Si el totalitarismo fue la gran enfermedad moral del siglo XX, Ismail Kadaré es uno de sus principales trovadores. Las obras de Kadaré transcurren en un mundo gris, opresivo, entre personajes que han perdido la capacidad de rebelarse o incluso la inquietud por hacerlo, articuladas en forma de fábulas tan crueles que resulta difícil darse cuenta de lo cerca que están de la realidad contemporánea de los Balcanes. No es extraño en un escritor que pasó gran parte de su vida en la Albania de Enver Hoxha y conoció bien la "apertura" postestalinista, un hijo del país que comparte con Polonia el dudoso privilegio de ser el más vapuleado de Europa y es de seguro el más desconocido.
En algunos aspectos Kadaré me recuerda a Stanislav Lem: ambos parten de la escuela del realismo socialista pero lo enriquecen con elementos de su inventiva hasta volverlo irreconocible. En el caso de Lem es la ciencia-ficción la que se cuela en las tramas moconordes de los escritores oficiales, y en el de Kadaré es una atmósfera decididamente kafkiana. Sus novelas comparten un aura de irrealidad, como si el absurdo planeara sobre las vidas opacas de los protagonistas, desvelando a través de una rígida sonrisa lo irreal y trágico de los países, efectivamente absurdos, que durante cuarenta años languidecieron detrás del Telón de Acero. Añadamos a eso el fatalismo balcánico y un rico poso de leyendas del que nutrirse y tendremos libros que quizás no nos van a alegrar la tarde del domingo pero están entre lo mejor que ha dado la literatura europea moderna.
Como ejemplo de lo antedicho, el Palacio de los Sueños que domina esta novela es el símbolo de la dominación total del Estado sobre sus súbditos. En una nación que calca el modelo real del Imperio Otomano, el gobierno ha establecido la obligación de que los ciudadanos recojan sus sueños por escrito y los entreguen a una vasta red de funcionarios que alcanza incluso las aldeas más remotas. En un enorme y tétrico ministerio, el Palacio de los Sueños, los textos son recibidos por un ejército de mediocres burócratas e interpretados en busca de señales de deslealtad al régimen que pudieran quedar ocultas en el devenir diario. Interpretados y seleccionados para reducirlos a un pequeño número de sueños considerados significativos que son enviados a una instancia superior donde vuelven a ser cribados y así sucesivamente hasta encontrar El Sueño, la expresión perfecta del inconsciente colectivo del país, la señal de la dirección que ha de tomar el gobierno para mejor controlar al pueblo. Y en esa tarea imposible, imposible porque el poder nunca es lo bastante absoluto para los sedientos de él, se afana el protagonista, procedente de una familia venida a menos y miembro por recomendación de la hueste que encerrada en salas oscuras y frías analiza los sueños de sus conciudadanos, lleno de dudas y sabiéndose destinado a envejecer tristemente, acumulando con dificultad minúsculos ascensos que el menor error real o imaginario desbaratará de inmediato y condenando a personas inocentes sin darse cuenta, sólo porque alguien interpretó su interpretación de una forma en vez de otra.
Ramón Muñoz
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