Por supuesto, estamos ante una historia escrita para el mercado de las revistas pulp (el equivalente americano a lo que aquí se llamó durante mucho tiempo novelas de a duro) con todo lo que eso implica, tanto de malo como de bueno. Pero en cierto modo (y salvando evidentes distancias de respetabilidad crítica) Howard hizo dentro del pulp fantástico lo mismo que autores como Hammett y Chandler hicieron dentro del pulp policiaco: coger una forma narrativa eminentemente popular y de consumo y elevarla a la categoría de auténtica literatura. La diferencia más evidente quizá sea que Hammett y Chandler eran perfectamente conscientes de lo que hacían y es muy posible que Howard ni siquiera se hubiera planteado nada por el estilo.
Lo que sí es indudable, desde la lectura del primer párrafo, es que el escritor tejano era un narrador nato más allá de indudables defectos y titubeos y era capaz de enganchar al lector en la primera página y no soltarlo hasta que acabase el relato, una virtud de la que otros autores, tal vez más "literarios", carecen. Así, mientras la obra de estos no deja de parecernos un cadáver exquisitamente ataviado, las historias de Conan siguen vivas sesenta años después de su primera publicación.
El tesoro de Tranicos no es, desde luego, el mejor relato de Conan que Howard escribiera (éstos son sin duda el cuento Nacerá una bruja y la novela La hora del Dragón) y si nos ponemos puntillosos es muy posible que las historias de Conan no estén entre lo mejor de la producción howardiana (personalmente sus relatos de Bran Mak Morn, un ficticio rey de los pictos de la Inglaterra romana, me parecen mucho mejor acabados y con un poder de evocación bastante mayor, por no mencionar que el carácter melancólico y hosco del personaje estaba más cerca del de su creador que ese cúmulo de excesos vitales que es Conan). En realidad estamos ante una novela corta bastante convencional que en manos de un narrador menos hábil se nos haría aburrida y predecible a las pocas páginas y donde, en cierto modo, conviven dos géneros muy distintos.
Porque por una parte El tesoro de Tranicos es una novela de piratas y podemos adaptar su trama sin demasiado esfuerzo al Caribe del siglo XVII (el mismo Howard lo hizo cuando no pudo vender el relato como una historia de Conan) pero por otra es también un western, con los pictos jugando el papel de los pieles rojas en plan de guerra y la fortaleza del noble exiliado haciendo de fuerte militar enclavado en territorio hostil.
Los personajes tampoco van más allá de meros estereotipos: nobles perseguidos por una maldición, brujos intrigantes, piratas traicioneros, jóvenes indefensas, salvajes sedientos de sangre... Y de pronto, irrumpiendo en mitad de la historia (porque, pese a fugaces apariciones a lo largo del texto, la entrada "real" de Conan en el relato tiene lugar cuando este ya se encuentra más que mediado) una presencia poderosa y de una sola pieza que aviva lo que sucede con su sola aparición. Y es que en cierto modo podríamos aplicar a Conan la frase con la que Chandler definió una vez a Bogart: "para dominar una escena sólo necesita hacer una cosa: entrar en ella".
Antes de Conan, Howard había probado suerte con distintos personajes: escribía media docena de relatos de ellos, se cansaba y pasaba al siguiente. Todos estaban cortados más o menos por el mismo patrón: grandes, fuertes, con un código moral y un código del honor (el primero difícilmente defendible en nuestra sociedad actual, el segundo raramente encontrable en ella) que lo convertían al mismo tiempo en un bribón y un caballero. Es fácil ver sin embargo, que cada personaje estaba un poco mejor definido que el anterior, como si el tejano estuviera explorando a tientas en busca de un alter ego literario.
Estuvo a punto de encontrarlo en Kull, un bárbaro atlante cuya biografía es muy similar a la de Conan, pero el Rey de Valusia no terminó de convencerlo del todo y enseguida abandonaría sus historias para, a los pocos meses, conseguir que todos sus esfuerzos cristalizaran en su personaje definitivo: "Algún mecanismo de mi subconsciente tomó las características dominantes de varios luchadores, pistoleros, contrabandistas, matones, jugadores y honrados trabajadores con los que he entrado en contacto, combinándolos para producir la amalgama a la que llamo Conan el cimmerio", como él mismo explicaba.
Como he apuntado algo más arriba, el protagonismo de Conan en esta historia es más que discutible y, en cualquier caso, compartido. Sin embargo, su presencia domina la narración desde el momento en que irrumpe en mitad de una discusión, apoya su espalda contra la pared y se ríe de los presentes como si el mañana no importase. A partir de ahí el relato deriva en una serie de intrigas y contra intrigas, todas bastante evidentes, a las que sin embargo la habilidad narrativa de Howard logra sacarles partido mientras encamina la historia hasta su conclusión inevitable: con el cimmerio como único vencedor y dueño y señor de todos los botines en disputa, tanto en carne como en joyas.
Sin duda no es esta una lectura apta para "paladares exigentes" que esperen ser llevados a nuevas cimas narrativas. Pero sin duda también es una lectura rápida y entretenida, sin complejos, una historia quizá no demasiado brillante, pero contada con colorido y emoción y con uno de los personajes que, por derecho propio, han ascendido al panteón de arquetipos populares del siglo veinte.
Y, por supuesto, es Conan en estado puro, sin adulterar, tan bribón y carente de escrúpulos como su creador lo concibió. Eso, cuando ahora mismo asistimos con estupor a las andanzas del alfeñique políticamente correcto en que la televisión ha convertido al personaje, es algo a tener muy en cuenta.
Rodolfo Martínez
(Reseña publicada originalmente en La página de Rodolfo Martínez)
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