Si Paul Auster es uno de los mejores escritores vivos es gracias a novelitas como ésta, testimonios sinceros y emotivos de la descomposición de una sociedad en la que el azar y la soledad dominan y determinan nuestras existencias. Al igual que en El palacio de la Luna o Trilogía de Nueva York, las vidas al límite, las pequeñas grandes aventuras y heroicidades anónimas, el empeño de trazar un mapa exhaustivo de las motivaciones humanas, la voluntad inequívocamente moral (que no moralista) de personajes y autor... todo ello, todo, se conjuga en una novela excelente que, como todo en Auster (desde las ya citadas novelas hasta películas como Smoke o Lulu on the Bridge), ofrece una visión amarga, dura y sin embargo hermosísima de la naturaleza humana. Y, lo que es sin duda más meritorio, lo hace a través de los ojos de un perro.
En efecto, Mister Bones es un chucho callejero, sin raza definida, hijo del mundo y de las calles, que se debe únicamente a su experiencia con la vida y su mentor (no diremos amo, pues su relación es mucho más que eso), Willy G. Christmas, un vagabundo hijo y consecuencia de la generación de los excesos sesenteros. Mister Bones asiste a los últimos días de Willy, a sus interminables monólogos en los que rememora su existencia y la certidumbre de que el fin está próximo, y con él la partida hacia el último viaje, una mítica Tombuctú (que, para el caso, perfectamente hubiera podido llamarse Shangri-La, Oz o Irás y No Volverás) en la cual moran los seres humanos tras la muerte. Realidad y recuerdos se entremezclan, y Willy realiza su último viaje (dispuesto a hablar con su maestra y mentora) hacia una ciudad de Baltimore en la que, preso ya de su delirio preagónico, se siente como en el hogar, como en la Polonia de sus ancestros. Llegado este momento, Mister Bones ha de enfrentarse en solitario a la vida y, lo que resulta más desazonador, a la especie humana. Su periplo de amo en amo es al mismo tiempo la constatación de que no puedes fiarte de nadie y de que siempre habrá alguien dispuesto a acogerte, aunque ambas condiciones siempre irán irremediablemente unidas. La constatación de que la naturaleza de Mister Bones -con sus constantes cambios de nombre, rebautizado por sus jóvenes amos- es la de trotamundos, siempre en busca de esa Tombuctú en la que, por fin, reunirse con Willy y con sus sueños.
Mister Bones no es un perro cualquiera. Comprende el lenguaje y las reacciones humanas, sabe evaluarlas y anticiparlas, pero no es capaz de hablar, tan sólo en sus sueños con Willy. Su incomunicación con respecto a un mundo que cree entender pero que no puede alcanzar es la de todos nosotros. Sus reacciones son tan humanas como las nuestras. Su misma aspiración de alcanzar Tombuctú para reunirse con su ser más querido más allá de la existencia terrenal es la gran diferencia entre un ser humano y un animal. En resumen, Mister Bones es una perfecta alegoría de la humanidad presa de sus propias limitaciones, solitaria y dominada por las leyes del caprichoso azar y, como tal, resulta uno de los personajes más entrañables de la ya larga lista de personajes inolvidables que han surgido de la extraordinaria prosa de Paul Auster. Tal vez se trate de una novela menor para tratarse de Auster, pero no por ello deja de ser una gran novela, un libro de lectura obligatoria... y uno de los grandes clásicos de la literatura sobre perros.
Juan Manuel Santiago
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