Daniel Pennac despierta entusiasmos dentro y fuera de su país. Aunque no son sus únicos libros, las aventuras de la tribu Malaussène, ese abigarrado conjunto de hermanos, parientes y amigos que habita en el suburbio parisino de Belleville, le han dado fama internacional, y no es en absoluto desmerecida. Aux fruits de la passion es el séptimo volumen de la saga, tras La felicidad de los ogros, El hada carabina, La pequeña vendedora de prosa y El señor Malaussène (publicadas en castellano por Thassàlia y, más recientemente, por Mondadori), a los que hay que añadir los aún inéditos Monsieur Malaussène au théâtre y Des chrétiens et des Maures. Que la palabra "saga" no induzca a error: puede leerse cada libro de forma prácticamente independiente (yo empecé por el tercero).
La tribu Malaussène está liderada por Benjamin, Ben, narrador de buena parte de los acontecimientos, de profesión chivo expiatorio y de vocación hermano de familia. Efectivamente, la tribu es el producto de una madre enamoradiza que periódicamente desaparece con un nuevo amante, vuelve al cabo de unos meses embarazada y lloriqueante al seno familiar, da a luz y desaparece de nuevo. De esas relaciones fugaces son fruto Ben, su hermana enfermera Louna, la fotógrafa Clara, la visionaria Thérèse, el deslenguado Jérémy (que tiene el privilegio de bautizar a los recién nacidos en la familia), el Pequeño de gafas rosadas y la vociferante Verdun. A estos se han ido añadiendo por diferentes parentescos y peripecias niños con nombres tan sonoros como Señor Malaussène, Es Un Ángel, y el nuevo miembro de la tribu que llega en Aux fruits de la passion. Y todo ello sin olvidar a Julius, el perro epiléptico y maloliente.
En cuanto al oficio de Ben, chivo expiatorio, es la forma de explotar su inusitada capacidad para hacer que allá donde se encuentre, se sucedan desgracias y catástrofes de tal forma que las pruebas inevitablemente le señalen como culpable a él, que es sistemáticamente inocente (y quizá, como apunta el comisario Coudrier, uno de los memorables secundarios, incluso un santo). Cada novela de Belleville es, pues, una obra en esencia policíaca, basada en una trama bien urdida que siempre resulta sorprendente y que, como corresponde al género negro, suele ser durísima y contener una buena dosis de crítica social. Pero esto es sólo el esqueleto. Los músculos y los tendones los ponen los maravillosos personajes, tanto los ya citados como el amplísimo alenco de soberbios secundarios: desde los macarras árabes de Belleville hasta los numerosísimos policías que como puede suponerse aparecen, pasando por viejecitas armadas, editoras de mal carácter, senegaleses expertos en chino y monjas que dirigen guaderías para hijos de puta (sic). Y el remate de cada novela es el irresistible humor de Pennac, que se expresa con una libertad enorme, sin atenerse a una estructura fija ni a un género, permitiéndose el uso de muchísimo argot, chistes, diálogos en los que una de las partes sólo contesta con puntos suspensivos... Todo lo necesario, en suma, para hacer de cada uno de sus libros una experiencia memorable.
Y en realidad, con lo anterior, bastaría para reseñar esta novela; incluso para los que ya estén familiarizados con el autor, bastaría decir: otra de Pennac. Así, en Aux fruits de la passion encontraréis todo lo dicho, que no por garantizado resulta menos gozoso y satisfactorio. Indiquemos simplemente que en esta novela, la fría y espeluznante Thérèse sorprende a la tribu anunciando su inminente matrimonio, y nada menos que con un alto cargo salido de la École Nationale d'Administration; en consecuencia, miembro de la élite de la República. Ante la perspectiva de verse emparentado con la clase política, Ben se prepara para lo peor: que esta vez la culpa con la que tenga que cargar sea tan enorme como los crímenes del Estado. Pero, por supuesto, nada es lo que parece y, lejos de sucederse linealmente, la trama se embrollará una vez más en torno a los miembros y a los amigos de la tribu Malaussène.
Luis G. Prado
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