Nacionalidad: Estados Unidos
Productor y director: Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack
Actores: Fay Wray, Robert Armstrong, Bruce Cabot, Frank Reicher, Sam Hardy, Noble Johnson, Steve Clemente y James Flavin
Guión: James Ashmore Creelman y Ruth Rose, sobre una historia de Edgar Wallace y
Merian C. Cooper
Música: Max Steiner
Desde que George Lucas estrenara a finales de los 70 la archifamosa Star Wars, muchas han sido las películas que se han servido de los efectos especiales, también conocidos como fx, para dotar de mayor espectacularidad a sus películas y de paso asegurar los tan perseguidos beneficios en taquilla. El problema es que muchos de estos productos, lejos de cumplir ese requisito fundamental del cine que es contar historias, acaban, por obra y des-arte de sus creadores, siendo un mero transporte visual de los logros infográficos de hoy en día, llegando a sacrificar el sagrado fondo por la espectacular forma, como si fuera imposible conciliar ambas cosas. Si retrocedieran hasta el lejano 1933 comprobarían que están en un error.
King Kong surgió de la cabeza de Merian C. Cooper, quien logró convencer a Ernest B. Schoedsack, con quien ya había trabajado en varios documentales, y a la RKO, en aquel momento el estudio menos poderoso de los cinco grandes, para llevar a cabo un proyecto que finalmente costó más de 500.000 dólares de la época y que además, aunque visto en pantalla parezca increíble, se rodó casi completamente en estudio. El motivo fue la amortización de gastos, ya que los mismos decorados se utilizarían durante los siguientes años en varias películas del estudio, viendo finalizada su existencia en el espectacular incendio de Atlanta recogido en la famosísima Lo que el viento se llevó.
El responsable directo de los efectos especiales fue Willis O'Brien, creador de los mismos en la innovadora El mundo perdido (1925), quien hizo verdaderos milagros con los escasos medios que existían en los años 30. Verdadero maestro en el uso de la técnica de animación llamada stop-motion, cuya máxima autoridad sería después el mítico Ray Harryhausen, O'Brien filmó fotograma a fotograma sobre transparencias todas las apariciones del gigantesco Kong y demás monstruos, efectuando pequeños movimientos en cada una de las maquetas para dar finalmente a la acción el efecto deseado. Se utilizaron sobre todo miniaturas, siendo las únicas recreaciones a escala real la cabeza y uno de los brazos; los rugidos de las bestias, Kong incluido, se consiguieron grabando sonidos reales de tigres y leones. Los actores, décadas antes de apariciones tales como Jar Jar Binks, se vieron obligados a mirar un vacío que luego rellenarían los distintos monstruos que pueblan el filme. El resultado final es insuperable. El gigantesco gorila está dotado de una personalidad propia irrepetible, y tanto las escenas de lucha en la isla contra monstruos antediluvianos, como la espectacular huída por las calles de Nueva York, son un prodigio de imaginación aplicada al cine de acción. La inmortal escena del Empire State Building contiene, justo antes de la caída, una de las miradas más expresivamente enamoradas de la historia del cine.
King Kong cuenta además con una romántica historia que, como muchas otras, profundiza en el mito de La bella y la bestia, pero en este caso mostrándonos un amor totalmente imposible. Merian C. Cooper se asegura de mostrarnos sin error alguno en qué bando reside la maldad, presentando a una bestia que de puro humana nos resulta simpática. Breves escenas que curiosamente fueron censuradas en Estados Unidos, como el ensañado pisotón a un niño, o la masculina curiosidad de Kong, que desnuda y huele sin pudor alguno a la protagonista, son escuetas pinceladas que nos hacen identificarnos con el gigante, el cual sólo responde a sus naturales instintos, carentes estos de toda malicia. En el otro lado, la bella, interpretada con inmensa frescura por Fay Wray, es el mero instrumento del verdadero malvado de la historia, el personaje interpretado por Robert Armstrong, quien en realidad es el autorretrato socarrón del propio Cooper. Interesado solamente en su propia fama y fortuna, Carl Denham encarna el lado materialista de todo ser humano y la auténtica causa de la tragedia desencadenada.
King Kong es una verdadera historia servida por asombrosos efectos especiales, pero que cuenta además con un ritmo trepidante. Desde el momento en que el gran protagonista aparece ya no hay descanso: ni falsos diálogos que engorden el metraje ni secundarios graciosos que apoyen la falta de ideas. Versiones posteriores, como la realizada en 1976 por John Guillermin, que incluía a Jessica Lange e intentaba inexcusablemente innovar el mítico final, cambiando el Empire State por las Torres Gemelas; herederos de King Kong, como el japonés Godzilla; homenajes obvios, como el de Steven Spielberg en El mundo perdido (1997), e incluso El hijo de Kong, una secuela creada por el mismo Ernest B. Schoedsack, pero curiosamente producida antes que la primera, no han hecho más que afianzar la gloria del original.
King Kong, como obra maestra que es, ocupa el puesto número 43 en la lista de mejores películas americanas de todos los tiempos del AFI, y es un ejemplo, para todos aquellos que quieran aprender, de cómo hacer cine fantástico y arte.
Santiago L. Moreno
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