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El barón rampante Lecturas nostálgicas
2001: una odisea sentimental

El barón rampante
Italo Calvino
Título original: Il Barone Rampante
Trad. Francesc Miravitlles
Círculo de Lectores, 1986

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El azar siempre juega un papel determinante a la hora de prefigurar cuáles son los libros (o películas, o canciones) favoritos de uno. Con independencia de que un libro sea una obra maestra, hay momentos de la vida en que su lectura puede marcarte para siempre. Hay que leer Fundación con quince años (la edad en que uno se engancha a la cf; de lo contrario, parece la chorradita que tal vez sea) y no es conveniente adentrarse en Cien años de soledad antes de la veintena (so pena de perderte casi todas sus implicaciones literarias y temáticas). Por eso me sentí absolutamente subyugado con la lectura de El barón rampante, porque lo leí con dieciséis años, la edad en la que uno tiene que ser rebelde (yo no lo fui, pero ésa es otra historia) pero tiene que aprender a canalizar esa rebeldía en la dirección adecuada, la edad en que uno tiene que leer El guardián en el centeno o El Señor de los Anillos (otros dos libros que muy bien podrían haber figurado en esta Odisea sentimental). Tiempo después de leerlo, me vi envuelto durante tres años en una situación parecida a la que narra Italo Calvino: la de un familiar cercano que, al igual que Cosimo Piovasco di Rondò, ejerció a su manera el derecho a la discrepancia y casi fue capaz de llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Por eso la reciente relectura de El barón rampante me ha resultado, si cabe, más enriquecedora aún que la primera vez que me topé con este librito.

La historia, supongo, será por todos conocida. Cosimo Piovasco di Rondò, a sus doce años, es el heredero de la baronía de Rondò, un territorio situado en la frondosa Liguria del siglo XVIII. Como actitud rebelde ante el mundo de los mayores, se niega a comer caracoles (en realidad, se niega a compartir mesa y mantel con los mayores) y deja a su familia con tres palmos de narices: su hermana mayor, una auténtica freakie avant-la-lettre; su hermano pequeño, cronista "imparcial" en primera persona de esta historia; su padre, un sinsustancia eclipsado por su señora esposa, una prusiana de modales prusianos; su tío, un abogado e inventor que residió en el Imperio otomano y que siempre viste a la turca... Contra este estado de cosas clama Cosimo encaramándose a un árbol y adoptando la decisión de no bajarse jamás... Lo cual cumple escrupulosamente. Nuestro Tarzán de los Alpes se erige en amo y señor de los bosques de la zona, y queda marcado por un temprano amor platónico (más tarde, carnal, muy carnal), la rubita Viola Ondariva, que le hace reafirmarse en su idea de permanecer por siempre jamás en lo alto de los árboles.

Sin embargo, lo realmente memorable de esta parábola es que, a diferencia del Buen Salvaje rousseauniano o del Tarzán de Burroughs, Cosimo permanece completamente integrado en su sociedad, en su comunidad. La población aprende a aceptar las excentricidades del joven barón, que no deja de ser el mismo que organiza un servicio de extinción de incendios, que salva a sus súbditos (bien es verdad que de una manera tan involuntaria como cómica) de un temible bandido, que repele una invasión pirata y, en fin, que introduce en la región los saberes enciclopédicos y la francmasonería. Desde lo alto de los árboles, Cosimo se asea, caza, ama, lee, diserta: es uno más. Esta es la gran aportación de la novela, que crea un arquetipo nuevo en una época en la que ya todos los arquetipos parecían estar creados: la del rebelde activo, que desde su supuesto aislamiento lucha por la mejora de sus semejantes. Un verdadero trasunto de las ideas políticas de Calvino, muy implicado con el PCI durante el período (1956) en que se escribió esta hermosa historia.

Historia, sí. Se me olvidaba. Al mismo tiempo que una hermosísima narración con momentos rayanos en el realismo mágico (la colonia de españoles que viven encaramados en los árboles de un municipio cercano, a la espera de un indulto real que les permita poner los pies sobre suelo de la Corona) y una trepidante novela de aventuras (hay duelos con espada en la copa de los árboles que uno puede imaginar casi como las peleas de Tigre y dragón), El barón rampante ofrece una visión simplemente perfecta de la historia de la aún inexistente (como nación) Italia desde mediados del siglo XVIII hasta la década de 1820, un compendio de la formación de su espíritu nacional utilizando como hilo conductor al personaje de Cosimo. Incluso se permite el lujo de crear un fabuloso encuentro (alarde de "efecto Connery") entre Cosimo y Napoleón Bonaparte, clara parodia del encuentro entre Diógenes y Alejandro Magno.

Y el ritmo. El barón rampante es un pequeño milagro narrativo, una novela en la que nada sobra ni falta, menos escueta que las otras dos novelas cortas que integran la trilogía Nuestros antepasados (El vizconde demediado y El caballero inexistente), y que tiene un final apoteósico, a la par que coherente, del que sólo puedo suponer que bebió Eduardo Mendoza para concluir otra de mis novelas favoritas: La ciudad de los prodigios.

No sé cuál pueda ser el defecto de El barón rampante, si es que tiene alguno. Tal vez, que ya nunca podré volver a leerlo por primera vez, sentir esa sensación de que, al igual que Cosimo allá en lo alto de los árboles, cada hoja es un mundo por descubrir, un terreno sin vuelta posible en el largo e intrincado camino hacia la madurez. Una novela de juventud e iniciación, y una extraordinaria reivindicación de la utopía, la rebeldía, la imaginación y el inconformismo como verdaderos motores del mundo. Un libro de cabecera, de los que uno puede redescubrir una y otra vez a lo largo de la vida, porque siempre ofrecerá algo nuevo al lector.

Juan Manuel Santiago


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