Pocos autores como Powers han sabido resucitar la tradición de la novela clásica de aventuras, en la mejor linea de Rafael Sabatini o Alejandro Dumas. Su primera novela publicada en nuestro país, Las puertas de Anubis, fue toda una revelación: en ella mezclaba magistralmente la reconstrucción histórica de la Inglaterra de principios del XIX con la imaginación más desaforada en una trama narrada casi a ritmo de tren expreso llena tanto de referencias cultas (el propio Byron aparece como uno de los secundarios de la novela) como populares. Obras posteriores como La fuerza de su mirada (donde los principales poetas románticos ingleses eran parte imprescindible de una historia fantástica tan rocambolesca como brillante) o En costas extrañas (una curiosa novela de piratas salpimentada con magia vudú que uno no puede evitar imaginar en technicolor) confirmarían ese buen sabor de boca y harían de Powers uno de los autores favoritos de los aficionados a la literatura fantástica moderna.
En realidad, a primera vista, su fórmula narrativa no puede ser más simple: cójase un escenario histórico con cierta fuerza evocadora, insértese en él una trama trepidante y enrevesada, y salpíquese todo con unas gotas de magia y tendremos el esquema que siguen prácticamente todas sus novelas (salvo La última partida o Cena en el palacio de la discordia donde falla el recurso del escenario: la primera está ambientada en el presente, la segunda en un futuro posterior a una catástrofe nuclear). El truco, y eso sí que no es nada fácil, está en usar una y otra vez ese mismo esqueleto y hacerlo parecer nuevo cada vez. Powers, increíblemente, lo ha conseguido con casi todas sus obras.
Precisamente es con Esencia oscura, su tercera novela publicada, donde la fórmula quedaría perfectamente establecida. Usando como escenario el asedio de Viena por los turcos, asistimos en esta novela al que quizá sea el último enfrentamiento entre la magia de Occidente y la de Oriente antes de que lo mágico deje definitivamente un mundo cada vez más racional, un enfrentamiento en el que ejércitos enteros son usados como peones sacrificables, y donde Europa no es más que un enorme tablero de ajedrez para la partida definitiva. La novela es también una más que curiosa reelaboración del mito artúrico del Rey Pescador, muy acertadamente despojada de toda la contaminación con la que el cristianismo infectó el ciclo de la Tabla Redonda (el propio Cristo no pasa de ser una nota a pie de página en la historia que se cuenta). Y no contento con eso, el autor ha insertado en la trama buena parte de la mitología nórdica del Ragnarok e incluso alguna que otra leyenda árabe.
Añadámosle las aventuras y miserias del personaje principal, como no podía ser menos en una novela de Powers, donde normalmente los personajes están condenados a entrar en mitad de una historia que lleva mucho tiempo empezada cuando ellos aparecen, con el agravante de que nadie les explica nada y están obligados, por más que al final salgan triunfantes como buenos héroes de novela de aventuras, a aguantar impávidos tal lluvia de golpes, torturas y penurias que a veces envidiarían el destino de los personajes de las tragedias de Shakespeare. Rematémoslo con abundantes referencias a todo tipo de cervezas, algo mucho más importante de lo que parece a primera vista: la cerveza es un elemento indispensable y vital de la trama, como se recoge desde el mismo título original (The Drawing of the Dark, un juego de palabras de difícil traducción que, en su sentido literal, podría entenderse como el decantado de la cerveza oscura y que le ha dado al editor más de un quebradero de cabeza a la hora de buscar un equivalente en castellano). Si finalizamos con un toque o dos de humor ligeramente negro, tendremos redondeado el argumento de la novela.
¿Demasiado para un solo libro? Quizá, y ahí es donde vemos el mayor defecto de esta obra, su carácter indudablemente primerizo: el autor intenta contar demasiadas cosas en una novela que apenas rebasa las trescientas páginas, con el resultado de que la historia a veces transcurre demasiado rápido, demasiado vertiginosamente, como si el carrusel que son habitualmente las novelas de Powers hubiera quemado los frenos y estuviera condenado a girar cada vez más rápido hasta el batacazo final.
Sólo que no hay tal batacazo. Pese al carácter primerizo de la obra, su autor dominaba incluso entonces el arte de atar todas las madejas de la trama y, justo cuando tememos que pierda el hilo de su propia historia, ata perfectamente todos los cabos y nos conduce hacia un final en el que nada sobra ni falta nada. Esta es quizá la mayor virtud de Tim Powers como narrador: no importa lo compleja e imbricada que sea la historia que nos esté contando, en ella no hay nada superfluo y todo confluye de un modo natural para cerrarse perfectamente sin que queden hilos sueltos o el final nos parezca traído por los pelos.
Junto a esas ganas de contarlo todo en un único libro, quizá el mayor defecto narrativo de este Powers juvenil (la novela está escrita cuando tenía veinticinco años, no lo olvidemos) sea su empeño en mostrarnos una y otra vez el discurso mental del personaje principal, en un fluir de conciencia bastante forzado que sin duda habría resultado menos molesto narrado en la habitual tercera persona que usa a lo largo del resto de la novela. Aunque ese es un recurso que volverá a usar en obras posteriores, allí estará más logrado, en parte al no centrarse sólo en los pensamientos del protagonista, y en parte porque más adelante dominará mejor esa técnica (heredada en buena medida de su amigo y mentor el escritor Philip K. Dick).
En resumen, un Tim Powers que aún no es el de Las puertas de Anubis, ni mucho menos el de la que, para mí, es su obra maestra, La fuerza de su mirada. Pero pese a todo, una lectura altamente recomendable y entretenida y, sin duda, una obra indispensable para los amantes de la novela de aventuras.
Rodolfo Martínez
(Reseña publicada originalmente en La página de Rodolfo Martínez)
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