Antihielo se presenta como una puesta al día de las aventuras (y no "romances", por favor) científicas de Julio Verne, pero a decir verdad, antes que a las novelas del ilustre francés, remite a las versiones de Verne que con desigual fortuna ha filmado la Disney.
La acción comienza en 1855, en plena guerra de Crimea. El sitio de Sebastopol se levanta precipitadamente cuando el ejército inglés prueba una nueva arma contra la ciudad, un arma con la capacidad destructora de una bomba atómica pero sin las secuelas de la radiactividad. Su principio científico reposa sobre el descubrimiento en la Antártida de un depósito de un exótico material, el antihielo del título, que genera un calor extremo a temperaturas normales. El fortuito descubrimiento inglés se complementa con el genio del ingeniero Josiah Traveller, que arrepentido de su participación en el holocausto de Sebastopol, se dedica a encontrar útiles aplicaciones civiles para el antihielo.
La trama sigue las peripecias del ingeniero Traveller, el diplomático Vicars y el periodista Holden, acompañados por el inevitable criado, en este caso el buen Pocket, sirviente del primero. Los personajes se reúnen en 1870 con ocasión de la inauguración en Bélgica de un gran "barco terrestre" a vapor. Un atentado y la tensa situación política de la guerra franco-prusiana obligarán a los protagonistas a refugiarse en el Faetón, la nave voladora de Traveller, que subsiguientemente será secuestrada por un malévolo saboteador que pondrá rumbo nada menos que a la Luna.
Desilusiónese el lector que espere una interesante ucronía: el grueso de la novela se dedica a los pormenores del viaje a la Luna, que francamente recuerda tanto al periplo de Barbicane y compañía como al posterior de Tintín. Gracias a que Antihielo no es una novela muy extensa (no alcanza las trescientas páginas de letra gorda), sus defectos no llegan a resultar tediosos. Pero hay que lamentar lo plano de los personajes, lo lineal de la trama (apenas hay una gran sorpresa) y lo ingenuo del trasfondo político (con errores de bulto como hablar del Kaiser Guillermo... antes de la unificación alemana). Así las cosas, Antihielo se queda en novelita simpática y olvidable.
Por desgracia, son más difíciles de olvidar los deslices del traductor, que salpican una narración ya de por sí poco interesante, y que se deben tanto a su desconocimiento de la historia (llama repetidamente "telegrama Ems" al célebre telegrama de Ems, casus belli de la guerra franco-prusiana; o "Louis Napoleón", en desconcertante híbrido, a Luis Napoleón Bonaparte) como a su gusto por la traducción literal ("condestable" por constable -policía-; "lanzamiento" por launching -botadura-; "ese tipo Traveller" en lugar de "ese tal Traveller", etc.) y, en definitiva, a su escaso oído para la palabra afortunada (es de ver y no creer un cacofónico "cataclismático" -¡sic!- en la pág. 283).
Pero si la traducción hubiera necesitado el repaso de un buen corrector de estilo, otro tanto hay que decir del prólogo de Miquel Barceló, que seguro que hubiera agradecido el que alguien le hubiera hecho notar antes de que el libro entrase en imprenta que califica a uno de los personajes de "misógino" cuando en realidad quiere decir misántropo.
Luis G. Prado
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