Una tibia ucronía: en el año 1937 los fragmentarios Estados Unidos de América están sumergidos en el colapso económico a causa de la recesión y de la vigente Ley Seca, nunca derogada, siempre acogedora para los traficantes de alcohol y mercaderías robadas. Las bandas organizadas de criminales se han hecho poderosas y mantienen en su poder a las ciudades, obligando al traslado de mercancías y pasajeros por avión para evitar los robos en tierra. El mundo es un lugar sin ley, poblado de zeppelines decorados con emblemas, dirigibles de línea, fabulosos aviones de hélice con bocas de tiburón pintadas en el morro, y sarnosos piratas afincados en bases secretas en las Montañas Rocosas que vuelan con calaveras y tibias dibujadas en sus aletas de cola. Las esforzadas compañías de seguridad aceptan el encargo de proteger los convoyes interestatales frente a las distintas escuadrillas de criminales que infestan el firmamento. En este sugerente marco, inspirado en viejas series de cómic antañón como Terry y los piratas, Trevor Girard, atormentado por el recuerdo de su derribada amiga Faith, trabaja al servicio de la compañía Seguridad Aérea Blake y combate a los facinerosos a bordo de aviones de modelos con nombres tan resonantes como Bloodhawk, Avenger, Peacemaker o Brigand.
La trama es lo de menos. Alas de la justicia volumen 1 es una sucesión de combates aéreos, comunicaciones entre pilotos, misiones, venganzas, robos, vuelos arriesgados y nubes de plomo al amanecer. Sin pretensiones, eminentemente aventurera, la serie Crimson Skies supone una auténtica y hueca colección de tiros y pepinazos en la que lo más destacable es ese mundo aventurero que nunca existió y que tan sugerido quedaba en antiguas sagas del cómic de los años 30-50. Piratas del aire, Titanes del cielo, Aguilas de la Verdad, estereotipos sobados de hermosos nombres. La serie cuenta con un juego de ordenador, páginas web, adaptaciones a tablero y viñetas, y una legión de jóvenes castores -a veces disfrazados de aviador- que siguen las evoluciones de los protagonistas, construyen maquetas y pintan modelos a saco, con deslumbrantes símbolos, colorines fardones y jamonas de bombardero y cafetería, de esas con faldita corta, cofia de puntillas y batido en la mano.
Narrativamente, Piloto solitario es floja como un tallo de poto. La prosa es pobre, los diálogos navegan en el topicazo, y sólo los fluidos combates aéreos parecen brillar con cierta reluctancia en un conjunto ñoño, facilón, diseñado para quinceañeros o lectores de curtido estómago, tan abundantes dentro de nuestro género. El argumento y los personajes son de papel de fumar, planos, planos, planos; las pretensiones de calidad tienden al duro antes que a la dignidad; y el resultado final huele a humo y se esfuma con igual rapidez.
Eso sí, al terminar de leerla, el lector puede por fin saber lo que es hacer un tonel, un medio tonel o un rizo Limmermann -¿se dice así?- aunque nunca en su vida volará en uno de esos cacharros que jamás existieron, porque cuando lo que más importa en un libro no pasa de lo anecdótico, una novela está vacía. Tambien se habrá hartado, cien páginas de por medio, de disparos, cohetes, mezclas nitrosas y gritos por radio diciendo eso de ¡Cuidado, Trevor! ¡Tienes un bandido a las seis!
Y es que tanta mandanga consumil nos acorrala y subsume en las miasmas del aburrimiento. Acaba de incendiarse mi motor y tengo que saltar. Maldición.
Eugenio Sánchez Arrate
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