Hace poco un amigo mío ha tenido un niño. "¿Cómo se va a llamar?", le pregunté. "Arturo", respondió. "¿Arturo...?" "Sí." "¿Por Arthur C. Clarke?" "No. ¿Recuerdas qué estrella habían visitado los astronautas de Retorno de las estrellas?" Bruscamente regresó el libro entero, condensado en una sensación de reconocimiento, una especie de espasmo de la memoria que me devolvió íntegra esa perla de magia, imposible de nombrar, en la que sintetizamos horas, días, años, libros, vidas, en un resumen capaz de aplastar el momento presente con su densidad casi de agujero negro y consumirlo hasta no dejar nada.
¿Por qué ese libro fue un agujero -no negro, denso y luminoso-? ¿Dónde me deje absorber por el placer de un abandono cósmico? ¿Por qué no otro? Es cierto que hay otros libros de Stanislaw Lem que son objetivamente mejores, incluso otros mundos en los que perderse es más fácil: Tolkien, Le Guin, etc. Pero las cosas del corazón van por su lado. Te toca el amor a un libro con la aleatoriedad de un lento granizo de estrellas. Y cuando una de ellas te cae encima, te quema con la luz de sus páginas. Y yo -y mi amigo, presumo- ardimos allí, entre las tapas blancas de la edición Bruguera.
Retorno de las estrellas parece un libro sencillo, trata un tema incluso manido: tras una expedición a la estrella Arturo, hecha por una nave que viaja a una fracción apreciable de la velocidad de la luz, los astronautas regresan a la Tierra cien años en su futuro debido a los efectos relativistas del viaje. Pero nada es lo que parece bajo los dedos de Lem. El protagonista, uno de los astronautas que regresan, desciende a la Tierra, un viaje corto desde la Luna dónde él y el resto de la tripulación han sido recogidos e ingresa de nuevo en el planeta que le vio nacer, sólo que para él el tiempo ha transcurrido mucho más despacio y el futuro lo espera tras la puerta del trasbordador. Y el futuro, señores, el futuro de Lem, es sencillamente aterrador. Desde la primera línea nos sacude con violencia la absoluta extrañeza de un tiempo, una arquitectura, una tecnología que no se comprende. Y Lem se muestra aquí pletórico de recursos y, sobre todo, de imaginación. Por que no hay en ese futuro neón, arquitecturas de futurismos de vanguardias recicladas dónde se mueven gentes un poco raras, pero reconocibles. Es solo un viaje en trasbordador, la llegada al planeta, una rutina estúpida y el protagonista casi enloquece, roza la desesperación buscando la salida de ese edificio. ¿Cómo será el resto?
El resto es aún peor, o aún mejor. Todo ha cambiado, hasta la misma esencia de la sociedad es diferente, nadie tiene interés en arriesgar la vida, en explorar. Con esfuerzo el protagonista descubre que la población e incluso los animales superiores han sido betrizados, extirpados de sus lacras evolutivas de agresividad y violencia. Él y el resto de tripulantes son no sólo hombres del pasado, sino una especie del pasado.
La odisea de ese Ulises en una Itaca del tiempo se amplía a su relación con los demás. Aislado más allá de lo posible, la Tierra es casi tan terrible como lo ha sido el viaje, en el que han dejado tiempo, sufrimiento y algunos amigos que no volvieron.
En este libro la solución, a diferencia de otros de Lem, no es amarga; es dura y difícil, pero esperanzadora. Como único medio de comprender el mundo, el protagonista se entrega a la pasión de una relación que ni él ni los lectores sabemos qué significa realmente en esa sociedad completamente trastocada, pero que es algo a lo agarrarse, algo sólido.
Sospecho, sobre todo ahora que pienso sobre ello, cuál es el motivo por el que ésta novela me ha resultado siempre tan fascinante. La metáfora es clara. Ese astronauta que regresa somos todos creciendo, enfrentándonos a una sociedad que no hemos creado, que muchas veces es alienígena, tan incomprensible y angustiosa como la que Lem imagina. Nos es muy cercana esa sensación de no saber qué hacer en un mundo en el que hay que buscar un camino, porque quedarse parado es aún peor. Y no sólo eso: como en la novela, los otros no somos nosotros, aunque nos parezcamos. No sabemos, intuimos, aprendemos, a veces descubrimos cosas de los demás por la vía más dura, otras nos ayudan, pero nunca tendremos una guía con instrucciones de qué hacer y cómo hacerlo.
Arturo, el hijo de mi amigo, mira todo con los ojos muy abiertos. Como los astronautas de Lem, está desembarcando en un mundo incomprensible y fascinante que satura sus sentidos. Suerte, Arturo. No es fácil, pero sí una auténtica aventura, quizá la más grande que se puede emprender.
Eduardo Vaquerizo
Archivo de 2001: una odisea sentimental
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