El escorpión es una aventura de capa y espada sazonada con suaves toques esotéricos. La inclusión de estos elementos fantásticos, acordes con el gusto actual, supone un acto de oportunismo. Su dosificación, una jugada maestra. Todas las buenas historias han sido contadas ya. En su momento, cada generación las descubre. Y lo hace a su manera.
Dado que el trabajo del guionista se analizará dentro de unas líneas, al marear la perdiz del argumento, zanjemos el tema de los dibujos. El trabajo de Marini es sobresaliente. Busca el detalle cuando es necesario, juega con las panorámicas, aporta una sensación felina en los duelistas y sensual en las mujeres. Sin excepciones, acierta en las caracterizaciones de los personajes, dotándolos de un rictus muy ajustado, de esos que se notan trabajados durante horas ante el tablero hasta conseguir esa línea simple pero definitiva. La joven promesa de la BD cada vez es menos joven y, al mismo tiempo, cada vez menos promesa para convertirse en una sólida realidad.
El componente fantástico de la historia resulta directo, conciso y eficaz: en los estertores del imperio romano, las nueve familias que han gobernado desde la sombra se reúnen para elegir un medio de conservar el poder. El cristianismo parece la mejor opción: forja conciencias acostumbradas a obedecer, a creer que bien y mal existen. Crea corderos. Cuando el absolutismo muestra sus primeras grietas, las nueve familias -no necesariamente bien avenidas- vuelven a reunirse.
Endebles, estos mimbres cumplen sobradamente con su propósito: conferir un aura de conspiración, de secta secreta, de poder. Además, ofrece un insólito hallazgo: si muestras de una forma muy sencilla la burda trampa del poder, ¡qué fácil resulta perderle el respeto! No nos engañemos, esto es un cómic de aventuras y la premisa principal es asentar quién tiene el poder.
Después, ha llegado el momento de los protagonistas, que se situarán donde el autor y los avatares de la vida consideren adecuado. Bastará con salpicar levemente al joven espadachín -su lado sombrío queda estampado por una marca de nacimiento: el escorpión en su espalda- para fundir ambos elementos. ¿Importa algo cuando se nos sirven un par de duelos bien aliñados, una persecución en carruaje, un asalto a palacio, alguna celada de alcoba y sabrosas escenas de taberna?
Los héroes de antaño no funcionan. Demasiado curtidas por la vida y con la pupila adiestrada por la televisión, las nuevas generaciones difícilmente pueden creer en personajes nobles. Desde luego, El Escorpión dista de serlo. Buscavidas profesional, seductor y putañero a un tiempo, es un habitual en los locales menos recomendables de Roma: los autores juegan la baza del pícaro, del truhán simpático.
Nuestro protagonista tiene todas las cartas para caer en gracia: acompañado en sus correrías por un viejo húsar, sobrevive saqueando las reliquias de las viejas catacumbas de Roma que revenderá a los "honrados y devotos" nobles; dotado para la ironía -en su boca siempre habrá una sonrisa y una frase ingeniosa- y el engaño, acredita una espada ágil y una esgrima desenvuelta a lo Errol Flynn.
Saqueando de buen grado los hallazgos de Dumas -y su nutrido equipo de negros-, no podían faltar a la cita ni Richelieu ni Milady. ¿Qué otro personaje puede ser Trebaldi? Una figura enjuta, intrigante, de nariz aguileña, marcada por los hábitos de cardenal y una avidez de poder desmedida. Nuestra Milady de turno resulta todo un hallazgo: una hembra de curvas provocativas, Mejaï, la envenenadora egipcia perennemente acompañada por su tótem, el gato. Han pasado los años de mojigaterías y medias tintas, el personaje es de rompe y rasga: autosuficiente, no se cobija ante nadie en los momentos de peligro, mata por dinero, no le disgusta y su surtido es tan variado como eficaz. Ojos arrebatadores, puñales, frascos de veneno al cinto y pechos cargados de pecado, ¿puede existir mejor rival para El Escorpión?
Pero todo cardenal que aspire a ser alguien necesita un cuerpo de guardia a la altura de las circunstancias. Jugando con el atuendo de los míticos templarios, la nueva orden de los caballeros de Cristo cumple ese cometido. Y como la moda de los embozos parece haber concluido, ¿hay algo mejor que una buena máscara de hierro?
Como buen folletín, la historia tendrá futuras entregas de modo que va aportando subtramas que estallarán más adelante. La moscovita Ansea Latal, representante de una las nueve familias, resulta lo suficientemente tentadora como para pensar que vaya a volatilizarse sin más ni más. Es demasiado dura y demasiado hermosa para dudemos de ello. ¿Odio? ¿Romance? ¡Espero que ambas cosas!
¡Y ya basta de destripar el argumento! La aventura no se concibió para ser narrada, hay que vivirla.
En esta época de presuntas obras maestras, de descubrir la rueda y recibir galardones por ello, un cómic como este es una joya inapreciable. Promete lo que cumple: diversión. En medio del aluvión de truños disfrazados bajo el socorrido epígrafe de cómics de arte y ensayo -lo que en el argot se conoce como "tebeos sobre yo y mi pie"- una bocanada de aire fresco como este álbum es de agradecer.
Bordeando el milagro, los autores consiguen que el Papa nos resulte simpático. Con una apariencia sospechosamente familiar, con un aire bonachón muy similar al de Juan XXIII, el Sumo Pontífice te desarma cuando sugiere: "Hijos míos, ¿no sería mejor discutirlo ante una buena botella de vino?".
Pues sí, Santidad. Y si es de buena añada, tanto mejor.
José Miguel Pallarés
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