudi Arabia would be able to keep most of its women unemployed and behind veils if it didn´t have petrodollars to replace their energies? (...) Do you think it is an accident that the most open and democratizing Arab countries -Lebanon, Jordan, Bahrain, Morocco, Dubai, and Qatar [en otro momento hablará también de la India]- are those with either no oil or dwindling oil reserves?." (pag. 210)

Mientras la economía occidental dependa tanto del petróleo, nos dice Friedman, nadie se arriesgará a precipitar la desaparición de los regímenes feudales que, al mismo tiempo que someten a sus poblaciones al oscurantismo eterno y a la frustración -humus que aprovecha el integrismo para florecer-, garantizan un abastecimiento puntual.

Con respecto a la guerra en Irak, Friedman muestra un cauteloso optimismo. Pertenece a la tribu de los "sí, pero", los que apoyaron la invasión en su momento, pero siempre que fuera respaldada por una amplia mayoría en la ONU, cosa que no sucedió. Aun así, en las columnas posteriores al comienzo de la guerra ve con buenos ojos la destrucción de un régimen autocrático: piensa que conducirá a un estado democrático que, por contagio, extenderá el pluralismo por los países vecinos. Es una visión demasiado optimista, pero está bien argumentada. No pierde de vista en ningún momento, sin embargo, que EEUU no puede actuar durante mucho tiempo sin el apoyo de sus tradicionales aliados occidentales, por lo que exige a Bush que acate los tratados internacionales (su insistencia en los protocolos de Kyoto es loable), que renuncie al unilateralismo y que muestre un poco más de respeto por la ONU: es poca cosa, pero es la única organización global que tenemos.

El problema palestino-israelí tiene un lugar destacado también. Friedman -judío, por cierto- es bastante ecuánime y muestra poca compasión al hablar de personajes centrales del gran drama de la tierra santa de tres religiones, como Sharon o Arafat: no tiene reparo en afirmar que "los israelíes no eligieron a Sharon para ser De Gaulle, sino Patton... porque saben quién es Arafat". Y añade otras muchas reflexiones demoledoras: "Sharon was unelectable in Israeli politics. What allowed him to remerge was Arafat´s rejection of the Barak plan and the Clinton plan, and then launching an intifada with suicide bombings of Israeli pizza parlors" (pág. 118). Friedman es razonablemente pesimista en la guerra de Gaza y Cisjordania, pero confía en una solución futura, por precaria que sea. Y mejor que así sea porque Palestina es el pretexto (que no la causa) de gran parte del terrorismo actual...

El último cuarto de Longitudes and Attitudes, titulado "Diary: Travels in a World Without Walls", justifica por sí solo la compra del libro. Friedman estaba en Israel el 11 de septiembre de 2001 y su relato de cómo vivió aquella jornada y las dos o tres siguientes es impresionante. En las semanas posteriores al atentado contra el World Trade Center recorrió varios países de Oriente Medio en busca de respuestas y de alivios al enfado que le produjo el percatarse de manera tan brutal de "lo mucho que ha cambiado el mundo" para mal. En su diario nos muestra la trastienda de sus artículos en el New York Times. Estas últimas páginas, tan cercanas y sinceras, ingenuas incluso en algunos pasajes, son un excelente colofón a un libro irregular (está en su naturaleza: el columnismo periódico tiene sus esclavitudes), pero muy revelador.


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