Una muestra más que sintomática de que la ciencia-ficción producida desde dentro del fandom anda de capa caída es el hecho de que Mondadori haya encargado cerca de una docena de novelas de género a otros tantos autores latinoamericanos y españoles completamente ajenos a las coordenadas autorreferenciales en que se desenvuelve la producción cienciaficcionera patria. Y que, para colmo de males, no lo hagan del todo mal.
Si Invasores de Marte (Reservoir Books) constituía una pequeña sorpresa -entre otras cosas, gracias a relatos como el de Juan Abreu-, Garbageland nos ofrece la posibilidad de disfrutar un producto más que solvente desde el punto de vista estilístico, en absoluto pacato en cuanto a ideas e inmerso de pleno dentro de una especie de corriente slipstream, marca de la casa, que caracteriza no sólo a los últimos títulos editados por Mondadori (Vurt de Jeff Noon es el ejemplo paradigmático) sino a buena parte del actual género fantástico escrito en español, desde Tokyo ya no nos quiere de Ray Loriga (Plaza & Janés) y Euro Raíl de Eduardo Lampaya (Visor) hasta los aún prácticamente inéditos por estos pagos Bernardo Fernández, Gerardo Sifuentes, Alejandro Espinoza o Gerardo Horacio Porcayo.
William Gibson y Bruce Sterling son ya sólo una de las posibles influencias literarias reconocidas y reconocibles de toda una generación de autores que, golpe a golpe, empiezan a crear un subgénero dentro de la ciencia-ficción o, mejor dicho, a recuperar, institucionalizar y -esto es nuevo- hacer comercial la corriente más francotiradora del género (W. Burroughs, Delany, Disch, el Farmer de "Jinetes del salario púrpura"), la de aquellos autores que escriben (y publican) sin constreñirse a las cada vez más limitadas y endogámicas convenciones de la ciencia-ficción del ghetto. Lo cual, por supuesto, no es ni bueno ni malo por sí mismo.
Calidad literaria y capacidad de asombrar (forma y fondo, si se prefiere, o estilo e ideas) no se encuentran en absoluto descompensadas en Garbageland, obra madura de Juan Abreu (La Habana, 1952), cruel y sardónica chanza, tremendamente seria al mismo tiempo, mordaz metáfora de la sociedad yanki de consumo y de la actual situación cubana, experimento literario y a la vez sublimación de lo visual. Sin ser el no va más, esta novela sorprende por su descaro y por su ritmo, pese a que en algún momento la trama se le escapa de las manos a Abreu, apenas capaz de contener y ordenar el torrente de ideas e imágenes que surgen de su mente: monjas clónicas asesinas, gigantescas cúpulas que envuelven ciudades enteras con publicidad, artistas cuyas mayores obras de arte son sus propios cuerpos, sangrientas batallas entre seres propios de series de dibujos animados, sexo virtual con sangrientos dictadores como Hitler o Franco (a la página 184 me remito), gafas que permiten abstraerse de la realidad virtual imperante y ver la realidad objetiva (en una escena que recuerda al único autor del ghetto capaz de moverse dentro de las coordenadas que propone este estilo Mondadori: el Eduardo Vaquerizo de Rax, reciente premio Ignotus, o El lanzador), desoladores paisajes casi ballardianos del basurero que da título a la novela, una Garbageland en la que no es difícil reconocer a la Cuba natal de Abreu...
Un caos, en resumen, un agradable caos que conforma una obra singular y meritoria que, sin llegar a ofrecer lo mejor de sí misma, sí confirma la creciente consolidación de un nuevo subgénero dentro de la ciencia-ficción en español, ni mejor ni peor que el que se ofrece desde dentro del fandom pero sí mucho más fresco e innovador. Nos quedan tres telediarios, me temo.
Juan Manuel Santiago
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