¿Quién no ha intentado alguna vez, cargado de buena intención, arrastrar a un amigo hacia los placeres hoy tan demodés de la lectura? Y en consecuencia, ¿quién no ha rebuscado en su mente algún libro que, explicado en pocas palabras, lograra enganchar a la futura víctima? La novela aquí reseñada sería, sin duda, el díptero más apreciado si de pesca con mosca estuviéramos hablando; resumida adecuadamente, contiene una de las ideas más atractivas para el lector occidental que haya dado jamás el género de fantasía.
El cadáver de Dios, de tres kilómetros de longitud, flota en algún lugar del Atlántico. El Vaticano encomienda a un capitán venido a menos la secreta misión (sugerida por los moribundos ángeles) de remolcarlo con un superpetrolero hasta los hielos árticos, donde se halla su sepultura.
Con una premisa de semejante tono, Remolcando a Jehová se autodeclara desde el principio como una comedia de remarcadas intenciones satíricas, un vehículo para exhibir las vergüenzas de algunos grupos radicales a los que Morrow ridiculiza sin un atisbo de piedad. Los racionalistas ateos se ven obligados a tratar de hacer desaparecer el cadáver, cuya sola presencia demostraría que siempre han estado equivocados; las feministas han de evitar que el mundo descubra que Dios, el Creador, es un hombre, revelación que volvería a sumir a las mujeres en el plano secundario que sufrieron en el pasado; la Iglesia... la Iglesia sólo quiere quitarse el muerto de encima.
No se puede negar que en los terrenos del esperpento el autor deja momentos realmente brillantes que provocan la carcajada en algunos puntos. Las imágenes de la gargantuesca deidad remolcada por las orejas, explorada a bordo de un jeep, con la nariz sucia y el pene destrozado a mordiscos por los tiburones, o la herética toma de la "comunión basura" por parte de los protagonistas, son capaces de escandalizar hasta al más ateo de los lectores. Pero si una sátira ha de ser a la vez mordaz e inteligente, Remolcando a Jehová no logra serlo por un problema de medida.
La intención del autor de crear una crítica real por medio de la exageración fracasa rotundamente; la novela deja la única impresión de ser una mera excusa para despotricar sobre las actitudes extremistas de los mencionados grupúsculos radicales, un ejercicio chauvinista que intenta rizar el rizo de la herejía graciosa, sin más chicha que la mera risotada. El resultado dista mucho de conseguir la mordacidad que sí está presente en, por ejemplo, El instante Aleph, donde Greg Egan logra sacar los colores a los integrantes del misticismo antirracionalista por la vía rápida.
Aunque Morrow declara que su objetivo principal era el de homenajear la abandonada literatura de aventuras marítimas, lo único que logra es una lenta y aburrida narración de hechos carentes de interés. El libro es un gran chiste hueco en el que personajes incapaces de escapar del estereotipo ridiculizante que interesa al autor intentan construir una aventura amena que se torna indigesta ya desde el comienzo. La intrigante cuestión de qué le ha pasado a Dios es ninguneada y sólo recordada en algunos tramos. Su resolución, explicada como un empujoncito Clarkiano otorgado por una entidad cuya máxima expresión siempre ha sido -y esto no es discutible- la despreocupación total hacia la Humanidad, no puede ser considerado más que como otro de los chistes que salpican las páginas de este aburrido libro.
La cuestión de fondo más sobresaliente a nivel especulativo es irrisoria e intrascendente. La asunción de que el conocimiento de la falta de supervisor por parte de la Humanidad repercutiría en un mayor grado de violencia no puede ser tomada mas que como otra jocosidad del autor. Remolcando a Jehová contiene una de esas historias que resultan más graciosas oídas que leídas. Una humorada que como chiste está bien, pero como lectura no merece ni el trabajo ni el tiempo dedicados a ella.
Santiago L. Moreno
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